Hay quienes dicen que las melodías también son bienes producidos como mercancía, y si lo vemos así, Misael Reyes comercializa con la música. Tiene un local ubicado en Cajicá, que comparte con su esposa Blanca Aurora Galeano, y ahí, en las tardes, sale a comprar tinto con pan pera en la panadería de al lado.

Ahí le oímos decir que “la música, si no hay quién la escuche, no significa nada”. De un mueble viejo pero bien conservado que tienen, se asoma, a todo volumen, un televisor pantalla plana donde ven el noticiero. Al fondo, huele a químicos y a cable quemado. Se escuchan las flotas que pasan al frente de la avenida. Y Juan Martín, de 11 años, cuenta que un día su abuelo le dio un chip con un alambre en espiral para ponerlo a prueba. En dos minutos aprendió, por primera vez, a soldar.  

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En el barrio Las Cruces, en Bogotá, en el turno de las 8:00 a. m., Reyes trabajaba, con 17 años, como cartero en el Ministerio de Comunicaciones. Por su uniforme, sus amigos lo conocían como “el policía”. Ahora, con 81 años, Blanca le dice “el negro”. Blanca y el negro, como estos opuestos, se complementan.

Ella cuenta que hay que repetirle todo varias veces para que escuche, porque los altos decibeles de ruido al arreglar rocolas le afectaron la audición. Aún así, don Misael, como también le dicen sus conocidos, prefiere escuchar, más que hablar. Recibe el sol en una silla de oficina de rodachines negra, afuera del local. Hace el crucigrama con sus gafas de aumento, mientras carga el celular que solo usa para recibir llamadas y jugar solitario. Tiene un aire a los personajes mexicanos de la época de oro: “a Cantinflas se parece mucho”, explica Blanca, “porque habla y se rasca la cabeza cuando no encuentra la palabra exacta que quiere usar”.  

Álvaro Rodríguez fue su primer maestro reparador de rocolas que Reyes conoció, un hombre que iba cargando maletines pesados llenos de destornilladores, lubricantes, cortafríos y llaves Brístol, y él lo observaba durante las reparaciones. Aprendió mirándolo. Y así comenzó su travesía en este oficio. Cali, Bucaramanga, Barranca, Medellín, La Guajira y Venezuela fueron de sus destinos favoritos. No pasaba más de un año en el mismo lugar. Era un “pataperro”, dice Blanca. Y en ese tiempo conoció a Jorge Rincón. “Si él puede atenderlo a uno y resolver problemas, lo hace”, dice Rincón sobre Reyes. “Tiene un carácter parejito, un restaurador impecable en sus trabajos en todo sentido de la palabra”.    

En su taller tiene cuadernos y notas con letra cursiva, y libros en inglés, aunque solo sabe español, como Wurlitzer Jukeboxes and other nice things, second edition. Wurlitzer, Seeburq, Ami, son de las marcas que reparó. Estas máquinas miden metro y medio; sin embargo, en los años treinta, como se lee en el libro Complete Identification Guide to the Wurlitzer Jukeboxes, había tocadiscos automáticos que no eran más grandes que las cajas registradoras, plantados junto a los mostradores, por la falta de espacio. Reyes estudió modelos y aprendió de tipos. Los monofónicos, que venían en acetato de diámetros distintos, tenían 45 o 78 revoluciones por minuto y contaban con selecciones que iban de las doce hasta las doscientas canciones. El segundo tipo, los estéreos, eran con CDs. Y hace menos de 20 años que llegaron los de computador, con pantalla.  

Negocio y rentabilidad de las rocolas 

Según el libro Made in Latin America: Studies in Popular Music, existen distintos tipos de música para la clase trabajadora y popular, y que se incluyen en todas las rocolas, pero entre ellas destacan las relacionadas con la embriaguez y el amor no correspondido. También se cuenta que durante la época de la ley seca, en los Estados Unidos de los años veinte, en las tabernas clandestinas, conocidas como speakeasy, instalaron por primera vez estas máquinas. Allí predominaban los clientes de raza negra, que las frecuentaban después del trabajo en los campos de yute del Sur, para escuchar, por un níquel, canciones de Billie Holliday y Louis Armstrong. En las emisoras de radio, todas ellas, eran propiedad de los blancos.   

Misael Reyes cuenta que aquí, cuando llegaba a las tabernas, le ofrecían cerveza. Pero él asegura que “el trago hace bestialidades”, y comenta que las rocolas, de hecho, disminuyeron las peleas entre los clientes: “Llegaban al lugar, elegían la canción y sí o sí respetaban el turno de acuerdo al orden que marcaba la rocola. Era práctico, le permitía al dueño del establecimiento ganar el 25% y a él, como restaurador, el 75%. Lograba ganancias de $400.000/$500.000 al mes”.   

Un legado para la posteridad 

Algunos de sus amigos –Baygón, Pelusa, Mellizo, Pote y Yerbabuena, como se llamaban entre ellos–, se han ido retirando del negocio, a excepción de José Renan Ballesteros, quien conoce a Misael desde hace 50 años y sigue en el negocio, igual que Reyes. Ballesteros cuenta que el trabajo de reparar rocolas ha disminuido desde hace diez años, porque ya casi no llegan rocolas. Pero el sector rockolero, como ellos lo llaman, ha cruzado esta y otras dificultades.

Según la investigación La magia de la rockola: lenguajes e identidades de la música popular, este género musical se creía vinculado a la depresión. Pero los restauradores, paradójicamente, son personas alegres, vitales y hasta famosos, y su labor, más que reparar, ha sido conservar el valor sentimental y comercial detrás de cada una de estas máquinas. El deleite por su trabajo es lo que los une. Sienten verdadera pasión por devolver la pieza a su estado original, como dice Carlos Eduardo García, anticuario que trabaja en una tienda de antigüedades en Tabio.  

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Es, de hecho, una profesión que se transmite de generación en generación. “Como los Rincón”, dice García: “A medida que van muriendo, sus descendientes se quedan con el negocio. Es una profesión hereditaria. Casi todas las familias lo continúan. Ven que el papá gana buena plata y entonces el hijo también quiere hacer su trabajo”. Junior, como le dice la familia al hijo de Misael Reyes, es un ejemplo. Lo acompañó todos estos años en el negocio arreglando y arrendando las rockolas a suizos, franceses y holandeses. Por cada rocola ganaban entre trescientos y ochocientos mil pesos colombianos. El considera que su padre ha preservado las rockolas para que futuras generaciones las conozcan: “Él le ha enseñado con infinita paciencia a muchas personas jóvenes cuando estaban empezando a trabajar y no sabían mayor cosa”. Y enseñar, además de reparar, es su forma de transmitir esa pasión que lo ha acompañado toda su vida. 

Misael Reyes se recuesta en su silla y cruza sus manos, como quien espera más preguntas, y cuenta que la última vez que arregló una rocola fue hace mes y medio en una casa en la 13 con calle 76, donde ahora usan el aparato como decoración. Hay nostalgia entre el gremio por la consolidación de la era digital también en lo musical, pero si se piensa dos veces, la música a la carta que consumimos hoy en plataformas como Spotify tiene su antecedente, precisamente, en las rockolas, donde también elegíamos las canciones y en qué orden escucharlas. El tiempo ha archivado dispositivos como el fonógrafo, los casetes, los walkmans y hasta los Ipods. Pero, a pesar de todo, en el mundo tendrían que acabarse las antigüedades para que no haya restauradores. Así sea por pura nostalgia del pasado, a las rockolas todavía les queda mucho por tocar.  

Por: Laura Valentina Cuevas Santamaría.

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.