Caminar por un mundo inexplorado, atravesando selvas tupidas que escondían un entorno que pronto se convirtió en leyenda. Para los exploradores que llegaron a América hace cinco siglos este continente se les mostró como un sitio hostil a la vez que mágico.

Obvio muchos de ellos no eran más que saqueadores, y su ansia de oro no tenía fin. Pero también me parece mojigato que no podamos hablar de esto porque hay muchos que juzgan lo que pasaba en el siglo XVI como si estuviera aconteciendo en el siglo XXI. Los choques entre civilizaciones nunca fueron amistosos, pero otro día les escribiré sobre esa historia.

Lo que hoy quiero contarles, es que la magia de perseguir mundos perdidos, no terminó hace siglos. Hoy en día no tiene el romanticismo de antaño, ni las dificultades que antes tuvo para los primeros exploradores. Hago referencia a hechos que acontecieron en el siglo XVI porque es necesario describir la expedición que hizo Francisco de Orellana en el río Amazonas, para comprender la riqueza cultural y arqueológica que se perdió tras la llegada de los europeos a estas tierras.

Fray Gaspar de Carvajal, que acompañó a Francisco de Orellana en la primera expedición documentada por el río más grande del mundo, describió en sus escritos cómo en la selva había enormes ciudades muy pobladas. Elemento que se consideró leyenda hasta hace pocos años, cuando los arqueólogos descubrieron restos de diferentes asentamientos de gran tamaño. La población de este continente se calcula pudo perecer hasta en un ochenta por ciento debido al choque bacteriológico y eso hizo que infinidad de lugares desaparecieran para siempre.

Así ocurrió con Machu Picchu en Perú, descubierta por Hiram Bingham en 1911, la población de esta ciudad inca sencillamente la abandonó para salir del aislamiento provocado por las defunciones en masa, encontrando con ello posiblemente también su propia muerte. La riqueza arqueológica de las zonas de selva no ha parado de dar sorpresas desde entonces. Aunque siempre que hacemos referencia a ciudades perdidas pensamos en México y Perú, que son con diferencia los países donde más se han encontrado. Pero en los últimos años está ocurriendo algo distinto.

El último gran descubrimiento arqueológico del continente se produjo en Honduras en 2012. Allí apareció la legendaria ‘Ciudad Blanca’, consagrada a la adoración del Dios Mono. Khaha Kamasa, que en mosquitio significa “ciudad blanca”, ya es una realidad y en décadas es posible que podamos contemplar sus pirámides restauradas. Ahora también nos ha tocado aquí en Colombia.

Gracias a la tecnología LIDAR, que con rayo láser escanea la selva, acaba de aparecer una nueva ciudad perdida. El descubrimiento se los debemos al aventurero Albert Lin y al arqueólogo colombiano Santiago Giraldo. Esta joya arqueológica colombiana tiene al menos mil doscientos años de antigüedad, y a diferencia de la que hoy conocemos no ha sido saqueada. Los próximos años iremos sabiendo de sus tesoros, de sus recuerdos que nos hablarán de la magia de antiguos y poderosos chamanes. Parte de nuestra historia, de lo que es este país, de lo que somos, renace de nuevo.

Son muchos los colombianos que ni tan siquiera saben que en nuestras tierras hay dos pirámides documentadas arqueológicamente, una en Popayán y otra en el Cauca. Tenemos infinidad de joyas que pertenecen a ese mundo olvidado que hoy es leyenda, pero la gran mayoría de los habitantes de este país lo desconocen.

Ojalá noticias como la aparición de una nueva ciudad perdida nos hagan mirar más las joyas olvidadas de nuestra historia. Que elementos que resurgen de nuestro pasado, nos hagan por un día dejar de pelearnos por pendejadas políticas, para darnos cuenta de que somos parte de un mundo mágico. Colombia siempre ha sido, es y será, un universo de leyenda. Que solo se abre para aquellos que tienen la mirada curiosa para explorarlo.

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