¿Por qué los colombianos toleran tanto los excesos de la clase política? Podría uno aventurarse a decir que se debe a un sentimiento de resignación y escepticismo. Pero no, hay razones que pesan más que estos sentimientos. En muchas circunstancias, apoyar políticos que recurren al clientelismo y a la corrupción es una solución para los problemas económicos de una parte de la población que antepone sus necesidades económicas a los costos colectivos del clientelismo y la corrupción.

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Es una circunstancia que no se reduce a situaciones de extrema pobreza en que los votos son definidos por el acceso a un subsidio, el título de un predio, los materiales para construir una casa, una escuela, un puesto de salud o, lo más coloquial, la compra del voto con tamal y botella de aguardiente el día de elecciones. 

En sectores de salarios medianos e incluso relativamente altos salarios, las relaciones clientelistas también desempeñan un papel activo. Leyva y Sanabria (2022) muestran que, a partir de las reformas asociadas a la Constitución de 1991, el Estado ha tenido un proceso de expansión en su tamaño, dado no tanto por el crecimiento de la burocracia, sino por el de la contratación y delegación de funciones a terceros mediante órdenes de prestación de servicio (OPS).

González (2019) encontró que entre el 2007 y el 2017, la contratación de empleados públicos por orden de prestación de servicios pasó de cerca del 20 % hasta alrededor del 70 %. Los funcionarios de carrera, por su parte, mantienen niveles de crecimiento estables. Muchos de esos empleos responden a la lógica transaccional de respaldos políticos y retribuciones con órdenes de prestación de servicios (OPS).

Hay, incluso, casos perversos en que una parte del salario se va como pago al político que consiguió el trabajo. La corrupción tampoco se restringe a las regiones más pobres del país o a funcionarios de segundo nivel. Todo lo contrario, la corrupción que mueve los mayores recursos está en el centro del Estado, donde están disponibles las grandes sumas para asignar los contratos más importantes del sector público.

Clientelismo y corrupción han sido parte importante de la economía política en Colombia. El impuesto a las empresas formales y al consumo constituye alrededor del 67 % de la estructura tributaria del país (según la OECD, en 2019). Estos recursos son manejados por la clase política que se queda con una parte de estas rentas (a través de la corrupción) para su uso privado y para garantizar su reproducción en el poder (a través del clientelismo). Pero a estas cifras hay que sumarles los sobornos que la clase política recibe de actividades ilegales que generan rentas importantes en el país como el narcotráfico, el lavado de activos, el contrabando, la minería ilegal, etc., así como muchos empleos (basta sumar desde las OPS y los empleados de los contratistas del Estado hasta los cultivadores de coca, los mineros ilegales, los vendedores informales y de almacenes de contrabando para darse una idea de la magnitud).

La clase política que es elegida con estos recursos garantiza su permanencia en el poder y, de paso, protege de la represión del Estado a estas actividades y a quienes dependen laboralmente de ellas. Desde esta perspectiva, la corrupción es un gran acuerdo de economía política entre un sector formal sobre el que reposa el grueso de la carga tributaria y un sector informal e ilegal que, a la vez que se enriquece con la corrupción, garantiza una producción significativa de rentas y empleos.

Si bien, a grandes rasgos esta estructura de la economía política ha estado vigente durante las últimas décadas, recientemente vienen ocurriendo cambios importantes, con sus respectivos efectos en la conformación del poder político.

El primer cambio, ya descrito previamente, se debe al incremento del gasto público como porcentaje del PIB que ha canalizado una mayor proporción de recursos bajo el control de la clase política. El segundo cambio se debe a los éxitos del Estado en la lucha contra los grupos armados irregulares que controlan el narcotráfico, lo que paradójicamente condujo a la consolidación de un capitalismo menos violento, pero dependiente de redes de corrupción enquistadas en el poder político, como explico a continuación.

La desmovilización de los paramilitares y el fin de los grandes carteles en las ciudades supusieron un cambio en las relaciones entre la clase política, los funcionarios del Estado y el narcotráfico.

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Aunque los narcotraficantes continúan sobornando a autoridades de todo tipo, no pareciera haber situaciones equivalentes a las de la parapolítica o el Proceso 8.000, en que actores armados que mantenían el control de la mayor parte del narcotráfico en el país incidían en la conformación del poder político a nivel de Congreso, de gobernaciones, de alcaldías, e incluso alcanzaban a financiar campañas presidenciales.

Los grupos armados irregulares que hoy operan en Colombia y controlan los centros de producción y tráfico de drogas a los mercados internacionales están ubicados en zonas periféricas, con baja influencia en la configuración del mapa político nacional. La clase política, los activistas y los líderes sociales en estos municipios continúan siendo muy vulnerables a la violencia y a los recursos de las organizaciones armadas, pero a medida que se escala en el poder político, su influencia se diluye.

