Eso pasa cuando se endiosa a alguien. Una buena acción —una fantástica acción— sirve para que los fanáticos se desentiendan de lo demás, de las malas obras, de los legados perversos de sus ídolos. Que durante el gobierno de Álvaro Uribe se espió a la oposición, sí, que hubo falsos positivos, de acuerdo, que sus hijos se enriquecieron aprovechándose de la posición de su papá, cierto… ¡pero cómo golpeaste a la guerrilla, Alvarito de mi vida! Y por la banda izquierda también. Que Gustavo Petro fue un pésimo alcalde, sí. Que su arrogancia y egocentrismo lo alejaron hasta de sus amigos, de acuerdo, ¡pero cómo peluqueaste a Néstor Morales en esa entrevista, Tavo de mi vida!

No hace falta estar en un extremo para idolatrar a dioses de mentiras (como lo son todos los dioses). El domingo, en el portal Los Danieles, hablaron de Maradona, de lo bueno y lo malo, es verdad, pero bajo el título “Homenaje a Maradona”. Sí, “homenaje”, veneración, respeto al mismo que hirió con un rifle de balines a, por lo menos, cuatro periodistas en 1994. Que fue una agresión que pudo haber terminado en tragedia, sí. Que fue un ataque a la prensa, también. ¡Pero cómo les disparaste a esos papanatas, Dieguito de mi corazón!

Dice Félix de Bedout: “Algunos pretenden que uno pida disculpas por admirar a Maradona, por haber quedado deslumbrado desde la primera vez que lo vio tocar una pelota. Por acompañar como espectador sus glorias y miserias humanas, expuestas al público como pocos. Pues no,por siempre ¡Maradoo, Maradooo” (así escribe él, sin poner el signo de admiración de cierre, sin dejar espacio después de la coma, es decir, sin darle una segunda mirada a lo que está diciendo, como los fanáticos). Semejante eufemismo: “[…] acompañar como espectador sus glorias y miserias humanas”, para referirse a alguien que violó la ley —porque eso hizo Maradona cuando les disparó a los reporteros y, antes, cuando lo condenaron por posesión de drogas en Nápoles—. Semejante frase tan forzada para justificar el “acompañamiento” al victimario, a quien desconoció por años a sus propios hijos, niños que no contaron con el respaldo de los millones de personas que sí estuvieron del lado del ídolo, porque, como Félix, dijeron: “Pues no, por siempre ¡Maradoo, Maradooo” (así, sin el signo de admiración de cierre, sin el espacio después de la coma, sin revisarse un poco antes de declarar su apoyo fanático).

Ana Bejarano, abogada y profesora de la Universidad de los Andes, dueña de una voz cada vez más relevante para el derecho colombiano y para las causas feministas, se subió al mismo bus de la idolatría irreflexiva, compartiendo en Twitter “La vida tómbola” con el siguiente mensaje: “La mejor canción de Manu Chao y una de mis favoritas. Un homenaje sentido a Maradona, que enfrentó a la FIFA sin miedo, y tampoco mucho que perder”. Imagínense. “Un homenaje” de una feminista a un maltratador de mujeres. Es verdad, una periodista acusó a Maradona de intentar abusar de ella. También es cierto que su novia lo grabó cuando la agredía. Sí, su expareja lo denunció por violencia psicológica. Cómo olvidarlo, otra más presentó contra él una demanda de paternidad. Qué vaina, se conocieron fotos en donde aparece con mujeres desnudas, en Cuba, que se presumen eran menores de edad. Y, aceptémoslo, en Nápoles se hizo amigo de unos narcotraficantes que además dirigían una operación de trata de mujeres… ¡Pero cómo enfrentaste a la FIFA, Pelusa del alma!

En contraste, una de las expresiones que más resonó en medio de tanto homenaje fue la de Paula Dapena, futbolista española que se sentó y dio la espalda durante un minuto de silencio por Maradona, al inicio de un partido amistoso. Las palabras citadas entre comillas en el título de este texto son de ella: “Dije que yo me negaba a guardar ese minuto de silencio por un violador, pedófilo, putero y maltratador”. Como si estuviera describiendo a Jeffrey Epstein, el depredador sexual acusado de tráfico y abuso de menores en Estados Unidos. Como si fuera muy normal que el mundo se pusiera de luto para honrar la memoria de Epstein, así él hubiera ganado los últimos ocho mundiales.

Mi problema no es con Maradona, sino con la idolatría, esa ciega adoración que sirve para que unos exculpen a Donald Trump, otros a Nicolás Maduro y otros más a “Epa Colombia”. La misma idolatría que ha evitado, hasta ahora, que se cuestione la homofobia de otro “símbolo” colombiano, el “Pibe Valderrama”, cuya expresión “¡puro pela’o marica!” no ha pasado de ser un meme.

No es verdad esa frase de Jorge Valdano que me creí en su momento: “El fútbol es la cosa más importante entre las cosas menos importantes”. En realidad, el fútbol es un asunto de extrema importancia que destaca en un mar de asuntos de extrema importancia. Tiene un poder masivo como pocos para inspirar, unir y enemistar, para transformar estados de ánimo nacionales, para que millones de niños imaginen el tipo de ciudadanos que quieren ser, a partir de sus jugadores favoritos. Porque no solo quieren correr como ellos, sino que también quieren vestir como ellos, peinarse como ellos, comportarse como ellos. A Maradona hay que recordarlo, por supuesto, pero como un patético prodigio del fútbol, un lamentable talento sin igual, una historia fascinante para no repetir.

Vi el documental “Diego Maradona”, de Asif Kapadia. Me emocionó. Admiré sus jugadas imposibles. Lloré. Sentí pesar, no solo por las víctimas del victimario, sino también por el victimario. Porque a veces para ser victimario, hay que ser primero víctima. Porque Maradona fue víctima de la pobreza, de la ignorancia, de las drogas, del machismo heredado y de la idolatría. Esa idolatría que lo hizo pensar que, en efecto, era Dios y que, como tal, podía hacer lo que le viniera en gana, incluso lastimarse a sí mismo. La misma idolatría que justificó el acoso de muchedumbres desenfrenadas, hasta sofocarlo y hartarlo de la gente. “Escúchenme una cosa”, les advirtió a un grupo de niños en México que repetían su nombre con ansiedad, en búsqueda de un autógrafo del ídolo. “Si siguen gritando ‘Diego’ me voy a la mierda. […] Yo estoy acá respetándolos a ustedes. Ustedes respétenme a mí”. Como si una parte de él reconociera, en esa exigencia hostil, que el endiosamiento lo agobiaba y que esos niños no tenían derecho a seguir sometiéndolo al fanatismo de los adultos, porque ya había sido suficiente el daño hecho durante más de 30 años.

***

Sígame como @AGOMOSO en Twitter, Facebook e Instagram.

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La anterior: Me reuní con amigos y fui el único con tapabocas.

TODAS las 53 columnas anteriores, en este enlace.

La próxima, el miércoles 16 de diciembre: “Pregunta de un ateo: ¿Le digo a mi hijo que el Niño Dios no existe?”.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.