Esta masacre dejó cuatro víctimas mortales, entre ellas, tres pertenecían a la Unión Patriótica: el alcalde electo, William Ocampo Castaño; su antecesora, María Mercedes Méndez, y Rosa Peña, tesorera municipal. Pero hubo una víctima de la que nunca se habló, Ernesto Sarralde, mi tío.
El teléfono empezó a sonar. Mi abuela, Rosalba Escobar, casi nunca atendía las llamadas, pero justo ese miércoles de 1992, lo hizo. Cuando contestó, escuchó una voz masculina agitada y acelerada, que le dijo: “¡Señora! ¡señora!, lamento tener que decirle esto así, pero mataron a su hijo Ernesto. Su cuerpo está en la gobernación de Villavicencio, venga mañana por él, por ahora no le puedo decir más”. El hombre colgó. Así, sin dar más detalles.
Las lágrimas no paraban de caer del rostro de mi abuela. Esta noticia hizo que su corazón palpitara con rapidez y sus manos empezaran a temblar. Fue así como dejó caer el teléfono y el ruido que esto ocasionó hizo que mi abuelo, José Sarralde, bajara.
“Mijo, se llevaron a nuestro hijo…”, le gritó a mi abuelo con la voz entrecortada, “…lo mataron, lo mataron, es que ¡lo mataron!”.
Tan inesperadamente murió, que nunca lo conocí. Lo que sé, lo sé por lo que mis tíos, mi papá y mis abuelos me han contado. A Ernesto lo conocían por pasar mucho tiempo con sus amigos, salía casi todos los fines de semana con ellos, pero nunca dejaba de lado a su familia. En toda reunión familiar o paseo que había, él siempre estaba ahí. Si le tocaba dormir en el piso, en el cuarto más pequeño o tener que aguantar frío, él lo hacía sin ningún problema.
Era el cuarto entre ocho hermanos y toda su infancia la vivió con su familia en una casa de dos pisos en Chapinero, con seis habitaciones y dos patios. Esta casa sí la pude conocer y cada que entraba me sentía como en un castillo de lo grande que era. Allí mi tío los perseguía, les quitaba sus juguetes, corría por todos lados, jugaba con el barro de los patios, se pasaba brincando de lado a lado en la casa. Era como un terremoto, no se quedaba quieto.
“Mi mamá le mandó a contar los huevos una vez, y mientras los contaba, los estrelló contra el piso”, suspiró mi papá, Jorge Sarralde: “Ay… definitivamente, era una ‘caspa’”.
Por lo que me cuentan, a mi tío le gustaba ponerse retos y cumplir sus sueños. Empezó a estudiar ingeniería civil, pero al octavo semestre se retiró. Quiso estudiar otra carrera y ahí comenzó a trabajar día y noche como plomero y electricista dentro de apartamentos. Así consiguió la plata para pagarse la carrera que en verdad quería, la carrera de sus sueños, Zootecnia.
Se casó a los 27 años con Elsa Ahumada. Tuvo a mi prima Viviana y a mi primo Daniel.
La verdad es que nunca me he tomado el atrevimiento de hablar con mis primos sobre su papá, pues siempre han sido muy reservados con ese tema. De hecho, de mi familia, son a los únicos que nunca he escuchado hablar de Ernesto. Lo que mi papá me ha contado es que mi tío trabajaba día y noche para darles estudio y un lugar donde vivir, tanto así, que a veces seguía trabajando como plomero y electricista. Pero mis primos no fueron motivo suficiente para mantener su relación con Elsa y a los 10 años de matrimonio, se divorciaron.
Apenas se separó se fue a vivir a la casa de mis abuelos. Como quien dice, fue a pasar su último año de vida con ellos, lo que nadie sabía es que esa era su despedida. Vivir bajo el techo de sus padres no hizo que él dejara de lado su responsabilidad como papá y cada mes les mandaba dinero a mis primos y los visitaba los fines de semana.
Los recursos los conseguía porque estaba trabajando en Ecopetrol, donde lo enviaban a pueblos colombianos a enseñarles a los campesinos a cultivar. En sus últimos meses de vida estuvo trabajando en El Castillo, Meta, y ahí dormía entre semana.
También, de vez en cuando, para ganarse unos pesos de más, cuidaba exámenes del Icfes en Bogotá o donde lo necesitaran. Un día lo llamaron de la gobernación del Meta para que cuidara los exámenes de Icfes en Villavicencio. Y él, por ganarse una plata extra, no se negó. Agarró la ropa necesaria, sin más ni menos, se dirigió de El Castillo a la Alcaldía de Villavicencio.
