Al lugar lo caracterizan las palmas de cera que son el árbol nacional, unos gigantes que se yerguen silenciosos, serenos, y sobresalen en un valle de 600 hectáreas en la parte alta del río Quindío, en las estribaciones de los nevados del Ruiz y del Tolima, que coronan la cordillera Central en esa parte de Colombia. Visto así, parece un lugar inaccesible. Pero, en realidad, al valle de Cocora se llega fácil, y eso tiene sus más y sus menos.

Tomando inicialmente la doble calzada que conduce de Armenia a Pereira, hay que hacer un recorrido de 40 minutos hasta Salento, pueblito de fantasía armado con casitas de pesebre, digna puerta de entrada al mágico valle de Cocora que se puede definir con palabras solo entendidas por el espíritu, como inmensidad, silencio, respeto…

Pulzo
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Desde Salento serpentea, como un enorme reptil de 11 kilómetros que se mete en el valle, la vía que lleva a ese otro mundo donde reinan las palmas de cera. El camino repta por extensiones de diversos cultivos, entre los que destacan el de aguacate hass y los pinos para la producción de papel, que sobresalen de la vegetación propia del bosque de niebla tropical por estar sembrados en riguroso orden.

La corta ruta también roza un conjunto de rocas milenarias desparramadas que solo puede explicar una poderosa actividad geológica de tiempos remotos, ya sea por el deshielo del gran glaciar que alguna vez fueron los nevados o por la erupción de uno de los volcanes cercanos. En todo caso, son la evidencia de que el río Quindío tuvo antes mejores momentos en los que su caudal pudo alcanzar un ancho de cien metros.

Al cabo de 20 minutos de camino desde Salento, se abre el valle, y lo primero que se encuentra es una febril actividad de negocios, establos y guías turísticos que se ofrecen para hacer diferentes recorridos, a pie o a caballo, hasta al menos cinco puntos o miradores desde los cuales se pueden apreciar las portentosas dimensiones del valle. Muchos de esos guías son una variedad que mutó de los viejos arrieros y se convirtieron ahora en guías capacitados y deportistas extremos que mantienen su estado físico a punto para soportar hasta cuatro jornadas extenuantes a pie al día.

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Los trayectos varían y pueden hacerse en travesías que, a caballo, duran entre una y cuatro horas (ida y vuelta a la base) —los tiempos aumentan si se escoge la caminata— hasta tres días en retadoras marchas para llegar a las cumbres de los nevados. La decisión se puede tomar con sorbos de aguapanela con queso, tetero (aguapanela con leche), tinto, o canelazo, entre otras bebidas calientes típicas de las zonas a 2.600 o 2.900 metros sobre el nivel del mar (rango en el que está Bogotá).

Heridas abiertas de las montañas del valle de Cocora

Después de elegir el recorrido, caminantes y cabalgaduras ascienden por las trochas de las montañas que flanquean el río Quindío, para adentrarse en este santuario que, más que de flora y fauna, lo es del recogimiento, porque el andar necesariamente lleva a la introspección, a la reflexión, a la contrición y a la idea de contacto, a través de la naturaleza, con Dios, cualquiera que sea la idea que se tenga de una entidad superior al ser humano. En este sitio cobra toda su dimensión el concepto de panteísmo: Dios está en todas partes, y se puede acceder a él en silencio, sin intermediación.

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Para vivir esa experiencia de una manera muy individual, personas de todo el mundo (solas, en pareja o familias competas) llegan al lugar. Si bien hay palma de cera en las dos vertientes de la cordillera Central, y se pueden ver incluso en la parte norte del Valle del Cauca, Tolima, Caldas y Antioquia, los palmares del valle de Cocora en el Quindío son los de mayor atractivo turístico, entre otras razones, por el fácil acceso al valle, la majestuosidad de este accidente geográfico en sí mismo y porque sus palmas son las más altas que se conocen.

Propios y extraños suben y bajan por las trochas (convertidas en invierno en lodazales) que se han transformado, por el tránsito permanente, en heridas abiertas de las montañas. Sin embargo, esas mataduras, que no dejan de ‘sangrar’ lodo por los pasos de las bestias y los humanos, y que mantienen cortadas algunas laderas, sintieron un alivio por el coronavirus, que redujo significativamente la llegada de turistas. Antes de la pandemia, la cantidad de visitantes constituía una carga muy fuerte para el ecosistema.

