No hubo producción, ni trabajo de campo para escoger la locación. Pero eso sí, tuvo los mejores maquilladores, las manos más privilegiadas para los mejores masajes y la mejor atención que se pueda tener en un spa.

Este fue mi regalo de día de Madres. Hecho, obviamente, por mis dos hijos. Una invitación escrita a mano me informaría que tenía una cita pendiente con ellos. Me esperaron a la salida de mi habitación y me llevaron con los ojos vendados a su cuarto.

Allí, la cama de Salomón era la sala de espera, donde me daban la bienvenida y me informaban que se acercaba el día soñado de mi vida: un día de Spa.

Me pasaron libros infantiles, suponiendo que fueran revistas de moda. Me llevaron agua, suponiendo que fuera té verde caliente con almendras. Y en vez de música de relajación, unas maracas entonando ‘Los pollitos dicen’.

Me llamaron a pasar a su baño, que en realidad lucía como un gran salón de belleza. Maquillaje, secador, esmaltes, máquina de lavado de pies, aceites naturales para un masaje y accesorios en mesa para la venta, por si yo deseaba comprarles algo. Una imaginación inigualable que florecía mi corazón de asombro.

Ellos habían entendido que por la pandemia del COVID-19 no podíamos celebrar ese día fuera de casa. Habían comprendido que el dinero que teníamos debíamos cuidarlo para comprar lo necesario: alimentación, pago de facturas, colegio y seguridad social. Los gusticos, llegarían después.

Entonces, se ingeniaron la idea de preparar un spa en casa, donde no tuviéramos que gastar ni mucho menos salir. Y pues me acomodé. Empezamos con lavado de cabello con shampoo para el cuerpo. En vez de acondicionador, Salomón me aplicó gel. Según él, para dar brillo a mi pelo. Un buen comienzo.

Me había prometido quedarme callada ante las posibles equivocaciones de ellos; porque, de hecho, para mí, ese día todo lo hacían era perfecto.

Ahora, secador a temperatura menor y un cepillado que ellos mismos halagaban. Endulado, decían. Pero no, en realidad era enredado.

Mientras Guadalupe me hacía el masaje en los pies para exfoliármelos con piedras ligeras, Salomón preparaba sus dotes como maquillador. Sombras en los pómulos, corrector como base, iluminador en las orejas, pestañina en las cejas y labiales de varios colores por capas.

¿Cómo estoy quedando Salomón? Esperaba que me dijera que muy linda. Pero no. Muy sinceramente me dijo: Muy sucia mami. Me ataqué de risa y seguí disfrutando de este momento tan asombroso.

Él también continuó. Uñas pintadas. Digo, dedos pintados, maquillaje a prueba de agua y masaje acostada en una improvisada camilla hecha con dos sillas de comedor.

¿Cómo no sentirse feliz por ese regalo? Ellos se sentían orgullosos de lo que habían hecho. Se sentían imponentes y profesionales en el tema. Entusiasmados con mi dicha. Mis ojos con lágrimas y mis palabras de gratitud les corroborarían que habían logrado lo que buscaban: hacerme feliz.

Sin duda, de mis mejores momentos de esta cuarentena, y no solo por el ingenioso regalo preparado con tanto detalle y amor, sino porque ellos me llevaron a ver la belleza con otros ojos: con los ojos del esfuerzo con que se hacen las cosas.

Al final, lista para salir como nueva. Ninguna cuenta por pagar, pero sí muchos besos y abrazos de propina para dar a ellos, a mis hijos que alegraron, con su imaginación, este día de la Madre en plena pandemia. Amé esta cuarentena.

Pulzo
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