El día en que conocí a ‘León’ me confesó que había asesinado a 52 personas. Estábamos en la cárcel de Cómbita, Boyacá, una prisión de máxima seguridad donde pagan sus condenas los criminales más peligrosos de Colombia. 

Antes de entrevistarlo sabía que íbamos a hablar de los crímenes que cometió durante los años en los que perteneció a un grupo paramilitar, que entre finales de los 90 y principios de los 2000, sembró el pánico en Yarima, San Vicente de Chucurí, Santa Helena del Opón y otras pequeñas poblaciones del Magdalena Medio.

No era la primera vez que iba a una cárcel para conversar con un asesino y por eso creí estar preparada para escuchar la confesión de ‘León’. Yo tenía 29 años, me consideraba una periodista valiente, arriesgada, buscaba reconocimiento y me gustaba verme como una especie de defensora de la verdad. Soy consciente de lo pretenciosa que puedo parecer.

Pero no estaba preparada. Él llegó con una libreta en la que tenía apuntados los nombres de sus víctimas. Al lado de cada nombre estaba la fecha del homicidio, el lugar donde ocurrió y la información sobre quién le dio la orden de asesinarlo. A unos los mató porque supuestamente eran colaboradores de la guerrilla y a otros porque se habían convertido en piedras en los zapatos de alcaldes y gobernadores.

Me contó la historia de cada crimen. Me dijo que lo hacía porque estaba arrepentido y quería que las víctimas conocieran la verdad. Sin embargo, su tono de voz siempre fue el mismo. Hablaba con una tranquilidad que me sobrecogía. Recuerdo esforzarme por no hacer comentarios con los que se pudiera sentir juzgado porque yo solo quería que me contarla lo que él llamaba verdad. 

Al terminar las sesiones de entrevistas me sentí muy incómoda. Y no solo por las descripciones violentas. Me molestaba pensar que mi reportaje sonoro podría convertirse en el perfil de un asesino en el que las víctimas no pasaran de ser nombres en una lista. ¿Dónde estaban sus historias? ¿Qué pasó con sus familiares? ¿Podían aceptar el perdón que ‘León’ les pedía?

También tenía miedo de sentirme usada porque, aunque este exparamilitar me dijo que su único objetivo era pedir perdón y contribuir al esclarecimiento de la verdad, no podía dejar de pensar que su intención era vengarse de sus antiguos cómplices.

Así que decidí viajar a los territorios donde ‘León’ operó para tratar de tener la historia completa. La experiencia me marcó. Viajé sola a pueblos donde se respiraba miedo preguntando por un hombre que todos preferían olvidar. 

Conocí a algunas de sus víctimas y a una de ellas, Amparo, la esposa de un comerciante, le pregunté si perdonaba al hombre que había asesinado a su esposo. Ella ni siquiera sabía que ‘León’ había sido el autor. Fui yo quien tuve que revelarle el nombre y contarle los motivos por lo que se ordenó el crimen. No entiendo de dónde saqué la fuerza para hacerlo.

Siempre me he cuestionado por el rol que terminé teniendo en este caso. Sé que no es el papel de un periodista. Me consuela recordar que sentía un interés genuino por Amparo. Me dolió su dolor. Los paramilitares no solo le quitaron a su esposo, al papá de sus hijos. También hicieron correr el rumor de que él había sido un guerrillero y que por eso estaba justificada su muerte.

Por eso entendí la decisión de Amparo de no perdonar a su victimario. Me dijo que no le deseaba nada malo, pero que no se sentía capaz de borrar los años de sufrimiento.

Cuento esta historia para explicar por qué me cuesta entender la fascinación que muchas personas sienten por las historias de criminales. Abundan en el cine, los libros y ahora en los podcasts. Sé que muchas necesitan ser contadas, pero me molesta que la mayoría se cuenten desde el punto de vista de los asesinos. 

Esta es la razón por la que se venera a personajes espantosos como Pablo Escobar o Al Capone. Los guionistas, en su afán de captar públicos, prefieren poner el foco en las motivaciones de los criminales, su psicología y sus vidas extravagantes. No es taquillero contar el dolor de las víctimas.

Al podcast también ha llegado la fascinación por el true crime. Cada vez más realizadores le apuestan a este género porque saben del interés que despierta. Algunos tienen una producción excepcional. Sin duda el mejor en español es Negra y Criminal de la realizadora española Mona León Siminiani. Le fue tan bien que Audible (Amazon) compró la serie y ahora se llama Hablas Miedo.

Sé que al público en general le gustan las vidas de los criminales porque son emocionantes y en algunos casos se convierten en salidas para escapar de la rutina de la vida cotidiana. Por eso funciona el género. Pero creo que los contadores de historias tenemos un compromiso que debe ir más allá de la función de entretener y de darle al público lo que pida.

Lo que vemos, leemos y escuchamos crea nuestra percepción de la realidad. No me gustaría pensar que un personaje como ‘León’ pueda ser admirado por alguien que algún día conoció su historia en un podcast donde las víctimas no pasaron de ser un nombre en una lista.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.