Con el que pudiera compartir mi sangre y a quien pudiera retorcer de amor. Pero nunca llegó.

Conocí de cerca, con envidia y celo, la hermandad ejemplar de la mano de mis tíos y primos. Después, con la de mis cuñados. Pero la viví en carne propia cuando nació mi segundo hijo. Para empezar, sufrí casi 6 meses sintiendo que traicionaba el amor de madre hacia mi primera hija.

No entendía cómo yo de mamá podía compartir mi amor con otro ser que acababa de llegar a casa. Escondida, sin que ella me viera, consentía al bebé que más me necesitaba. Lo besaba. Le hablaba. Pero también le cuestionaba por qué había llegado a robarle la atención que con tanta dedicación le tenía a ella.

Y con el tiempo y con la naturalidad de una madre que solo se empeña en dar, entendí que el amor de nosotras o de un padre por sus hijos no se divide para compartir, sino que se multiplica para sumar.

Y empecé entonces a disfrutar de lo que es la hermandad. Mis pequeños son afortunados de tener 3 hermanos más a los que aman profundamente y quienes reciben el mismo sentimiento con locura. No los tuve yo, pero los míos fueron premiados de tenerlos a ellos. Vaya regalo de la vida.

Con la hermandad de mis hijos extrañé aún más un hermano para mí. En mi caso, no funcionó aquel dicho que señala: “Uno no extraña lo que nunca ha tenido”. Y claro que sí. Me pasó a mí.

Yo nunca tuve a quien abrazar todos los días. O con quien discutir por el balón favorito. O por la ropa que resultó sucia en la canasta sin yo usarla. O por el hermano lambón que le contara a mi madre las hazañas de mi adolescencia. Nunca tuve con quien discutir sobre la película que elegiría para el viernes de cine en colchoneta. O sobre el restaurante a seleccionar para el domingo después de misa.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía

Nunca tuve con quien compartir mi galleta predilecta, ni a quien esconderle los zapatos, ni a quien romperle la tarea. Nunca tuve a quien celar. Ni a quien fisgonear. Ni a quien aconsejar.

Tampoco tuve a quien darle ese amor eterno que veo propagado en hermanos conocidos. Ese valor sobrehumano que veo en mis tíos y en mis cuñados cuando alguno necesita ayuda. En primos y en amigos a quienes se les ilumina los ojos por la admiración sentida. Esos hermanos que no se juzgan. Que no les interesa el sacrificio con tal de hacer feliz a ese, su casi gemelo.

Bendecida soy, quizás, de los golpes juguetones que no recibí de mis posibles hermanos. De los pellizcos y mordiscos que me salvé y hasta de las miradas matadoras por la causa de los celos con mamá.

De los juguetes que hubiera tenido que tachar en la lista navideña. De la mesa de noche que hubiera tenido que compartir. Del abrazo de mi madre que hubiera tenido que ceder.

¿Pero saben qué? Con todo y eso, lo acepto, extraño un hermano (a). Ese compinche a quien contarle los sufrimientos de los amores juveniles. A quien pedirle una segunda opinión. Con el que organice la fiesta de cumpleaños de mi madre. Y hasta a quien tenga que reprender con propiedad.

Y dirán que hay hermanos que no sirven para nada. Que preferible no tenerlos. Que algunos son un estorbo u otros hasta los propios enemigos.

Pero para mí, tener un hermano creo que es tener un tesoro. Un tesoro que los padres tenemos como educación que moldear en una hermandad ejemplar. Como familia, nosotros luchamos día a día por demostrarles a nuestros hijos que los hermanos son un lazo irrompible. Que nunca se dice mi ex hermano. Que no solo la sangre llama, también reclama, admira, perdona, exalta, acompaña.

Que ante la falta de los padres los hermanos son la única familia. Que no importa que el uno destruya el lego del otro. Que le rompa el helicóptero. Que le esconda el zapato de la muñeca. Que la empuje mientras le juega. O que se le coma las papas fritas.

Por encima de eso están esos corazones que en el mundo son casi idénticos en su forma, color, textura y composición. Por eso, quienes tengan hermanos, aprovéchenlos. Deben ser los seres que más amor dan y reciben entre sí. Los que se respaldan. Se miran a los ojos con la misma verdad con la que sus padres los tuvieron.

Ahora, me educo para enseñar a mis hijos a ser buenos hermanos. Es fundamental que se valoren entre ellos. Que se respeten. Que no se crean padres uno al otro, sino el apoyo incondicional que uno necesita en la vida.

Hijos de Mónica Toro de Ferreira
Hijos de Mónica Toro de Ferreira / Cortesía

Que comprendan que el privilegio más grande de la hermandad es el compartir, así cueste. Una tablet para ambos. Un cuarto para ambos. Un televisor para ambos. Ceder. Tomar turnos. Entender que el otro también tiene los mismos derechos y deberes y nunca, nunca, suponer que uno tiene más privilegios.

Que ambos sean una base. Que ambos construyan el tronco. Que ambos cosechen triunfos y que ambos disfruten de ellos. Que cuando sea el momento de agarrar por diferentes caminos, se contemple la solidaridad entre ambos, así los tramos tengan diferentes peldaños.

Hoy en día, las dificultades económicas, el tiempo laboral y la vulnerabilidad expuesta de los jóvenes le quitan los sueños a las parejas actuales de tener un segundo hijo.

Pero solo puedo expresar sinceramente que ver a mis dos hijos en ese idilio del amor y de apego me da la alegría de celebrar al cielo, a mi Dios, por la bendición que recibí, además porque mi esposo haya dado el sí para este segundo hijo. Sin tu ayuda, amor mío, sin tu empujón no hubiera sido Salomón, sino sólo diversión.

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