Me respondí a mí misma preguntándome si es que yo me sentía incompleta para necesitar de otra mitad.

Y con los años entendí que ni llegó lo uno ni lo otro. Ni tampoco el príncipe azul de cuentos de hadas. No. A mi vida llegó un hombre común y corriente, con virtudes, pero también con defectos; encantador de mujeres y coqueto por naturaleza; inteligente y brillante en lo que hace. Cientos de cualidades que toda esposa enamorada nombraría de su galán. Un hombre fortachón y también mimado ante mis atenciones. En fin. Un artículo completo dedicado a él.

A mí no me llegó un hombre con cuadritos en el abdomen, yo tampoco los tengo, y si ambos los tuviéramos serían un adorno más si en el cerebro no existieran los mismos cuadros latiendo por amor.

Tampoco me llegó un millonario de alta alcurnia, como lo dicen en los libros. Me llegó un hombre noble real, trabajador, consagrado y responsable, con el que seguro, si tuviéramos que dormir debajo de un puente, lo haríamos mano con mano y cubriéndonos uno al otro del frío inhumano.

Pero de lo que sí estoy segura es que mi esposo, el que pedí y el que escogí, me ha exprimido todo lo que yo hubiera podido contener si hubiera sido naranja.

Y por fortuna, no he necesitado castillos para ser feliz; ni me ha tocado ponerme vestidos estilo princesa para ser halagada. He necesitado creer en mí, edificar con mi esposo y crear un equipo con él, un equipo en el que funcionamos como delanteros cuando debemos correr a resolver algo; arqueros, cuando debemos tapar dificultades y resolverlas a tiempo; hemos trabajado de medio campistas y hasta de defensas, para cuidar con celo lo que hemos construido.

Y es que en el camino de la vida nos pintan la famosa idea de que el príncipe azul llegará a salvarnos ¿Pero de qué? Para eso necesitamos educarnos desde pequeñas como unas fuertes mujercitas, capaces de resolver las situaciones por nosotras mismas, con temor a equivocarnos y quizás haciéndolo, pero con la convicción de que lo intentamos sin necesidad de clamar por una salvación.

Pero las que tenemos esposos reales tenemos es a un coequipero. Un compañero con quien concordar en sueños, con quien hacerlos reales y a quien echarle un largo cuento nocturno de preocupación sin que él tenga derecho a dormirse.

Tú, esposo, eres quien me conoce en pijama, con mascarillas frutales en la cara, huevo y aguacate en el cabello y hasta con pelos que necesitan ser depilados. Eres ese ser más cercano a mí, que hasta podría respirar en mi propio cuerpo. Eres quien conoce mi punto de quiebre. El momento en que puedes hacerme un chiste. El tiempo para conquistarme diariamente y hasta el momento de guardar tu silencio para no recibir una mirada que te mande a recoger mamoncillos.

Tener un esposo es tener un gran aliado cuando sus dos corazones laten frente a frente. Con el que uno no guarda secretos. Es él quien te cuidará y a quien cuidarás. Es a quien debes lealtad. Es por quien cedes. Y por quien cambiarías.  

Y no nos digamos mentiras. Algunas veces ese ser que amamos, respetamos y admirados nos saca unas que nos dan ganas de echar todo entre un costal y mandarlo carrera abajo. Nos rascamos la cabeza. Subimos las cejas, sacamos cumbamba. Se crecen esos ojos, como los del lobo de ‘Caperucita Roja’ y, como si fuera poco, nuestras arrugas de piel enfurecida quedan marcadas por largos minutos, como queriéndonos recordar que aún seguimos enojadas.

Pero respiramos. Y recapacitamos. Ponemos esto en una balanza y con el peso mayor del dolor, ni siquiera alcanza a la mitad de todos los buenos momentos y recuerdos vividos en pareja.

Por eso y por la misma naturaleza, algunas veces nosotras las esposas queremos que esos esposos salgan de paseo fines de semanas completos, para tener un tiempo en el que lo importante y fundamental seamos nosotras.

Que cocinemos arroz con huevo y no el pescado sudado con mariscos, ensalada en salsa de hummus y postre de tres natas. Que podamos tener el televisor en un solo canal y no ver esas luces cambiantes al ritmo de cambio pegado de canales; que podamos dormir en la cama con un poco más de cobija y las piernas estiradas hacia el lado, hacia abajo, hacia arriba.

Algunos días tampoco queremos que nos despierten con aquel mañanero. Que no tengamos que levantarnos a llevarles el juguito a la cama o el café al estudio.

¡Ay esposos! No nos agrada cuando salimos con las amigas y ya a los 5 minutos nos llaman que cuánto nos vamos a demorar. Que dónde están los cubiertos y que cuál es el programa favorito del niño.

Pero esposos, ustedes son un pedazo de nuestro rompecabezas de la vida y las circunstancias. Un gurú en creerse que es quien manda en la casa, pero muy juiciosamente haciendo todo lo que pida la esposa.

Pero saben qué. Al fin de cuentas, no importa quién mande. Lo que toma fuerza es entender que uno y uno suman dos, y ya así son sagrada familia. Que bienvenidos sean los tres y cuatro y más.

Que lo que importa es el respeto, la admiración, la comprensión y, en especial la consideración. Que ambos estén ahí para cuidar si te enfermas, para hacerte silencio si deseas dormir, para gastar menos si necesitan ahorrar.

No desfallezcas ni renuncies con facilísimos a un proyecto de vida que implica entender, insistir, rebuscar, más no aguantar.  No comprometas tu felicidad si te sientes agredido, ultrajado, tachado y eliminado.

Pero ten presente lo siguiente: ¿Cuando a tu carro se le acaba la gasolina lo dejas tirado? No, verdad. Lo recargas. Y así es con el amor en pareja. No se bota. No se estampilla. No se condena. Se lucha hasta el final, en especial cuando en ese libro de pareja se escribe la historia jamás contada.

Encuentra todas las columnas de ‘Mamiboss’ en este enlace.

Sígueme en Instagram como @montorferreira.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.