Yo me doy golpecitos en la espalda y pienso: “Pobres. No conocen el amor verdadero… no conocen el amor que se tiene por un hijo”. Ellos siguen su camino, con una sonrisa detestable en sus bocas, dándose piquitos zalameros que después los conducirán a un sexo increíble pero sin sentido. Qué asco. Qué triste. Sus vidas están vacías. Simplemente no lo saben. Son infelices y no tienen idea.

Y mientras fantaseo con su infelicidad, mi ‘amor verdadero’ estalla en llanto. Tiene hambre. Son las 6:30 de la tarde y debí haberle dado de comer a las 6 pm. Busco donde sentarme. Saco su cena de la pañalera. No sé dónde poner la cuchara y la coquita mientras lo bajo del coche. Guardo otra vez la cuchara y la coquita para evitar que se contaminen con algún germen por ahí. Le quito el cinturón al desconsolado bebé y lo acomodo en una de mis piernas. Saco otra vez la cuchara y la coquita. Lo miro a los ojos, lleno de amor. “Qué bendición tan grande”, pienso. Él me mira con furia y manotea. La papilla nos cae encima a ambos. Las galletas terminan en el suelo. El yogur me deja las manos ‘pegachentas’. Mi hijo no para de berrear. En breve no solo tendrá hambre sino que también le dará sueño. Una mezcla ligeramente inconveniente. Un niño con sueño no come. Y con hambre no duerme. Va a seguir berreando a lo grande. Soy el hombre más afortunado del universo.

Las parejas sin hijos nos miran de reojo. Parece que nos observaran con lástima, pero no es así. Yo sé exactamente lo que están pensando: “Qué envidia. Ese tipo lo tiene todo. Ese sí que es amor verdadero. Su vida es tan plena con un bebé que no le cabe una gota más de nada: ni tiempo para ver series en Netflix, ni energía para hacer ejercicio, ni dinero para comprar todo lo que antes se le antojaba, ni libertad para parchar con sus amigos como solía hacerlo. Pícaro con suerte. Tal vez es momento de dar ese paso. De pronto es hora de dejar esta vida vacía… Mmm… Nahhhh, ni loco… Esta noche, domicilio, sexito y peli”.

Con un bebé, los  olvidos pueden ser catastróficos

Recuerdo que, cuando no tenía hijos, contaba con uno de los bienes más preciados pero, tal vez, menos reconocidos en la vida del soltero: el tiempo. Tenía tanto tiempo a mi disposición que me alcanzaba para hacer de todo. Incluso, me sobraba para no hacer nada.

Recuerdo esa sensación de domingo en la tarde, cuando salía de mi cuarto después de una siesta. No había nada en la televisión para ver, no tenía fiesta alguna a la qué asistir, ninguna reunión familiar estaba agendada, mi novia seguramente se arreglaba las uñas en algún lugar de la ciudad. “¿Y ahora qué hago?”, me preguntaba, aún somnoliento. Me sentaba en el sofá como esperando una señal divina. Pero no, no había absolutamente nada para hacer. Qué vacía y tranquila era mi vida.

Hoy es bien diferente, siempre hay algo para hacer, porque mi bebé siempre está ahí. No importa a qué hora me levante. No importa con quién tenga reunión. Cada vez que estoy en casa siempre hay algo que hacer. Como mínimo, hay que estar pendiente del niño, que no se vaya a matar tragándose algo que no debe, o echándose algo pesado encima, o encaramándose en una ventana. Es más, incluso cuando está durmiendo, hay que estar pendiente… para cuando se despierte cambiarle el pañal, darle comida, lavarle las manos, evitar que muera…

La Navidad ha cambiado de manera drástica. Antes, con mi esposa, planeábamos muy ilusionados unas vacaciones en Europa, o unos “diítas” en Estados Unidos. Nos emocionaba un viaje a Barichara o a Cartagena. En el peor de los casos, una salida a Cajicá la endulzábamos con piquitos zalameros y sexo sin sentido.

Ahora preparamos con mucha tensión una corta visita a los abuelos o un almuerzo por fuera. Entre otras cosas, porque salir con un bebé implica una amplia logística y cualquier olvido puede ser catastrófico.

Guardo juicioso los pañales, los pañitos húmedos y la crema antipañalitis, pero ¡bum!, luego me doy cuenta de que no traje el cambiador y empiezo a sufrir viendo en qué nido de bacterias voy a poner la colita de la pobre criatura. Empaco debidamente el tetero, la merienda, las galleticas, el yogurcito, el agüita, y ¡bang!, descubro horrorizado que no llevo ningún chupo y con suprema ingenuidad intento que el bebé se tome la leche con un pitillo.

Vidas sin sentido vacacionando en India, Islandia… Soacha

Además de la ropa que lleva puesta, le alisto una muda de repuesto, por si se vuelve nada jugando (o cagando) y un delantal para que no se ensucie comiendo, pero ¡recáspita!, empieza a hacer frío y me doy cuenta que no le traje chaqueta. Al pobre se le empiezan a poner los labios morados, como Leonardo DiCaprio antes de morir en el hundimiento del Titanic.

Llevo además bloqueador solar, antibacterial, algún juguete y hasta sombrilla, y me muero de la piedra cuando abro el baúl del carro y veo que no monté el coche… A cargar 10 kilos de carnitas y huesitos por las próximas cuatro horas.

Miro Instagram y analizo las vidas sin sentido de otros: conociendo templos en la India, admirando auroras boreales en Islandia, comiendo fresas con crema en Soacha… El más varado está mostrando las piernas frente a una piscina de tres pesos, y aun así se ve chévere.

Mi esposa y yo, mientras tanto, andamos metidos en una novena, deseosos de que se acabe rápido el “alananitanana” y el “tutainatuturumaina”. Queremos regresar temprano a casa, para darle de comer al bebé, bañarlo, empiyamarlo, cepillarlo y ponerlo a tiempo en su cama.

Nuestros amigos y familiares nos juzgan por nuestro afán. Nos miran con cara de “qué exagerados, relájense, el niño debe aprender a dormir en cualquier lado y con ruido”. Yo los juzgo de vuelta, con cara de “no tienen ni puta idea de lo que es esto… afortunados ignorantes”. Anoto mentalmente los nombres de quienes han hecho ese tipo de comentarios. Les diré lo mismo cuando tengan sus propios hijos.

Nos cogió la noche. El niño lloró, pataleó, se volvió nada comiendo. Se le juntó el hambre con el sueño mientras estábamos por fuera, pero ahora, al fin, está dormido. Vamos a entrar al ascensor de nuestro edificio. Una pareja de vecinos, sin hijos, está saliendo. Seguro no saben a qué hora regresarán. Tampoco importa, porque no hay ninguna hora a la que se deban levantar. Ellos notan al bebé y sonríen. Lo ven tan angelical, tan indefenso, tan engañosito. La mujer dice: “Está divino. La Navidad con niños es maravillosa. Qué bendición”. Yo pienso: “Sí, es divino. La Navidad es otra cosa con él en nuestras vidas. Sí, es una bendición, pero señora…, se lo ruego, cállese la jeta”.

***

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 9 de enero: “Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

“Mi papá es un hipócrita”

“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas”

“Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea”

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.