Porque se oye de todo, no solo cuando martillan o taladran. Por los ruidos que hacen al mover los muebles, uno alcanza a imaginar qué tienen en la sala o el comedor (“ve, esa silla es nueva”; “pusieron el sofá al otro lado”). Uno llega a saber cuando aspiran (“jum, les faltó esa esquina”), cuándo lavan los baños (“ya era hora”) y hasta cuando cocinan granos y suena la olla pitadora (“yo los dejaría 15 minutos más a fuego lento… solo una opinión”).

Somos confidentes anónimos de nuestros vecinos, de los sonidos y conversaciones que emanan de sus apartamentos. Sabemos tanto de sus vidas que dan ganas de darles consejos cuando nos topamos con ellos en las escaleras. “No se haga eso, veci… Quiérase un poquito… Hay muchas más de donde escoger… Déjeme yo le presento otra mucho más buena… pero ya no siga con esta… ya no siga viendo La casa de papel…”.

Como dice la Biblia: “Por sus ruidos los conoceréis” (obviamente, la Biblia no dice así). Es posible saber la orientación política de quienes nos rodean, al percatarnos de las noticias que oyen a todo volumen. Si ven Noticias RCN son uribistas. Si ven Noticias Caracol es porque estaban viendo Tu Voz Estéreo (no hay otra explicación). Si en las mañanas sintonizan Blu Radio, no necesariamente son duquistas, pero con absoluta seguridad son masoquistas.

Es tanto el nivel de intimidad, que a veces me he sentido parte de la relación de pareja de mis vecinos.

—¡No puedo más! —gritaba ella.

—¡Puedo cambiar! —gritaba él.

—¡Ya habías dicho eso antes! —quería gritar yo.

Si, por ejemplo, el vecino está obsesionado con ser un influenciador “fitness” y salta en las mañanas como un desquiciado, uno podría felicitarlo: “¡Buena esa, veci! ¡La tanda de lazo estuvo dura pero la llevó hasta el final!… ¡Lástima que la haga a las 5 de la mañana!”.

Fíjense. Es posible escuchar cuando al otro lado abren la ducha, lo que permite saber a qué hora se bañan y cuánto se demoran (“¡Veci! ¡Lo del calentamiento climático es en serio! ¡¿Veinte minutos con el agua abierta?! ¡Usted es de las que usa pitillos y mata tortugas! ¡¿Cierto?!”).

No hace mucho tuve un vecino de vejiga limitada. Lo oía entrar al baño, sagradamente, a las 4 de la mañana. Lo malo no era eso, sino que estrellaba la tapa del sanitario como quien cierra la puerta de un taxi viejo: “¡Pah!”. Yo me aguantaba las ganas de gritarle: “¡¿Pero qué?! ¡¿La va a dejar giratoria?!”.

Me exigieron cambiarle de zapatos a mi bebé de un año, por su “taconeo”

El tipo, que bordea los 60 años, tiene un estudio profesional de música en la sala de su apartamento, con espuma acústica en paredes y techo, como para no dejar dudas de su crisis. Allí canta y toca (mal, muy mal, pésimo). Hace sonar con estridencia su voz, su guitarra, su sintetizador. Su hora favorita para emitir esta bulla (de manera horrible) era justo el momento en que mi niño de un año se iba a dormir. “Qué más da”, pensaba yo, aguantándome el fastidio. “Si a Hassan lo dejaban jugar a ser periodista, cómo no dejar que el señor juegue a ser cantante”.

Pues el cantante de mentiras ese —que hacía semejante escándalo hasta bien tarde en la noche y que en las madrugadas le pegaba a ese retrete como sadomasoquista estrenando látigo de cuero (¡pah!)— tenía el gran descaro de quejarse por los ruidos que hacía mi hijo. El vejiga-cortico aquel envió cartas a la administración, pidiendo que le cambiáramos de tenis a mi bebé, por lo que él llamaba “el taconeo del zapato del niño”. EL TACONEO. Hágame el jijuemadre favor. Sobra decir que mi hijo nunca ha usado tacones, aunque tendrá mi total apoyo el día que quiera lucirlos con un vestido que resalte su cintura.

En otra oportunidad contaré detalles con nombre propio de ese vecino, el loco del 303, dueño de unas tiendas de óptica en Bogotá, que llegó al punto de acosar a mi bebé. Primero, empezó a asustarlo con un palo, desde el piso de abajo, golpeteando cada punto donde mi hijo andaba. Segundo, decidió despertarlo con el mismo palo en horas de la noche y de la madrugada, lanzando golpes fuertes y secos. Tercero, puso reguetón a todo volumen, justo abajo del cuarto del niño a la hora de dormir, como represalia por no acceder a sus peticiones, como la de ponerle los zapatos que él sugería.

Es la increíble historia de un cantante mediocre que fastidiaba impunemente a los demás con su música inmunda, pero que no soportaba a un bebé caminando sobre su mismo eje. Es el cuento absurdo de un hombre que vendía lentes y gafas, para que otros vieran mejor, y al tiempo era incapaz de observar con claridad su propia mezquindad. Tenía atravesada entre ceja y ceja una viga de egoísmo e intolerancia.

