No solo hay que pensar en lo que se dice, sino el orden en el que se dice, la actitud, las pausas dramáticas, los gestos y movimientos corporales: “Este es el tema del que voy a hablar y esta es la idea que quiero plantear; empiezo por acá, digo primero tal cosa, me hago el misterioso, pongo cara así, me paro asá, miro allí”. Así me tocaba planear a mí, y así sigo planeando, pero esta vez para probar material de comedia.
Lo más seguro es que salga mal; que nadie suelte una carcajada (igual que antes nadie me lo soltaba). Y entonces, hay que volver a planear: “Mantengo el tema, pero mejor paso esto para más adelante, empiezo con lo otro, ahora me paro así, la mirada allá… Listo… vamos otra vez”.
Después de intentarlo cinco o seis veces, hacer ajustes, pulir, editar, peluquear, vuelvo a pararme (en una tarima) y veo que la gente, una vez más, no se ríe. Me lo tomo con tranquilidad, desapego y ponderación: “Debería hacer algo más productivo, como irme al Amazonas, no para salvar la selva, ¡sino para quemarme con ella!”.
Hacer comedia ha sido de todo, menos chistoso. Es un proceso serio, angustiante, frustrante y decepcionante (ver columna anterior). Requiere de muchísimo trabajo. Tardo horas escribiendo o reescribiendo una rutina, dudando del tema, ensayando en voz alta, compartiendo las ideas con otros comediantes y, luego, yendo a los “open mics” (espacios de comedia donde se prueba el material frente a un público que va más a comer y a beber que a ver “stand-up”), solo para confirmar la gran mayoría de veces que el material aún no es bueno.
En promedio, me paro en tarima una vez a la semana. Significa que voy a paso de tortuga. Hay que probar muchas más veces para, finalmente, dar con una idea sintetizada y el orden correcto de las palabras, además de encontrar la mejor manera de entonarlas e interpretarlas con el cuerpo.
Un comediante feo, dientón y con Tourette… que sabe “persuadir”
En el centro de Bogotá, en un lugar llamado Smoking Molly, cada martes hay un espacio de comedia bautizado como “Toma tu tomate”. También se le dice “El tomatadero”. Al público le dan pelotas de plástico que simbolizan tomates. Cada comediante tiene un minuto y medio para ganarse a la gente. Durante ese lapso, nadie puede lanzar su pelota. Pero, cumplidos los 90 segundos de inmunidad la gente decide si baja al comediante a “tomatazos”. Menos mal el sexo no funciona así.
He estado cinco veces. Las dos primeras me llovieron pelotas de plástico tan pronto se cumplió el minuto y medio (he aquí el video ilustrando una de las tomatinas). En la tercera y la cuarta me bajaron antes del minuto cuatro.
En una de esas ocasiones, acudió uno de los comediantes que más me causa admiración y curiosidad (casi morbo): Camilo Sánchez. Es menudo y dientón, de unos 23 años. Feo, feo, feo. Padece síndrome de Tourette, un trastorno neurológico que provoca exagerados tics. Tiene, en particular, un movimiento brusco, hacia atrás, de su hombro derecho. Imagine a ese amigo peleonero que da un paso adelante para buscar camorra, uno intenta agarrarlo pero él se zafa corriendo el hombro. Así lo mueve él (el hombro), sin parar.
Con absoluta seguridad, Sánchez ha tenido más sexo que yo a mis 36 años. El tipo —menudo, dientón y con Tourette— sabe de qué hablar, por dónde empezar, dónde hacer las pausas… O sea, sabe hacer reír. El año pasado ganó la final de Sábados Felices, hizo una gira nacional con su show de comedia y es cocreador de un canal de YouTube —muy popular entre jóvenes— llamado “Con ánimo de ofender”.
Esa noche, mientras yo fui tomateado, él sacó carcajadas del público. Al final, mientras todos comíamos de a media hamburguesa (lo que gana uno por ir a probar material), le pregunté: ¿Cuántas veces se está parando usted a la semana en una tarima? “Cinco veces. Si se puede, seis”.
Cuando se fracasa en una noche de comedia, se siente el impulso de responsabilizar al público
La primera vez que vi a Sánchez fue a principios de año, en otro espacio llamado “Comedia en Chapines”, en 1937 Gastro Pub. Esa noche la recuerdo fatal para quienes nos subimos a tener cinco minutos de mucha incomodidad, porque nuestras rutinas no hicieron reír al poco público que había, ni a los comediantes que también estaban de espectadores. Pues el dientón se subió, voleando el hombro derecho, e hizo carcajear a unas mesas que parecían negadas a divertirse.
Cuando se fracasa en una noche de comedia, se siente el impulso de justificar el mal momento, responsabilizando al público por su falta de ánimo (“Ese público está muy raro”). De otra parte, hay quienes dicen que aquellos con vidas miserables tienen mejores posibilidades de ser buenos en el “stand-up comedy”, porque es un género que se alimenta de vivencias personales, de los dramas y demonios que llevamos por dentro. Hay quien sugiere que Camilo Sánchez es bueno porque tiene Tourette (“Es que con Tourette, hacer reír es más fácil”).
Creo otra cosa. Si un comediante se para cinco veces a la semana frente a un público, a ensayar y a ajustar su material, significa que en seis meses lo habrá hecho un total de 130 veces. Si yo solo me paro una vez por semana, alcanzar la misma experiencia me tomaría dos años y medio. Ni el público es responsable de mi rutina débil, ni hace falta vivir una tragedia personal para ser bueno.
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La próxima, el miércoles 11 de septiembre: “Yo también fui un periodista que gorreaba desayuno en ruedas de prensa”.
Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:
Primera parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público
“¿Cómo sería una red social en la que compartiéramos nuestros estados reales y antisexis?”
“Endiosamos a nuestros padres y con los años nos damos cuenta de que son humanos”
“Me la paso compitiendo con mi esposa aunque ella no lo sabe”
“¿A cuento de qué tengo que salir de la zona de confort si tanto luché para llegar a ella?
“Propuesta al mundo mundial: revaluemos los piropos”
“Las manos son como un par de hijas: a una se le exige y sale adelante, la otra…”
“Carta abierta de un aficionado al Play Station”
“Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo”
“Nadie me contó que uno también termina con los amigos”
“Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré”
“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”
“Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos”
“Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”
“No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta”
“Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram”
“La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés”
“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas”
“Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea”
*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
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