No nos gustaba lo mismo. No creíamos en lo mismo. Siempre fue así, pero antes no era problema. Nos tolerábamos sin dejar que las diferencias ocuparan el centro de nuestras conversaciones. Él (sí… él) era antipetrista y yo, petrista. Pero existía una brecha ideológica aún mayor, que parecería irreconciliable, pero no, la aceptábamos con madurez: yo creía que Gokú le ganaría en una pelea a Supermán. Él creía que, solo pensar eso, era una idiotez mayúscula.
Decía con orgullo que era mi relación más estable. Nos contábamos todo, nos celebrábamos todo, nos decíamos verdades incómodas y lo agradecíamos. Hacíamos el amor y … mentiras (jajaja), no hacíamos el amor, pero sí nos queríamos mucho.
Llegamos a trabajar juntos. No sé si tenga que ver con eso, o es solo una coincidencia, pero algo empezó a cambiar justo en aquella época. Tal vez (y tengo que insistir en este adverbio: tal vez) la convivencia laboral nos obligó a enfrentar, de primera mano, algunas facetas del otro que nos resultaron cuestionables y molestas.
Recuerdo que, antes de trabajar en el mismo equipo, yo solía ser muy crítico sobre algunos de sus hábitos y maneras de pensar. Él recibía mi criticadera, algunas veces burlándose de sí mismo, otras veces reflexionando y otras más desestimando mis cuestionamientos. Normal.
Luego, en algún punto, mis críticas le empezaron a fastidiar. Ni le hacían gracia ni le dejaban reflexiones. Tampoco se quedaba indiferente. Reaccionaba con hastío y algo de agresividad en el tono. Al tiempo, comenzó a señalar mis “aires de superioridad moral”. Yo le di la razón pensando con arrogancia: “Pero si soy mejor persona, qué culpa”.
Algún día nos dijimos cosas de las que después nos arrepentiríamos:
—Ojalá nadie hubiera revivido a Gokú —dijo él.
—Miserable —respondí entre dientes—. Ojalá su primer hijo se parezca a Petro.
Nuestros ojos se humedecieron de la rabia.
No busco muchachitos que quieran pasarla rico un día y ya
El tema me dejó bastante intranquilo. Pensé que teníamos que volver a hablar, no para arreglar las cosas, sino para decirle con franqueza que no le veía futuro a nuestra amistad. Sin embargo, en honor a esa misma amistad, debíamos despedirla con una cerveza y un abrazo sincero.
Así se lo conté a mi novia de entonces. Ella no opinó nada en ese momento, pero después me confesó que se burló por dentro de mi dramatismo y pensó: “Andrés le va a terminar a su mejor amigo, pero no es consciente. Y el amigo, que sí va entender que lo están echando, va a montar una escenita… JAJAJAJAJAJAJA”.
Fiel a mi idea, le dije a mi amigo que algo había cambiado. Que no éramos los mismos, pero que había sido feliz por todos los momentos que pasamos juntos… Y mi amigo, en efecto, casi monta una escena: “Marica, a mí no me parece que tengamos que dejar las cosas así. Si usted lo que quiere es dejar esta amistad aquí, pues hágale. Si su orgullo le impide que solucionemos esto, pues ni modo. Si usted quiere salir corriendo, en vez de luchar por esto, adelante. Pero yo sí le digo que estoy aquí, con espíritu generoso, dispuesto a que trabajemos juntos para arreglar las cosas”.
Sus palabras me conmovieron. Su humildad me hizo quererlo de nuevo. Nos besamos… Jajaja. Mentiras, no nos besamos, pero quedamos de esperar, a ver cómo evolucionaba la situación.
Cuando volví a casa, le dije a mi novia:
—Hasta ahora me doy cuenta que hice esta cita para terminarle a mi amigo… y no sé si me creas, pero él casi monta una escena cuando me oyó.
—JAJAJAJAJAJAJAJA —soltó ella—. Lo tenía clarísimo desde que saliste por esa puerta.
Intentamos cangrejear, pero no fluyó. Quisimos forzar algo que ya no cogería de nuevo tracción.
De alguna manera, la vida enseña muy pronto que los noviazgos acaban, que los matrimonios se divorcian, que los padrinos dejan de comportarse como padrinos, que los ciclos laborales se cumplen… Lo obvio es que las amistades también terminen, pero yo solo supe eso pasados los 30 años. Duele.
Sigo sin tener un nuevo mejor amigo. A esta edad uno se vuelve más exigente. Uno no se mete con cualquiera. Uno no busca muchachitos que quieran pasarla rico un día y ya. Quiero alguien con quien pueda hablar de todo. Alguien que me diga verdades incómodas, que se deje decir verdades incómodas, y que nos agradezcamos por ello. Alguien como mi esposa, pero que no sea mi esposa, para poder hablar de las cosas que me pasan con ella.
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La próxima, el miércoles 24 de abril: “Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo”.
Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:
“Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré”
“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”
“Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos”
“Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”
“No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta”
“Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram”
“La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés”
“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas”
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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
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