Pretende que yo coma en estrictos horarios el desayuno (8 am), el almuerzo (12 m), la merienda (4 pm) y la cena (7 pm). Dice que es por mi bien, pero yo sé que no es verdad. Sé que quiere imponerme esas horas para su comodidad, para que él pueda organizarse mejor y yo interrumpa lo menos posible su día.

Lo peor es que, el muy sinvergüenza, pica todo el día. Lo he visto comer galletas entre el desayuno y el almuerzo, pan con chocolate antes de su inalterable merienda de gaseosa y papas de paquete. En las noches, luego de haber cenado, el muy descarado se desliza a hurtadillas en la cocina para zamparse un último bocado: una arepa, un trozo de salchichón, una tajada de ponqué.

Pero si yo quiero comer fuera de las horas establecidas, qué problema. “Él tiene que aprender”, dice el pícaro de mi padre, aún con boronas alrededor de la boca. “No lo podemos ‘malacostumbrar’”, reafirma masticando una chocolatina. “Si lo dejamos picar entre comidas, después ni desayuna, ni almuerza, ni cena con juicio”. Como si su alimentación desordenada le impidiera a él tragar de la manera que lo hace.

Mi mamá, afortunadamente, le replica: “Pero si es un bebé. No le podemos exigir como a un adulto. Si llora y tiene hambre, hay que darle tetero. Punto”.

Expresar lo que uno siente no es fácil ni para un adulto

Tengo seis meses de nacido. Mi padre se molesta cuando boto comida al suelo, pero a él, que tiene 35 años, todavía hay días en los que se le caen las cosas. Nadie le reprocha eso. Nadie tuerce los ojos cuando él, que lleva en este mundo 35 años más que yo, hace un reguero sobre la mesa.

Se desespera más cuando lloro desconsoladamente. No sabe qué hacer conmigo. Aunque primero me carga con paciencia, la va perdiendo poco a poco, empieza a zarandearme y a recriminarme como si yo ya fuera un ser consciente: “¡Qué pasa! […] ¡Qué tienes! […] ¡Qué quieres!”. La respuesta que siempre le doy a cada pregunta es: “No sé! […] ¡No sé! […] ¡No sé!”. Es la verdad: no sé. No es que yo piense: “Hace rato no oigo a mi papá y mi mamá. Voy a llorar muy agudo para joderles la vida. Sí, eso haré. ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Vengan acá, par de miserables! ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Me encanta sacarlos de quicio con mi llanto! ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Ñaah! ¡Me priva verlos impotentes y sin esperanzas!”.

Aún estoy entendiendo esta nueva vida por fuera del útero. Aún estoy en el proceso de comprender mi cuerpo, mis sentidos y mi manera de expresar lo que siento. Si tengo un retorcijón, hambre, sueño o lo que sea, la única manera que tengo para manifestarlo es llorando. No tengo de otra.

En mi defensa diré que expresar lo que uno siente no es fácil ni para un adulto. He visto en varias ocasiones a mi papá y mi mamá molestos o irritados, sin que ellos mismos puedan manifestar fluidamente qué tienen.

Cuando mi papá le pregunta a mi mamá: “¿Te pasa algo”, mi madre usualmente contesta: “Nada”, aunque es evidente que ella sabe perfectamente qué es lo que la tiene enojada (un cliché ampliamente difundido cuando se habla de mujeres). En cambio, cuando mi mamá le pregunta lo mismo a mi papá, muchas veces él se queda pensando, aún con el ceño fruncido, y finalmente contesta con genuina confusión: “No sé…”. Él dice la verdad (como yo). Es consciente de su mal genio, pero no recuerda por qué está así.

Me he dado cuenta que esa es una diferencia fundamental entre padres y madres. Las madres se preocupan por sentir y entender al bebé. “¿Será que es la barriga?”, dicen mientras nos soban el vientre. “¿Será que tienes hambre?”, indagan sin dejar de abrazarnos. “¿Será que tu papá es un cabrón y yo me equivoqué?”, preguntan viendo a sus maridos a los ojos.

Los padres, en cambio, no se preocupan por entender, sino por hacer: “Si es la barriga, salgo ya mismo a comprar un remedio […] Si es hambre, yo le preparo el tetero de inmediato […] Si soy un cabrón., ¡pues me voy! ¡Me voy! ¡Si no sirvo, pues no estorbo!”.

El peor escenario es cuando la mamá no sabe qué pasa. En esos casos el papá es un hombre sin rumbo, sin propósito en la vida. Recuerdo una de mis primeras noches en este mundo. Yo estaba llorando, desconsolado. Gritaba: “¡No sé que tengo!”. Mi madre lloraba también y decía: “¡No sé qué tienes!”. Mi papá, sin llorar pero confundido, gritaba: “¡No sé qué hacer!”.

“El niño tiene que aprender a dormir con ruido”… Hágame el favor

Donde más nos enredamos todos es con el sueño. Es toda una ciencia que los tres seguimos descubriendo. Un bebé, como yo, necesita dormir entre 12 y 13 horas al día, con dos siestas, una en la mañana y otra en la tarde, ajustando el ambiente para facilitar las cosas, bajando la intensidad de la luz, anulando distractores que puedan estimular en vez de apaciguar, como juguetes o conversaciones de adultos.

Mis padres, además, deben estar pendientes de ayudarme a dormir tan pronto yo dé unas señales de cansancio, pero si no calculan bien, y se pasan de frenada, todo se puede joder porque me puedo ‘sobrefatigar’ y en ese caso no soy capaz de dormirme ni viendo la transmisión de una procesión en Semana Santa.

Mi papá (que, por si no lo he dicho de manera suficiente, es un caradura) dice con desfachatez: “El niño tiene que aprender a dormir con ruido”. Hágame el favor. Mi papá… el que se queja de las conversaciones de los vecinos en las noches, pues las oye a través de la pared que da justo a la cabecera de su cama. Mi papá… el que los viernes sufre con las rumbas de los otros edificios. Mi papá… el que no soporta los ladridos del perro de al lado… que le cuesta empezar a dormirse si todavía hay una luz prendida por ahí… viene ahora a decir con semejante descaro que yo tengo que aprender a dormir con bulla.

¡Yo sí que he aprendido a dormir así! Con los madrazos que lanza mi papá cuando pierde jugando en el PlayStation, o con los ronquidos de animal moribundo que lanza a distintas horas de la noche, o con esa vozarrón de abuelo sordo que usa cuando habla por teléfono.

Hay que ver el rabo de paja que se gasta. Pero diré algo en su defensa: esto también es nuevo para él. Aún le cuesta asumir y entender el cambio en su vida. Él sabe que hay cosas que hace mal, pero no sabe exactamente cuáles son esas cosas. Él no sabe que es un hipócrita. Ya se enterará.

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 26 de diciembre: ‘La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés’.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

‘Ser ateo es más difícil en las vacas flacas’

‘Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea’

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