En mi casa lavamos loza todo el día. Somos de esas familias que no dejan platos para limpiar después. Este es un primer escenario de competencia silenciosa. No solo me esmero por dejar los platos relucientes, sino que procuro dejar la loza seca y debidamente guardada en su lugar. Aún no entiendo por qué, pero intuyo que en el fondo quiero “darle una lección”, quiero decirle de manera pedagógica y ejemplarizante: “Así es como se debe dejar la cocina después del almuerzo. Aprende, porque no te voy a durar toda la vida”.

Pero esto de comunicarse por señas no siempre funciona. Al ver que mi mujer seguía dejando la loza sin secar y, peor, ni se inmutaba frente a mi pulcritud y diligencia, no me pude contener. Como quien no quiere la cosa, le pregunté:

—¿Hay alguna observación o comentario que quieras hacer sobre mi desempeño y eficiencia al frente del lavaplatos?

Mi esposa se quedó pensándolo y me pareció ver en su expresión un gesto de vergüenza. “Ahhhh”, pensé. “Siempre es que le da pena su falta de compromiso en el aseo del ajuar doméstico”.

—Pues ahora que lo preguntas… —dijo ella, bajando la mirada—, creo que algunas veces dejas restos de comida en la rejilla del desagüe. Tal vez, podrías limpiarlo mejor.

Otro capítulo de la serie “Fue por lana y salió trasquilado”.

El placer de la superioridad moral

En vista de que las labores diarias y manuales no son del mayor interés para ella, decidí competir en un área que, sin lugar a dudas, es de completa trascendencia para mi esposa: la crianza de nuestro bebé.

Mi estrategia ha sido la de ubicarme siempre arriba en el escalafón de la superioridad moral. Por ejemplo, desde el mismísimo génesis, he impedido que el bebé coja mi teléfono celular. Aunque al principio hacía pataleta, ahora lo entiende por natural, pero no ocurre lo mismo con el celular de mi mujer. Cada vez que él intenta manipularlo, monta un drama, porque ella sí fue, digamos, más flexible con el tema.

No digo nada cuando él monta el berrinche con la mamá, sino que hago un comentario solapado cuando le quito mi celular y confirmo que él se queda tranquilo con la situación: “Tú sabes que con MI celular, no”, digo en voz alta, ganador de esta guerra fría. He podido notar que este mensaje mi mujer sí lo capta. Victoria.

Lo mismo hago con la televisión. La persona que nos ayuda a cuidar al niño, cuando llega, nos pregunta si él ha visto algún programa en el transcurso de la mañana, y así saber si puede dejarlo algunos minutos más frente a la pantalla. Es ahí cuando me dan otro papayazo para encaramarme en el curubito de la superioridad moral: “Pues yo estuve con él en la mañana. Y CONMIGO el niño no ve televisión”. ¡Genio! Aquí también mi esposa capta el mensaje. Lo sé porque la última vez dijo: “Me queda clarísimo tu mensaje”.

Quiero ser un FILF (Father I Like to Fuck)

Incluso, cuando ella se pone de mal genio o se estresa por alguna tarea cotidiana, me gusta actuar con serenidad, como si fuera un maestro zen, aún si yo estoy molesto por lo mismo. “Tranquila”, le digo haciendo mi mejor interpretación actoral. “De nada contribuye que te pongas así. Vamos a sumar y no a restar, ¿vale?”. Ella me corresponde con una mirada de entre fastidio e incredulidad, como diciendo: “No me termino de creer tu pose de ‘coach’ espiritual”.

No tengo claro por qué hago esto. Por qué esta competencia innecesaria e infantil con mi socia de vida. Me he preguntado si tiene que ver con alguna presión que pueda estar sintiendo desde el muy bienvenido feminismo. Me siento bajo observación y permanente escrutinio, como obligado a cumplir con las expectativas sociales y superarlas: trabajar y proveer, pero además cambiar pañales, hacer oficio, ser un gran amante, comer sanamente, reciclar y hasta combatir a las BACRIM.

Es cierto que nuestra labor de padres y nuestra participación en las actividades domésticas no deberían merecer mayor reconocimiento, porque, después de todo, es nuestro deber. El mismo que han tenido varias generaciones de mujeres sin recibir aplausos.

Pero también es verdad que, al menos yo, sí quiero ser reconocido. Quiero que el mundo diga: “Guau, pero qué padre tan ejemplar, qué modelo de hombre, qué pulido es para las tareas del hogar. Qué tranquilo y sabio. Y además de ser un profesional exitoso, es absolutamente sexy, un verdadero FILF (Father I Like to Fuck)”.

También quiero ser, como mínimo, un marido que compense todas esas cosas que ella hace mucho mejor, desde estar pendiente del inventario de aseo y comida de la casa, hasta los remedios y ropa que necesita el niño. Quiero, también, ser tan atractivo como ella. Le he dicho que, si hoy la conociera por primera vez, con niño a bordo, sería la MILF de mis fantasías.

Puede ser que no compita para ser mejor que ella, sino para estar a la altura de ella. En ese propósito, me invento pendejadas para compensar lo buena que es mi esposa en tantas otras cosas. Tengo que esforzarme más… Espere y verá cómo voy a dejar hoy la cocina.

***

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 17 de julio: “Endiosamos a nuestros padres y con los años nos damos cuenta de que son humanos”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

“¿A cuento de qué tengo que salir de la zona de confort si tanto luché para llegar a ella?

“Propuesta al mundo mundial: revaluemos los piropos”

“Las manos son como un par de hijas: a una se le exige y sale adelante, la otra…”

“Carta abierta de un aficionado al Play Station”

“Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo”

“Nadie me contó que uno también termina con los amigos”

“Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré”

“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”

“Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos”

“Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”

“No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta”

“Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram

“La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés

“Mi papá es un hipócrita”

“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas

“Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.