Muy seguramente apoyen a unos cuantos miembros del Congreso para llegar a sus curules con los votos de sus zonas de influencia, pero no es nada comparable con las épocas en que un centenar de congresistas fueron investigados por sus vínculos con los paramilitares.

No obstante, la ruptura entre clase política y organizaciones armadas dedicadas al narcotráfico no significó que la corrupción alrededor del capital de las drogas hubiera terminado. Tampoco que sectores de la economía ilegal dejaran de influir sobre la política.

Lo que parece estar ocurriendo es la consolidación de un capitalismo basado en la influencia directa sobre la conformación del poder político, a través de las elecciones y una serie de negocios relacionados con el capital previamente acumulado del narcotráfico, el lavado de dinero, la contratación pública, las concesiones del Estado y el contrabando.

Esta forma de capitalismo no es nueva. Un pensador clásico de la sociología como Weber (2014) la definió como capitalismo político. De hecho, es la forma de capitalismo que ha primado a lo largo de la historia de la humanidad que, a diferencia del capitalismo moderno, no se define a través de mercados abiertos y libres que son regulados por un Estado de derecho, sino a través del ejercicio del poder para imponer las condiciones del mercado.

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Desde la acumulación de capital por empresas asociadas a la contratación pública, al contrabando y al lavado de activos, así como de mercados legales para reproducir este capital, ha surgido un sector capitalista que influye con mucho peso sobre las elecciones para obtener protección institucional a sus actividades.

La clave de su éxito ha estado en disponer de una base de políticos con la suficiente capacidad de nombrar a funcionarios corruptos en los cargos donde se asignan los contratos públicos, se vigilan las operaciones de lavado de activos y se controla el ingreso de mercancías de contrabando al país.

Se trata de un nuevo umbral de corrupción. No es el esquema clásico en que un funcionario del Estado recibe un soborno y contribuye a que un tercero saque provecho por no cumplir con lo estipulado por la ley, bien sea la asignación de un contrato, la conspiración para dejar pasar un cargamento de cocaína, la concesión de una lotería, etc.

Es la construcción de una estructura de poder dentro del Estado, a través de elecciones y nombramientos en cargos públicos, que garantiza que se tomen decisiones necesarias para que funcionen una serie de empresas vinculadas con operaciones ilegales.

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Un ejemplo basado en información sobre diferentes casos reales arroja una idea de cómo funciona este tipo de capitalismo. En cierto departamento existe un empresario famoso porque maneja importaciones de diversos tipos de mercancías, que coloca en mercados a lo largo del país donde abunda la oferta de bienes de contrabando. Las denuncias apuntan a que el empresario recibe dinero en los puntos de llegada de la droga en mercados internacionales.

Desde allí realiza giros a bancos del sistema internacional, justificándolos en compañías de fachada. Con estos recursos ya disponibles en el sistema financiero internacional compra mercancías de todo tipo en China. Luego las trae a Colombia en contenedores que son subregistrados en las aduanas, un caso típico de contrabando técnico. El subregistro lo puede hacer porque es un financiador de numerosas campañas al Congreso, a la gobernación y a las alcaldías.

Los políticos de su cuerda influyen para que sean nombrados funcionarios en la aduana que se prestan a cometer irregularidades en los trámites de importación; a la vez, estos funcionarios reciben sobornos en cada operación. La policía y los militares también entran dentro del entramado de corrupción.

En las comisiones del Congreso donde se definen los ascensos en los cuerpos de seguridad del Estado, la clase política presiona a los oficiales para que, a cambio de que sus carreras sean promovidas, no interfieran en las actividades del empresario. Además de lavado y contrabando, el empresario está involucrado en negocios de contratación pública con el Estado. Construye acueductos, alcantarillados y carreteras en varios departamentos, obtiene concesiones de todo tipo y contratos de suministros en salud.

Existen muchos otros empresarios que actúan de manera muy similar. Unos cuantos poseen más capital e influencia política, la mayoría menos. Algunos se especializan en solo una de las ramas de negocios —lavado, contrabando o contratos públicos—, otros las combinan. Unos muy poderosos alcanzan a tener una influencia significativa en la rama judicial. Esta influencia va más allá del soborno. Alcanza a incidir hasta en los nombramientos de los cargos de la justicia, bien sea mediante el poder de la clase política y/o la compra de los funcionarios que deciden los nombramientos. Es decir, disponen de funcionarios en la justicia con los que ya mantienen algún grado de influencia, de modo que en el momento en que necesitan protección institucional para sus negocios acuden a ellos.