El primer desatino, de tantos que se vendrán, en este gobierno fue la apuesta política y social de materializar el resurgir victorioso del M-19 conquistando el poder.

Hechos que se propiciaron el 7 de agosto, en la Plaza de Bolívar, en el marco de la posesión de su presidente, Gustavo Francisco Petro Urrego, están cargados de significado trágico para la nación, pero por desconocimiento, Alzheimer o memoria selectiva, de los militantes de la izquierda se quieren magnificar, invisibilizando lo que hay detrás de ellos. Imposición de la banda presidencial por parte de María José Pizarro, antes que un gesto de grandeza política de Roy Barreras, es la astuta jugada, de un zorro estratega, que logra pasar desapercibida en un país sin memoria en donde, desde el adoctrinamiento educativo, se hace creer que el M-19 fue un grupo guerrillero de niños universitarios, amantes de la justicia y que solo hacían trabajo social. La historia, que no se puede borrar, señala que Carlos Pizarro Leongómez antes que un mártir político, como lo quieren hacer ver por interpuesta persona en su hija, fue un líder guerrillero que tiene en su haber la barbaridad, el sufrimiento y la violencia que condujeron a la muerte de miles de colombianos.

Mensaje entre líneas que se tejió alrededor del cambio de mando presidencial colombiano revive los duros golpes que propició el M-19 a la institucionalidad, y asombraron al mundo: el robo de armas al Cantón Norte, la toma de la embajada de la República Dominicana, el hundimiento del barco El Karina, el secuestro al avión de Aeropesca, la Batalla de Yarumales, la Toma del Palacio de Justicia, los nexos con los carteles de la droga, por solo mencionar algunos. Populismo que rodeo el acto público en la Plaza de Bolívar, al lado del pueblo profundo y olvidado que se identifica como los “nadies”, fue la exaltación de poder de un exmilitante guerrillero que firmó la paz y se desmovilizó dejando las armas en marzo de 1990, por ello el valor simbólico que tenía la presencia de la espada que ellos mismos se robaron, de la Quinta de Bolívar, el 14 de enero de 1974.

La apuesta ideológica, develada en el acto de posesión presidencial, llama a preguntar cuáles son o serán los nexos del gobierno del Pacto Histórico con el nacionalismo y el socialismo democrático por el que luchó desde sus inicios el M-19 y se apostó cristalizar desde la Coordinadora Nacional Guerrillera (1984) o la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (1987). La Espada que se exigió llevar a la Plaza de Bolívar, como primera orden de su mandatario, fue la misma que en su momento usaron para romper las telarañas del museo y lanzar a los combates del presente, apuntando contra los explotadores del pueblo; discurso nada alejado del significado de una vida, una existencia, exaltado ahora, por Petro Urrego, para pedir, como Bolívar, que nunca más esté enterrada y se envaine cuando haya justicia en este país. Actos que captan incautos, enceguecen a fanáticos, pero humilla a los soldados que los combatieron y el pueblo que fue víctima de un grupo narcoguerrillero de extrema izquierda.

Veneración que se rinde a Simón Bolívar deja claras las contradicciones que acompañan a quien, por los próximos cuatro años, regirá los destinos de Colombia, insistencia de usar la espada como un referente, recuerda la primera gran victoria del M-19, pero a su vez enciende las alarmas frente a la adulación que se brinda a quien es referente de dictadura, autocracia, antidemocracia, y sobre el que pesa el genocidio y esclavitud de miles de indígenas y campesinos que ahora dice representar y defender el Pacto Histórico. Defensa de la libertad, la igualdad y la justicia social difícilmente se puede encarnar en quien hizo parte de un grupo que gesto el magnicidio de magistrados, se apoderó de tierras, desplazó ciudadanos, perpetró ataques a poblaciones y secuestró y asesinó un sin número de colombianos. Cierto es que unos adoran a Hitler y otros a Bolívar sin saber siquiera un poquito de aquello que representan.

Heroísmo de patriarca autoritario que se escuchó en el discurso, que como estadista pronunció Gustavo Francisco Petro Urrego, en medio de la posesión excitó la esperanza de algunos. El paso del autohomenaje al llamado a la reconciliación y unión de los colombianos encendió una ilusión de cambio que a las pocas horas se desdibujo con la radicación de la, tan anunciada y no consensuada, Reforma Tributaria en el Congreso. Golpe certero que pulveriza el símbolo de una lucha por la transformación de la nación y denota que el inconformismo social organizado, alentado y llevado a las calles, por quienes hoy son gobierno, fue un pretexto para generar miedo e incertidumbre que trajera consigo réditos en las urnas. Desordenes del proceso de paro, financiación que gestó milicias urbanas -primeras líneas-, clamor popular contra un acto que asfixiaba al pueblo colombiano, no se corresponde con una propuesta, ahora radicada, que es mucho más gravosa que la que usaron de excusa para incendiar al país, y más inconveniente teniendo en cuenta la altísima inflación.

Similitudes entre la reforma de Carrasquilla y la que ahora propone el ministro José Antonio Ocampo son abismales, las dos golpean la capacidad de consumo, ahorro e inversión de las personas naturales, sobre ellos recae más del 30% de los gravámenes. Si bien el tributo es la forma de hacer sostenible un país con el único fin de crecer, no es menos cierto que se deben administrar bien esos recursos recaudados acompañándolos de tres cosas de las que ya adolece la administración Petro Urrego: austeridad, gasto efectivo y lucha contra la corrupción. Para “vivir sabrosito”, y otorgar los subsidios prometidos a los menos favorecidos, su presidente y el equipo de gobierno deben optimizar la distribución de recursos reconociendo la realidad del colombiano de a pie, ese que de un plumazo está siendo colocado como uno de los cuatro mil más ricos de Colombia.

Apretar más a las empresas con las reformas -tributaria, laboral y pensional-, como se proyecta desde el Consejo de Ministros, solo trae consigo un aumento en los costos operativos que se traducirá en aumento de precios, menos ventas, más desempleo y más hambre. Tarea de su mandatario será demostrar que el paso por las aulas universitarias, para fungir como economista, dejaron las bases, teóricas y conceptuales, para comprender que el símbolo de profundizar en el socialismo no es para empobrecer a los pobres, atomizar a la clase media, y enriquecer a los políticos y burócratas. Verle la cara de frente al hambre y la miseria implica estructurar una política de estado que no esté soportada en el fanatismo que es capaz de excusar cualquier exabrupto como la expropiación o la apropiación de tierras a la fuerza, como ya lo hacen indígenas en el Cauca.

Los cambios obedecen a un proceso, pero compleja es una transformación sustentada en la defensa y justificación de lo indefendible, eso que antes tanto atacaban como oposición y ahora avalan. Una sociedad profundamente polarizada como la colombiana debe mirar lo que trae de fondo la propuesta política, económica y social del Pacto Histórico, apuesta gubernamental que más que reemplazar el sistema alimentario por uno más saludable y sostenible, brindar oportunidades de igualdad a la sociedad, y resarcir las deudas con comunidades ancestrales, está aniquilando las esperanzas del ciudadano del común. Sería genial que la reforma que se constituye en símbolo de una nueva Colombia tomara un rumbo diferente al que la historia ha demarcado para los países que ya transitaron los caminos del socialismo progresista del siglo XXI. A la luz de los primeros actos de gobierno solo cabe la zozobra y tener claro que con el simbolismo ideológico “Desde el desayuno se sabe…”

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.