Cuando por fin tomó la decisión de huir —después de cinco años planeándolo—, Dayana estaba dispuesta a que pasaran dos cosas: la muerte o la captura. Pero no le importó. Era el riesgo que debía asumir para conseguir su libertad.

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En ese tiempo, todavía le tocaba aparentar ser un hombre. La llamaban Javier, y lo único que llevaba de su verdadera identidad era la ropa interior: se ponía pantis de mujer a escondidas, debajo del uniforme camuflado de las Farc, guerrilla a la que perteneció durante dos décadas.

“Allá no se aceptaba ser homosexual ni trans. A las personas LGBTI las llevaban a consejos de guerra y la sanción podía ser el fusilamiento. Por eso yo siempre mantuve clandestina mi identidad”, dice Dayana.

Lo que cuenta es un secreto a voces. Como documentó el Centro Nacional de Memoria Histórica en su Informe ‘Aniquilar la diferencia’, tanto en las Fuerzas Militares como en las guerrillas y grupos paramilitares “han existido distintos tipos de castigo intrafilas hacia quienes se apartan de las normas de género y sexualidad, y entre estas se encuentran ciertas formas de encierro, violencias sobre el cuerpo, expulsión e, incluso, asesinato”.

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Dayana es una de las protagonistas de Ajenos a la Paz, película que narra en 89 minutos las historias de tres excombatientes que intentan reconstruir sus vidas después de escapar de la guerra.

Para la cineasta Laura Angel, que dirigió el documental junto con Noah DeBonis, las personas que pertenecieron a grupos insurgentes y hacen un tránsito a la vida civil viven en un limbo constante después de dejar las armas. “No se trata solo de que un proceso de paz implique el fin de la guerra. Varios excombatientes no tienen paz a nivel de salud mental, economía y otros. Quisimos mostrar a esos seres humanos, sus vidas cotidianas en esa lucha por la reintegración”, cuenta Angel.

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Un disfraz en la guerra

Dayana supo que era transgénero desde que tenía unos 11 años. A esa edad ya había abandonado Coper, el pueblo del occidente de Boyacá donde nació; ya había sido abandonada por sus padres y adoptada por Ana, quien la crió durante tres años en el valle de Ubaté; y ya se había mudado a Bogotá, donde empezó a valerse por sí sola, a trabajar en lo que le saliera.

Mejor dicho, empezó a ser una adulta en el cuerpo de una niña. O, más precisamente, de un niño. Pasó más de 10 años de rebusque en rebusque, hasta que le ofrecieron trabajo para ordeñar en un hato ganadero en Meta.

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“Nos llevaron hasta Puerto Siare, en Mapiripán, pero al llegar no vimos ningún hato ganadero. Eso era adentro en la selva y lo único que había eran fincas con coca. Trabajamos tres meses y la patrona no nos quiso pagar, nos robó el salario”, recuerda. A más de 600 kilómetros de todo lo que conocía, su opción —y la de otros cinco raspachines— fue entrar a la guerrilla.

Recibió intrucción militar, estuvo en las charlas políticas y organizativas, pero en esos escenarios nunca escuchó hablar de diversidad sexual. Con el tiempo, descubrió la suerte de quienes tenían una identidad u orientación no normativa. Por eso decidió callar. Un silencio con el que cargó durante 20 años.

En su primera aparición en el documental, Dayana relata cómo fueron aquellos días: “Yo me ponía los pantis de mujer debajo del uniforme para expresar clandestinamente lo que en persona era. Las personas como nosotras eramos fusiladas. Ocultarlo fue un martirio”.

Por eso se decidió a desertar una noche del 2012. Se escapó a las 11 p. m. vestida de civil, y caminó casi 24 horas hasta un batallón cercano a San José del Guaviare, donde se entregó. Pasó casi dos años en un programa estatal de desmovilización, y cuando se sintió lista, regresó a Bogotá, a tratar de empezar una vida de ceros.

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La directora Angel asegura que el tránsito a la vida civil de las personas con orientación sexual o identidad de género diversas supone desafíos adicionales: “Al momento de salir es muy duro, porque tuvo que enfrentar dos procesos que son un limbo: cuestionarse ‘quién soy yo y cuál es mi identidad’, y también estar en la mitad entre los combatientes y los civiles, tratando de reintregrarse”.

Los primeros asomos a explorar su identidad llegaron con una campaña de un organismo internacional que la contrató para confeccionar unas bolsas que llevaban estampado un mensaje que se convertiría en su exigencia: “Yo respeto los derechos de las personas transgénero”. Luego, llegó el Grupo de Acción y Apoyo a Personas Trans (GAAT), y cuando llevaba tres meses en Bogotá “cogió confianza” y se vistió como mujer. Esta vez no era solo la ropa interior. El miedo ya no era el consejo de guerra y el fusilamiento, pero sí la discriminación, que aún no se marcha.

En otra escena de la película, aparece comprando ropa con sus amigas trans, y suelta una reflexión que todavía la persigue: “Yo me arrepiento de haber ingresado a la guerrilla y haber perdido tanto tiempo. Seguramente sería otra persona, sería como ellas”, dice mientras las ve eligiendo prendas y midiéndoselas con naturalidad.