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La pausa en la actividad turística no alcanzó para que cicatrizaran las cortaduras, pero sí permitió reflexionar sobre la paradoja en la que está inmerso el valle de Cocora desde hace años: su belleza y grandeza es digna de ser conocida porque crea conciencia ambiental y conduce a una experiencia sensorial y espiritual única, pero si el turismo no se regula enfatizando la idea de un área protegida, construyendo senderos apropiados, estableciendo albergues y haciendo un análisis concienzudo de la capacidad de carga de cada área, su impacto afectará irremediablemente este ecosistema que ya ha sobrevivido a otros embates.

Por ejemplo, hubo un primer momento de extinción de fauna determinado en principio por aquello de que los colonos veían en todo lo que se movía una oportunidad de poner comida en su mesa. Una razón válida, si se quiere, para quienes se aventuraban a vivir en el ambiente indómito de la montaña. Pero hubo otras víctimas curiosas de esa aniquilación, como el cóndor andino, que estuvo a punto de desaparecer al ser acusado de un ‘crimen’ del que no era responsable.

Como son aves carroñeras, los cóndores caían sobre los despojos de las reses cazadas por los pumas. Los campesinos veían a las enormes aves comiéndose lo que quedaba de los cadáveres de sus vacas y creían que eran ellas (las aves) las que estaban acabando con los hatos. Así empezó una furiosa cacería que por poco acaba con los cóndores que ahora, de vez en cuando, sobrevuelan el valle de Cocora a sus anchas. Pero también hubo, claro, cacería de los pumas, verdaderos responsables de las muertes de las vacas, y ellos también estuvieron a punto de desaparecer.

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Hoy, sin embargo, gracias a medidas protectoras, cóndores y pumas, además de loros orejiamarillos, tucanes celestes, pavas andinas y colibríes, por el lado de las aves, y tapires y osos de anteojos, por el lado de los animales terrestres, entre muchas otras especies, se mueven sobre y por entre una tupida vegetación conformada principalmente por sietecueros, pinos ramerón, encenillos, frailejones y helechos, todos bajo la mirada tutelante de las altísimas palmas de cera, que se siente incluso cuando la bruma sube con parsimonia por el valle y lo cubre todo como un manto.

Riesgos para palmas de cera en el valle de Cocora

Bajo esa bruma, a ras de piso, entre los helechos y el pasto que tapizan las pendientes y los potreros del valle de Cocora, surgen las hojas alargadas y filosas de las plántulas de palma de cera que recién germinan. Lucen como diminutas espadas que luchan por sobrevivir.

Tienen unos 10 centímetros de longitud y desde muy temprano se enfrentan a poderosos enemigos: primero, la radiación solar, que es la principal causa su alta mortalidad por estar en plena exposición (por eso, necesitan la sombra de otras plantas menores); después, las devastadoras pisadas de caballos y turistas, y, por último, las voraces mordidas de las vacas, que van principalmente por la vegetación que da sombra a las nacientes palmas, pero también se las comen.

Si superan todas esas adversidades, después de unos 20 años cada palma se convierte en un frágil penacho sobre el piso que empieza a ascender hacia las alturas. Y cuando tiene hojas de un metro, puede soportar la radiación y la caída de ramas de árboles vecinos.

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En un promedio de 60 años más, habrá llegado a los 40 metros de altura o más y lucirá imponente hasta 180 anillos, a manera de insignias de guerrero que ha sobrevivido a las más duras condiciones, incluso los mismos ataques directos del hombre: hasta no hace mucho, porque sus ramas eran arrasadas para hacer los ramos de Semana Santa y por la expansión de la frontera agrícola; y un poco antes, porque la cera que recubre sus tallos era la materia prima para fabricar velas y fósforos. En tiempos pasados, los indígenas también las raspaban para pintarse y adornarse el cuerpo.

Es de esas remotas épocas de donde llega, como un eco atrapado entre la bruma y el monte sin poder salir del valle, el nombre del sitio. Los lugareños cuentan que las pavas cantaban ‘co-co-rá’, ‘co-co-rá’, y la tradición agrega que ese canto lo tomó Acaime, cacique de los quindos (de donde proviene el nombre del departamento), para bautizar a su hija.

Ahora no se siente ese canto de las pavas. Al silencio sobrecogedor del lugar lo rasgan el chapoteo de las pisadas de las bestias en el fango, su jadeo al subir por las montañas, las voces de los arrieros para que no se detengan y las de los turistas que comentan la belleza del sitio. Ahora, después de la pandemia, en el valle de Cocora se vuelven a sentir los pasos de amenazas grandes…