Eran un poco más de las 11 de la mañana cuando ya había entregado los papeles correspondientes para poder trabajar allí. La temperatura rondaba los 29 grados centígrados. Es así como mi papá empieza a narrarme cómo sucedieron las cosas, con la voz entrecortada y los ojos aguados. Todo comenzó cuando mi tío, en la salida de la Alcaldía de Villavicencio, se encontró con algunos miembros de la Unión Patriótica de El Castillo, en ese entonces partido político que había surgido por el proceso de paz entre las Farc-EP y el presidente de aquel entonces, Belisario Betancur. Entre esos estaba la exalcaldesa, María Mercedes Méndez; el alcalde electo, William Ocampo Castaño; el personero, Wilson Pardo y Rosa Peña, tesorera municipal, quienes se dirigían a El Castillo y le ofrecieron un puesto en el carro a mi tío, quien no dudó en aceptarlo.
El resto de la historia la conocí por mi tío José Manuel Sarralde. En las reuniones familiares, casi siempre con tragos demás, suele acercarse a mis primos y a mí y nos cuenta esta historia con una mirada caída y con la voz tan quebrada, que hace que se sienta ese dolor como si fuera uno quien vivió ese momento. Es que, aunque nunca conocí a mi tío, y nunca lo conoceré, el corazón se me arruga de tan solo pensar que alguien de mi familia muriera así.
“Un hombre vestido con uniforme militar apareció en la mitad de la carretera y detuvo el carro”, así comenzó a contarme mi tío lo demás. Nadie sabe exactamente qué pasó. Empezaron a bajar hombres armados, que después se supo eran paramilitares al mando de Manuel de Jesús Pirabán, alias ‘Pirata’. Fueron los disparos intermitentes, o eso se cree, los que causaron la muerte de la exalcaldesa, el Alcalde, la tesorera, el conductor y mi tío Ernesto. Solo uno sobrevivió, William Ocampo, el personero.
Nadie en mi familia se imaginó que con 38 años mi tío Ernesto iba a morir y mucho menos, asesinado.
“Juemadre vida, una cosa es que uno tenga una enfermedad, pero que te maten… ¿que te maten a tu hermanito del alma?”, exclamó mi tío José Manuel, “carajo, eso si que no lo veía venir tan rápido”.
En el entierro, mientras llevaban el ataúd, mis tíos empezaron a escuchar un ruido. Se detuvieron y decidieron abrirlo. Al hacerlo, se dieron cuenta de que mi tío Ernesto no tenía piernas ni brazos y que alguien había puesto piedras para hacer peso. No se sabe qué ni cómo pasó eso, pero sí, además de asesinado, estaba masacrado. “Verlo así me abrió una herida en el corazón que nunca sanará, es que no me quiero ni imaginar cómo le hicieron eso”, expresó otro de mis tíos, Juan Pablo Sarralde, y concluye: “nadie en esta vida merece algo así, ¡nadie!”.
Pese a que fue un hecho que en mi familia nadie quiere que se repita, siempre será recordado. De hecho, hay algo en particular que hace que siga en la memoria de nuestra familia y es Rocío Dúrcal. Sí, así es, la cantante española. Mi papá me contó que Ernesto se la pasaba escuchando su música, se sabía todas las canciones y su favorita era ‘Amor Eterno’.
Como quisiera, ay
Que tú vivieras
Que tus ojitos jamás se hubieran
Cerrado nunca
Es así, con estas estrofas, que vi por primera vez a mi papá llorar por mi tío. Son letras que siempre le recordarán que su hermano nunca volverá. Y aunque nos gustaría pensar que su muerte no pasó desapercibida, basta con leer algunas publicaciones de medios nacionales para ver que ni siquiera pudieron escribir bien su apellido. Escribieron ‘Saralde’ o ‘Zaralde’ y, además, solo mencionaron que era funcionario de la Unidad Municipal de Asistencia Técnica, sin dar más detalles.
Pero ¿realmente era solo un funcionario? Fue más que eso, fue una víctima del conflicto armado en Colombia, una de esas víctimas de las que casi nunca se habla solo porque no ocupaba un cargo alto en la política ni era famoso. Era una persona que trabajaba en el día y en la noche para darles lo mejor a sus hijos, era un hombre que, aunque salía mucho con sus amigos, siempre compartía tiempo con su familia. Sí, era un persona común y corriente, pero fue víctima de algo a lo que no estaba involucrado. El 3 de junio de 1992 fue mi tío quien murió y hasta hoy, ¿cuántos inocentes más tendrán que morir?
Autor: Sofía Sarralde Peña, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de la Sabana.
*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.
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