Sí, es una contradicción, de los mismos creadores de “palo porque bogas y palo porque no bogas”. O “malo si sí, malo si no, ni preguntes (ya no soy yo, fuera de mí es que me tienes)”. Las contradicciones ocurren todo el tiempo: cuando reniego de los ‘influencers’, pero en el fondo me gustaría ser uno; cuando critico a mi mamá por comer mucho, pero me molesta que alguien se burle de mi plato repleto de arroz y de las papas cayéndose porque no caben; cuando me río de la superficialidad de alguien, pero en las noches veo a escondidas videos de “10 razones por las que los hombres viven menos que las mujeres” (“la número 9 no te la vas a creer”).

Ser jefe encargado significa más horas de trabajo, más reuniones, más correos que hay que revisar y más correos que deben contestarse. Más mensajes que arrancan diciendo “Estimados (dos puntos)… Adjunto la información solicitada”, cuando lo honesto sería poner “Desgraciados (dos puntos), o “Esclavos (dos puntos)”, o “Infelices (dos puntos)”, o “Pusilánimes incapaces de perseguir sus sueños y entregarlo todo a cambio de pinches 57 millones de pesos mensuales (dos puntos)… Adjunto la información solicitada”.

El final de todas esas comunicaciones también habría que cambiarlo por algo más genuino que “Saludos!”. No son ni capaces de ponerle el signo de apertura, así: “¡Saludos!”. Además, ¿a cuento de qué terminan una conversación saludando y en plural? Es como si uno empezara un diálogo despidiéndose: “Chaos! (dos puntos)”, o “Hasta luegos (dos puntos)!”, o “Nos vémoses (dos puntos)!”, o “Hasta núncases, partida de mentecatos sin más aspiración en la vida que conservar sus pinches puestos de trabajo a pesar de que despotriquen todos los días de las cosas que tienen que hacer (dos puntos)… Adjunto la información solicitada”.

Dizque “Saludos!”. Lo genuino sería escribir al final de un correo “¡Ábranse!”, o “¡Púdranse!”, o “Suerte… ¡y muerte!”, o “Espero haber sido claro, para que no contesten a este mensaje preguntando babosadas que ya dije o cosas que podrían buscar en Google, perezosos asalariados, cobardes que se hacen en los pantalones de solo pensar en salirse de la zona de confort que les da este sueldito de pacotilla… P.D. ¡Ya consignaron!”.

Ser jefe (e) también significa conflictos con los compañeros de trabajo, con aquellos negados a reconocer la autoridad de ese director que no es director; ese “jefecillo” temporal que no va a venir a mandarme a mí, que llevo más en esta empresa y a la que le he entregado los últimos años de mi mediocre y prescindible vida.

Siempre corro los 5 o los 10 centímetros adicionales

Ser “el encargado” me recuerda a cuando fui domiciliario en una tienda de barrio. De vez en cuando me dejaban estar al frente del mostrador y hasta me permitían manejar la caja. Pero luego el administrador volvía del almuerzo y me tocaba subirme otra vez a la bicicletica sin cambios en la que llevaba los pedidos, con la canastica sucia, untada de leche y azúcar. El otro domiciliario, resentido ese, se dirigía a mí con esa sonrisa morronga de Monalisa: “Vaya rápido, antes de que llueva… ‘Jefe’”.

Era mejor eso que nada. Me gustaba la sensación de autoridad, aunque fuera pasajera. Disfrutaba estar del otro lado, moviendo los hilos de la tienda: coordinando los domicilios, manejando la libreta y el esfero (me lo ponía en la oreja, empoderado, seguro de mí mismo). Accedía a los botones de la caja registradora con el privilegio de quien opera códigos nucleares. Y sí, me gustaban también los excesos e indelicadezas propias de los que llegan a la cima y nadie les puede decir nada: me comía un dulce sin pagarlo y en frente de todos; hacía llamadas personales; le regalaba una empanada a la niña que me gustaba. Corrupción en su mínima expresión.

Desde entonces me indigna que dejen encargado a otro, sabiendo que yo siempre corro los 5 o los 10 centímetros adicionales. Alguien dirá que es poco, pero es más que los demás. Nunca me desconecto de la oficina antes de las 5:38 p. m. y sagradamente aparezco antes que el jefe, a las 8:52 a. m. No me gusta ser liderado por los mediocres, cuando ese mediocre que lidera puedo ser yo. No me gusta que otro, un poquito menos capacitado, me diga qué hacer. No me gusta que otro aparecido pueda pensar, sin decirlo: “El jefe confía más en mí”. Sapo, lambericas, Hassan de tienda, tipejo peludo.

De solo pensarlo me abrazo a la idea de ser el jefe (e), que quiere decir “jefe encargado”, aunque bien podría significar “jefe efímero” o “esporádico”, pero también “jefe extraordinario”, “excepcional”, “excéntrico”, “espectacular”, “exquisito”, “elicioso”, “ermoso”, “ello”. Y así poder escribir correos  laborales de ensueño: “Estimados pusilánimes (dos puntos). ‘Chaos’. Estoy aquí para sumar, para ser uno más, pero siendo yo el que les da instrucciones a los demás. Esa es la gracia. No me digan ‘jefe’. No sean bobitos, babosos, zoquetes… Llámenme “líder supremo”. Lo único que pido es que sean un poquito menos mediocres, que den el 100,1 por ciento. Gánense el sueldito, gente sin aspiraciones. Perezosos. De antemano, gracias por su trabajo apenas justo, sin ser nada del otro mundo. Suerte… ¡y muerte! P.D. ¡Ya consignaron!”.

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La próxima, el miércoles 12 de agosto: “¿Puedo ser feminista sin volverme una ‘nena popó’?”.

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