Gustavo Petro no es el primer exguerrillero que llega a la presidencia de un país en América Latina, pero su arribo a esa dignidad por la vía democrática y no por las armas (como lo intentó en su juventud) en Colombia sí constituye un hito en la historia del continente por la dimensión del conflicto colombiano, en el que no fueron una, ni dos, ni tres, las organizaciones armadas que se enfrentaron al Estado y lo combatieron (aún se le enfrentan) no solo a punta de balazos, sino con la vieja estrategia de la combinación de todas las formas de lucha.

El nuevo presidente de Colombia se suma a los casos de Salvador Sánchez Cerén, un exintegrante de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí, elegido presidente de El Salvador (2014-2019); Dilma Rousseff, exguerrillera de la organización Colina, elegida presidenta de Brasil (2011-2016); y José ‘Pepe’ Mujica, exmilitante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, que llegó a la presidencia de Uruguay (2010-2015).

También está Daniel Ortega, exintegrante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, elegido presidente de Nicaragua, aunque su caso devino en dictadura. Después del triunfo de la revolución que encabezó, fue jefe de Estado de 1985 a 1990; y luego de varios intentos por volver, regresó a la presidencia en 2006, año desde el cual se atornilló al poder a través de elecciones amañadas.

Hay analistas que en este grupo incluyen a Ollanta Humala que, si bien no fue guerrillero, sino un militar, llevó a cabo junto con su hermano el levantamiento de Locumba (Tacna), contra el régimen de Alberto Fujimori, en Perú. Después se presentó como candidato y ganó la presidencia de ese país y gobernó entre 2011 y 2016. También está el caso ‘sui generis’ de Raúl Castro, que fue guerrillero y junto a su hermano Fidel accedieron al poder en Cuba mediante la revolución que inspiró a los demás movimientos insurgentes del continente. Raúl Castro después fue presidente de la isla, entre 2008 y 2018, pero no por la vía democrática, sino porque heredó el poder de Fidel.

(Vea también“Al fin ganamos”: Claudia López, trepada en triunfo de Petro, pese a ser alcaldesa).

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Salvo el caso de Castro en Cuba y de Ortega en Nicaragua, en donde el levantamiento armado consiguió derrocar a otras dictaduras (Anastasio Somoza en Nicaragua y Fulgencio Batista en Cuba), los demás son una prueba fehaciente y más numerosa de que al manejo del Estado también se puede acceder por la vía democrática, sin derramamiento de sangre, sino con la confrontación de ideas.

Gustavo Petro, de guerrillero a presidente de Colombia

Petro corona con su triunfo de este domingo una carrera política que comenzó después de militar en el movimiento guerrillero M-19 y haber estado preso. Con la desmovilización de esa organización armada, fundamentalmente urbana, aunque contó con frentes rurales, en 1990 se creó la Alianza Democrática M-19 (AD M-19), que fue la segunda fuerza política más importante de la Asamblea Constituyente que daría origen a la Constitución de 1991.

Por ese movimiento político, Petro fue elegido representante a la Cámara en 1991. Después, en 2006, llegó al Senado por el Polo Democrático Alternativo, pero renunció a su curul en 2009 para aspirar por primera vez a la presidencia de la república. No ganó en las elecciones de 2010 y optó entonces por la alcaldía de Bogotá, a la que gobernó entre 2012 y 2015. Eso ya fue un hito en la historia, porque un exguerrillero había llegado al segundo cargo de elección popular más importante del país.

Pero seguía con la mirada fija en la presidencia. En 2018 presentó por segunda vez su nombre como aspirante a la presidencia. Perdió contra Iván Duque, y el hecho de haber llegado a la segunda vuelta le dio el derecho de volver al Senado, desde donde comenzó a tejer su nueva candidatura para 2022. Lanzó la coalición Pacto Histórico, que aglutinó a varios movimientos de izquierda, y, por consulta, se erigió como su candidato único. Ganó en la primera vuelta de las presidenciales, pero no le alcanzó; en segunda vuelta derrotó a Rodolfo Hernández y al fin se hizo con la presidencia.