Es una ridícula fábula sin moraleja, porque al final nos fuimos nosotros del edificio, por su hostigamiento, y no él, que trasnochaba acosando un bebé y madrugaba a flagelar a su pobre sanitario. Nos fuimos para evitar un problema que no podía resolver ni la administración ni el comité de convivencia, porque hace falta más que gente civilizada para tratar a un sociópata.

“¡Ahora no podemos hacer ruido por culpa de un hijueputa bebé!”.

Y —como dice una tía— ríase. En el nuevo apartamento supimos muy pronto que abajo vive una pareja con dos hijos adolescentes. Nos dimos cuenta por las peleas, los gritos y los insultos entre ellos; por el “¡HIJUEPUTAAAA!” que todos los días  lanza uno de los menores —hasta las 11 de la noche los viernes y los sábados—, al parecer frustrado por algún contratiempo en sus juegos de video. Han llegado a despertar a mi niño, acompañando los insultos con golpes en las paredes, y me he dicho lo mismo que en casos anteriores: “Qué más da… Si a Vicky Dávila la dejan gritar en una entrevista a Hassan, cómo no dejar que estos pela’os se desahoguen”.

Pues… ríase. La señora de ese apartamento nos mandó a decir un día que no la dejábamos dormir a las 10 de la mañana de un domingo (que era el día en el que ella podía dormir hasta tarde), porque estábamos martillando. En realidad, mi niño jugaba a esa hora con unos bloques de madera. Repito: a las 10 de la mañana. Y… ríase otra vez… El día que por citófono les pedimos bajarle a la gritadera, pasado el mediodía, para permitir que mi hijo hiciera su siesta, escuchamos fuerte y claro a uno de los adolescentes bramar: “¡Ahora no podemos hacer ruido por culpa de un hijueputa bebé!”.

Los ruidos, como la muerte y los impuestos, son inevitables. Lo que sí es evitable es la desproporción. Por un lado, la desproporción de los ruidos que emitimos, y la hora a la que los emitimos. Y de otra parte, es igualmente evitable la desproporción y la irracionalidad en las quejas que hacemos por los sonidos apenas naturales de un apartamento vecino. Una pareja tiene derecho a pelear y también a tener sexo con entusiasmo —o al revés, tener sexo con entusiasmo y después pelear—, ojalá a horas en las que el vecindario no esté durmiendo ni velando un muerto. Se pueden dar serenatas, obvio, pero tengan en cuenta que, después de las 11 de la noche, esas trompetas de mariachi en las escaleras de un edificio se escuchan hasta la Estación Espacial Internacional.

¿Un cantante de medio pelo tiene derecho a tocar de manera inmunda en la sala de su casa? Sí, ojalá sin quejarse luego por los pasos de un bebé de 18 meses ni perseguirlo como un psicópata con un palo de escoba. También está en todo su derecho a tener vejiga mini y levantarse al baño a la hora que le venga en gana, pero ojalá sin estrellar la tapa del sanitario a las 4 de la mañana, como si fuera el capó de un carro (“¡pah!”). ¿Un adolescente tiene derecho a desahogarse a los madrazos? Por supuesto que sí, pero… hombre… ojalá pudiera controlarlo después de las 10 de la noche, cuando sabe que justo arriba duerme un “hijueputa bebé”.

Ojalá esas personas —especialmente aquellas que viven creyéndose sigilosas y no se dan cuenta de toda la bulla que hacen— entiendan que un niño tiene derecho a caminar y jugar a plena luz del día en los corredores de su propia casa, más aún en tiempos de confinamiento.

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Soy comediante de “stand-up”. Para la muestra, esta rutina sobre las tes y las eses, que hice en Quito, Ecuador:

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 3 de junio: “Guía práctica para lavar los baños sin caer en la depresión”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

Mi esposa y yo le tenemos miedo a nuestro hijo de dos años

Me cae muy mal la gente que quiere liderarlo todo

¿Por qué es normal que un perro haga chichí y popó en calles y parques?

Confesiones que apenan: me dan miedo los perros callejeros

Que exijan licencia para ser padre, así como piden licencia para conducir

Estoy mamado de lavar loza

Envidio a quienes les va mejor que a mí y hasta disfruto cuando les va mal

Quisiera saber pelear, para darles en la jeta a los matones

Duele tanta maldad e indiferencia, pero igual saco tiempo para ver series en Netflix

No se diga mentiras: aunque sea un año nuevo, usted va a seguir en las mismas

Me siento obligado a comprar regalos que no quiero dar

Me ofende que no me inviten a los matrimonios

Soy un interesado

Llevo dos años sabáticos y ya se me está acabando la plata

Qué rico jubilarme… a los 36 años

No soy mejor que nadie, pero me encanta sentirme mejor que los demás

Quiero informarme seriamente, pero los medios insisten en tentarme a leer pendejadas

Yo también fui un periodista que gorreaba desayuno a las fuentes

Segunda parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

Primera parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.