Familia paisa. Generosa. De frijoles diarios y arepa con leche al almuerzo. Todo era magia en esa casa amada. Exceptuando por él. El tío de mi mamá.

Mi habitación quedaba justo diagonal a la de él. Sin puertas, ambas. “No habría por qué”, decía mi abuelo. Tiempo después descubrí que no solo habría sido prudente la puerta. También el despido de él de nuestra casa.

Recuerdo que en las mañanas, justo al momento de ducharme, él se despertaba a ir por el café. Eso lo creía yo. Lo veía pasar por el hueco de luz que hacía la puerta del baño. Y yo, mientras mi agua caliente rodaba por mis cachetes, solo sentía vergüenza de que viera mi cuerpo. Me daba la vuelta. Volvía a girarme.

Pero allí no terminaba todo. Mientras me arreglaba, ya en mi cuarto, esa sombra de su mirada seguía persiguiéndome. Y yo seguía sintiendo vergüenza de que viera mi cuerpo.

Nunca me asusté. Nunca vi sus malas intenciones. Y no pasaron a más. Por fortuna. Pero sentí todo el tiempo vergüenza. Y hasta culpa. Maldita culpa.

Tuve una madre de tiempo completo en casa, que siempre me enseñó que nadie me tocaba. Pero sin mala intención alguna, nunca me dejó saber que las miradas también contaban y que quedarían en el recuerdo como una mala experiencia cercana al abuso sexual.

Y no lo entendía, pero los expertos dicen que una persona abusada tarda, en la mayoría de los casos, 20 años en sacar a la luz pública su abuso. La razón: lastimosamente la víctima se siente, descaradamente, avergonzada ante esa situación.

Abuso sexual
Imagen ilustrativa / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Hoy, casi 30 años de que me ocurriera ese pequeño detalle de mi vida, que me ha servido para ser más latente ante la educación sexual de mis hijos, los medios de comunicación se llenan de noticias donde el abuso sexual a menores sigue en picada.

Pero no solo siguen siendo víctimas. A los niños se los está devorando la justicia, como un come galleta en medio de un laberinto. Un panorama internacional que genera escalofrío.

En el caso de Colombia, las cifras son alarmantes. La justicia solo aparece en 17 de cada 100 ataques sexuales. Y según Medicina Legal, los Reportes de violencia sexual contra menores han aumentado 15% en 2019.

México no se queda atrás. Se dice que de mil denuncias de violencia sexual contra niñas y niños, solo uno llega a ser condena.

Y para darnos golpes de pecho o bañarnos con pañitos de agua tibia, en Estados Unidos, con una de las justicias más vehementes del mundo, los casos de abuso, igualmente, parecen votarse por la rejilla de un baño público.

El caso más reciente es la detención del financista multimillonario estadounidense Jeffrey Epstein, acusado de abuso y tráfico sexual a menores, donde pagaba a docenas de niñas menores de edad para mantener relaciones sexuales.

La justicia norteamericana olfateaba pero no cazaba al culpable. Tras su aparente suicido hace una semana, se conoció que hace más de 20 años, una joven denunció ante la policía a Epstein. Sin embargo, solo se conoció hasta ahora que la policía de ese entonces hizo toda clase de pilatunas para mantenerlo sin cargo alguno.

Hoy, existen movimientos como ‘No es hora de callar’ y ‘Me too’ que dan esperanza de cambio. Tratan de darnos calma. Pero de ahí no pasa. La justicia no tiene herramientas de leyes que castiguen merecidamente este delito. ¿Y los gobiernos? Ni dan muestras de querer resolver esta corrida con los cachos en punta.

¿Y qué nos queda a nosotros los padres o educadores de nuestros pequeños? Replicar a nuestros hijos lo que todos los expertos recomiendan: que el cuerpo se respeta, que nadie los toca (mucho menos sus partes íntimas), que se deben cambiar a solas, que no se acepta detalles de ningún desconocido.

A sus partes íntimas las llamamos por su nombre. Les creo todo lo que dicen (indagando meticulosamente alguna mentira). A sus preguntas, mi primera respuesta es: “¿Por qué lo cuestionas?”. Y les recibo sus miedos con amor y conocimiento para encontrar en conjunto una solución.

Es necesario y, aunque se vea descortés, no depositar plena confianza en nuestro núcleo más cercano. Según Medicina Legal, por lo menos en el 45 % de los casos reportados, los niños fueron violentados sexualmente por miembros de sus familias.

Por eso, diariamente y ferozmente nuestros ojos deben estar más que puestos en nuestros ojos. En los cambios de temperamento. En su forma de caminar. De hablar. En sus silencios. En su ropa. En juguetes nuevos que llegan a casa sin respuesta alguna. Se les debe revisar la maleta y, en casos donde ya exista, el celular.

Pero en especial, se les debe hablar con amor, con sinceridad de los peligros externos. Se les debe abrazar. Se les debe conocer. Dejarles saber que como padres estamos para protegerlos y que siempre escucharemos sus preocupaciones o desconocimientos.  

Se reabre pues el debate de cadena perpetua para estos dañadores de sueños, matadores de corazones, de esperanza, de tranquilidad. Inmorales destructores de una inocencia floreciendo en verdes pastos.

Bienvenida sea esa cadena perpetua. Esa sería una posible solución. Gobierno y congresistas, por favor. Necesitamos una ley que endurezca las penas. Nosotros los padres vivimos en una sombría tiniebla en medio del juego de los violadores. Por eso ellos siguen haciendo de las suyas. Porque se creen, y al parecer lo son, más fuertes que ustedes, los que se sientan encorbatados en un escritorio dizque a solucionar la grave problemática de un país.

No permitamos más abuso contra los menores y, tampoco, no dejen que a la justicia colombiana se la siga comiendo uno de esos lobos que anda suelto.

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