Sobre todo porque me la paso pontificando, con ese aire inconfundible de “yo lo hago bien y todo el resto lo hace mal”, como si fuera el “fiscal general de comportamientos ciudadanos indeseables, desconsiderados y nada que ver”.

Con el poder que me confiere la ley, señaló a los demás con mi sarcasmo y mi dedo impoluto: “¡Eeeeso! Muy útil ponerse el tapabocas de corbatín”. “¡Perfeeecto! Que el perro orine ese rodadero”. “¡Buenísimooo! El andén es para parquear”. “¡Qué bellezaaa! Sentado en la silla azul. ¡Yo lo veo muy entero!”.

No digo nada en voz alta, porque le tengo miedo a que me peguen, pero sí acudo al método más seguro que existe de sanción social: mirar serio, así sea por una fracción de segundo. Además, sacudo levemente la cabeza, de manera casi imperceptible, como diciendo sin decirlo: “Muy mal… De quinta… Qué horror”. Si alguien me confronta, con ese desafiante “¡No le gustó o qué!”, me defiendo con ese inocente “Yo no he dicho nada” (y entonces vuelvo a mirar serio y a sacudir la cabeza de manera casi imperceptible, como diciendo sin decirlo: “¡Jah! ¡Qué tal! ¡Tras de ladrón, bufón!”).

Y entonces llega el día en el que el señalado soy yo. Porque hasta el Papa comete sus pecadillos. Porque hasta a un chef se le riega la leche. Porque hasta alguna feminista seguirá soñando con un anillo de compromiso. Porque hasta a la Alcaldesa la cogen mercando con su pareja, en plena cuarentena.

“¡Ah, pero qué genio!”, me gritó una mujer empoderada, de esas que no se dejan mandar ni de Waze. “¡El andén es para los peatones, no para montar en bicicleta!”. Claro, porque a mí sí me gritan. Porque tengo ese tipo de cara que a nadie le da miedo y con la que nadie se siente en peligro de ser agredido.

Mi primer impulso fue justificarme y defender mi honra en frente de todos esos desconocidos que acababan de oír el regaño y a los que les importaba un bledo lo que terminara de pasar. “¡Pero si voy despacio! Vea: casi a cero kilómetros por hora. Es más… voy tan lento que prácticamente me estoy devolviendo en el tiempo… ¿Alguien podría decirme en qué año estoy?”.

Mi segundo impulso es un clásico. Me victimicé, haciendo asociaciones disparatadas: “Claro, como soy ciclista, a mí sí me la montan… Fuera un ladrón no decían nada… Fuera el hijo de un paramilitar, me nombraban coordinador de víctimas en el Ministerio del Interior”. Me imagino cuando a alguien le dé por revivir el escándalo en el futuro: “En 2020, Agomoso fue reprendido por montar bicicleta sobre el andén”. Me defendería como corresponde: “En efecto, hace mucho tiempo viví una tragedia familiar…”.

Es tan vergonzoso ser descubierto con las manos en la masa, que mi reacción suele ser de delirante negación, como el día que un policía me atrapó en flagrancia, frente al parqueadero de mi casa. Allí había una calle de una sola vía. Debía tomarla y darle la vuelta a todo el vecindario, para poder salir del barrio en carro. Pero… PERO… podía ahorrarme ese paseo por toda la cuadra —980 metros de recorrido—, si cogía la calle en dirección contraria, andando en contravía por apenas 20 metros… 20 metricos de nada… 20 metrititicos que no alcanzan ni para completar el largo una cancha de baloncesto.

Por semanas me debatí. O mejor, busqué justificarme. Lo hice con tanto éxito que me convencí de que era más responsable coger siempre la calle en contravía: “Es solo una fracción. Un ‘pitico’ de vía. Hago más daño dándole la vuelta al barrio, quemando gasolina, sin necesidad, durante casi un kilómetro. Al año, saliendo todos los días, serían 365 kilómetros de absurda contaminación. Más distancia que la que se gasta uno yendo de Bogotá a Medellín. No… No, señor, yo no puedo dejarles a las próximas generaciones restos de neumático en sus pulmones… Es hasta más seguro para la gente. Hay menos peatones en 20 metros de esta contravía, que en casi un kilómetro de calle andando en la dirección correcta… Definitivamente no… No puedo seguir manejando por esa calle en el sentido que la señal de tránsito indica. El país me necesita. El mundo me necesita”.

—Va en contravía, señor —me dijo el policía que me detuvo.

—Así es —le contesté orgulloso—. Lo hago con mucho gusto, agente.

—¿De qué habla? Está cometiendo una infracción.

—En efecto, estoy cometiendo una buena acción.

—Yo dije “una infracción”.

—Sí, sí… una buena acción. Ya le entendí. Soy un defensor del medio ambiente y de la vida. De nada.

—Lo voy a multar.

—¡¿Qué?!

—Esto es una violación a la norma.

—No, agente. Esto es una tragedia familiar… Ah, pero si estuviera robando, ahí si no decían nada…

Cuesta mucho aceptar con humildad el regaño de un tercero, porque significa reconocer que hicimos algo mal y eso no lo hace casi nadie: ni los ciudadanos en la calle, ni el gobierno, ni la oposición, ni el uribismo, ni el petrismo. Ni siquiera el periodismo. Salvo el ejercicio que hace Fidel Cano, en El Espectador, se ven todos muy preparados para cantarles la tabla a los demás, a diario, pero poco dispuestos a reconocer errores propios de vez en cuando. Aquí todos decimos “se equivocaron”, pero nadie dice “me equivoqué”.

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Soy comediante aficionado de “stand-up”. Para la muestra, esta rutina sobre bajarse en Matatigres, un lugar más peligroso que La Estrella de La Muerte:

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La próxima, el miércoles 1º de julio: “Le tengo miedo a que se me acabe la plata”.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.