El camino que recorrió Petro de elección en elección, de urna en urna, de campaña en campaña (políticas, no militares), plantea un enorme contraste con la lucha armada que simultáneamente libraban las Farc (antes de desmovilizarse), el Eln y otros grupos que a la postre se degradaron a bandas dedicadas al narcotráfico, sin ninguna opción (ni vocación) de poder. 

El contraste del ajetreo político del nuevo presidente de Colombia resulta abismalmente diferente frente al reguero de víctimas que dejaron quienes, con el mismo objetivo, se enfrentaron al Estado y quisieron llegar al poder por la vía de las armas. Entre 1958 y octubre de 2020 hubo 357.108 hechos violentos, que dejaron en ese periodo 416.808 víctimas directas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Mucha de esa violencia debió estar altamente contaminada por el narcotráfico.

El Sistema de Información de Eventos de Violencia del Conflicto Armado Colombiano (Sievcac), del Observatorio de la Memoria y el Conflicto (OMC), por su parte, documentó 11 modalidades de violencia en el marco del conflicto armado: el asesinato selectivo dejó 179.551 muertos; la desaparición forzada, 80.599 víctimas, de las cuales 8.248 aparecieron muertas y 1.793 vivas (de 58.951 víctimas no hay información adicional a su desaparición y 11.607 siguen desaparecidas). 

A esas modalidades les siguen las acciones bélicas (10,23 % de los hechos violentos), los secuestros (8,72 %), el daño a bienes civiles (5,9 %), el reclutamiento de menores (4,7 %), la violencia sexual (4,3 %), las minas antipersona (2,6 %), las masacres (1,2 %) y el ataque a poblaciones (0,1%) y los atentados terroristas (0,1%).

Los señores de la guerra terminan muertos

Los autores de esos actos violentos se perdieron en las dinámicas del conflicto armado, y muchos de los que se levantaron como señores de la guerra reinaron, pero fueron cayendo sucesivamente absorbidos por el vórtice mismo de la violencia. Como botones de muestra se pueden señalar los casos de los jefes del M-19 donde militó Petro, empezando por Jaime Bateman Cayón —a quien Petro asegura no haber conocido—, fundador de esa guerrilla muerto en un accidente aéreo, aunque también se asegura que se trató de un asesinato.

Le siguieron Carlos Toledo Plata, asesinado en Bucaramanga; Iván Marino Ospina (padre del actual alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina), abatido en un operativo del Ejército en la capital del Valle; Álvaro Fayad Delgado, abatido también por la Policía en Bogotá; Gustavo Arias, abatido en Medellín; y Andrés Almarales, comandante de la sangrienta toma al Palacio de Justicia, en la que murieron los también jefes de esa guerrilla Luis Otero y Alfonso Jacquin.

En la vorágine de la violencia también sucumbió el primer candidato presidencial del M-19 (ya desmovilizado), Carlos Pizarro Leongómez, padre de la hoy senadora electa María José Pizarro. Esa candidatura malograda y esa vida truncada hicieron parte del terrible costo en sangre que se ha tenido que pagar para superar el conflicto.

Petro empezó ese recorrido, pero corrigió y optó por la lucha civilizada, en un contexto favorecido por las garantías de la Constitución de 1991 y en medio de otras circunstancias. Hoy se enfunda la banda de presidente de la República de Colombia —algo que debieron soñar los jefes guerrilleros muertos—, sin haber disparado un solo tiro (salvo el que él reconoció que hizo cuando niño, de manera accidental, con un revólver).

El nuevo mandatario de los colombianos, como ya lo han hecho otros en el continente, le echa una palada más de tierra al féretro donde yace el viejo argumento de que la lucha armada es la única vía para llegar al poder.