Así como en mi casa siempre dejaron claro que éramos un hogar “católico, apostólico y romano”, yo diré que somos un núcleo familiar “ateo, ‘recochero’ y bogotano”. Al que no le guste, bien puede irse. Al que me salga con “ay, qué pereza salir a ‘recochar’ todos los domingos”, de malas. Mientras vivan bajo mi techo, se “recocha” sagradamente todos los domingos. Punto.

He decidido, además, que nos tomaremos de la mano en la mesa y haremos una oración como Dios manda: con sujeto y predicado. “Estamos muy agradecidos con estos alimentos que, por si las dudas, trajimos nosotros mismos y de ninguna manera han caído aquí por obra y gracia del Espíritu Santo… Amén”.

Aunque no creeremos en Dios (porque yo lo digo), seguiremos el ejemplo de infinita misericordia de Cristo (también, porque yo lo digo). En consecuencia, trataremos a todos por igual, así aborrezcamos sus íntimas orientaciones, así nos parezcan execrables sus conductas personales contrarias a la moral, como poner en el perfil de Twitter “100% uribista” o “#YoLeoLaNuevaRevistaSemana” (perdónalos, porque no saben lo que hacen, ni lo que leen).

De lo que se trata es de que nuestros hijos vivan y piensen con los mismos prejuicios, ¿no? Por eso, prohibiré creencias extrañas. Si llegan con el cuento de la reencarnación, los bajaré de esa nube y les diré que lo único capaz de reencarnarse, en toda la historia de la humanidad, han sido las uñas. Eso es algo que aprendí en mi otra vida. También será vetado quien venga con la historia fantasiosa de que las familias son solo de hombres y mujeres. Como dijo Verónica Velásquez, respetada filósofa antioqueña, las familias pueden ser de “hombre con hombre, mujer con mujer, del mismo modo y en sentido contrario”. Si a alguno de mis herederos no le gusta mi manera de pensar, lo encomendaré al santo de mi devoción: San Se Acabó.

A mi hijo de tres años ya empecé a decirle que el Niño Dios es una ficción. Así como los católicos han tenido derecho a enseñarles a sus hijos sobre la existencia de Dios, un ateo tiene derecho a enseñarles a sus hijos sobre el invento de Dios. Como esa es mi íntima convicción, tengo el deber de lavarle el cerebro a mi niño, para que esa también sea su íntima convicción. Y por ahí, de paso, le diré que Papá Noel tampoco existe, ni el ratón Miguelito, ni el “felices por siempre”, ni el “castrochavismo”, ni cuerpo sin estrías, ni cara sin filtro.

¿Qué de bueno tiene contarle mentiras a un niño? ¿Qué de bueno hay en hacerle creer que es real una historia de ficción? ¿Qué se puede esperar de cada generación a la que le decimos que un bebé con túnica y corona compra regalos en Pepe Ganga? Me niego aún más a decir que quien trae los obsequios es un viejito con comorbilidades; un gordito de la tercera edad que seguro sufre de diabetes e hipertensión después de comer leche y galletas Oreo en millones de hogares durante una misma noche. Con la misma ingenuidad crecemos creyendo en otra serie de mentiras colectivas que nos terminan frustrando: “Te voy a amar toda la vida” (“Quiero el divorcio”); “Voy a estudiar para salir adelante” (“Apreciada comunidad: sigo sin encontrar trabajo…”); “Qué orgulloso me siento de ser colombiano” (“Somos el país más corrupto del mundo”).

En mi casa, de lo único que seremos fanáticos es del antifanatismo. No se idealizará a nada ni nadie. Ni “millitos” es papá de otros, ni “santafecito” es lindo, ni “vamos, mi Selección” para ningún lado. Le enseñaré a mi hijo que nada es como otros lo pintan, ni los programas de gobierno de los políticos, ni las noticias, ni las cosas que dice su papá. Quiero que también dude de mí, de estas cosas que escribo, que entienda que una cosa es lo que pienso yo, pero otra cosa puede pensar él. Será libre de profesar la religión que le dé la gana (por amor a Dios, que no sea el “silvestrismo”), de ser fan de quien le dé la gana (Maluma no, ojalá), de votar por quien le dé la gana (te pido, Señor, que no sea el hijo de Tomás Uribe). Espero que construya sus propias creencias, no desde las verdades absolutas heredadas, sino desde el cuestionamiento heredado. Quisiera que su punto de partida sea el escepticismo, para que su punto de destino no sea el fanatismo.

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