
La reflexión y recogimiento en los que están sumergidos muchos por estos días de Semana Santa suelen estar marcados, además de por la solicitud de perdón y la alabanza, por la idea de gratitud, una virtud que en la tradición judeocristiana alcanza la categoría de disposición moral refinada que incluso humaniza más al hombre y promueve la comunión interpersonal. Pero ser ingrato es también un deber que reclama la democracia a quienes ocupan un cargo o aspiran a hacerlo —fundamentalmente como magistrados de altas cortes o en órganos de control— después de ser postulados por el presidente Gustavo Petro.
En varios pasajes bíblicos se hace referencia a la gratitud, como el que narra el Evangelio de san Lucas (Lc 17,12-19) sobre la entrada de Jesús en un pueblo del que salieron diez leprosos a su encuentro rogándole que los curara. Así lo hizo, pero solo uno de ellos se volvió para darle las gracias. El relato provoca repudio hacia los otros nueve. En Tesalonicenses 5:18 se insta a “dar gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios […]”, y a partir de este precepto el agradecimiento es capital en las prácticas cristianas. Los ingratos son objeto de reproche, por lo que cuesta entender la idea del deber de ingratitud.
El deber de ingratitud es todavía menos comprensible cuando una de las primeras instrucciones que dan los padres a los hijos apenas tienen uso de razón es agradecer: “Da las gracias”, “No se te olvide agradecer” o “¿Cómo se dice?”, les indican a los niños cuando reciben algo. Así, esta virtud, considerada como la primera por la tradición cristiana, reviste también dimensiones culturales y sociales al punto de que se entiende como el primer signo de una criatura racional y pensante, y también sicológicas al convertirla en un factor que da tranquilidad al corazón con poderosa capacidad de transformación interior.
El profundo arraigo de la gratitud se debe —como explica Luis Casasús, superior general de los misioneros Identes de Nueva York en el sitio web del Instituto Id de Cristo Redentor— a que “antes de que hayamos tenido la oportunidad de hacer algo por otras personas, recibimos cuidado, atención y afecto”. Y para ilustrar cómo el frío filo de la ingratitud lacera el alma cuenta la historia de un niño que cayó al mar. Un marinero, sin importar el peligro para sí mismo, se zambulló, abrazó al niño y, exhausto, lo salvó. Luego, la madre del niño buscó al marinero y le preguntó: “¿Se metió usted en el océano para sacar a mi hijo?”. “Así fue”, respondió. Y la madre preguntó: “Pero, entonces, ¿dónde está el sombrero de mi hijo?”.
El deber de ingratitud hacia Gustavo Petro
Por cosas de esa índole, Jean Massieu (1772‐1846), pionero de los maestros sordos franceses, calificó la gratitud como la memoria del corazón. Pero debajo del formidable peso religioso y cultural que tiene esa virtud, emerge, sin embargo, el concepto del deber de ingratitud, fertilizado también por criterios morales que apuntan a la defensa de la democracia. En Colombia, el tema cobró vigencia precisamente esta Semana Santa, cuando el presidente Petro ternó al abogado Héctor Alfonso Carvajal Londoño para reemplazar a la magistrada Cristina Pardo en la Corte Constitucional.
Carvajal Londoño ha sido defensor personal del mandatario y se teme que, de ser elegido por el Senado, termine alineado a los intereses del jefe de Estado, en gratitud por haberlo nominado. No es el único caso. El mismo temor existe con Álvaro Echeverry, elegido hace poco magistrado del Consejo Nacional Electoral (CNE) después de que fuera ternado también por el presidente Petro para ocupar esa dignidad, desde donde, también por gratitud, puede incidir como ficha clave del mandatario en la investigación que le sigue ese organismo por presuntas irregularidades en la financiación de su campaña.
En cambio, buenos ejemplos del deber de ingratitud vienen siendo hasta ahora el del procurador general Gregorio Eljach y la defensora del Pueblo Iris Marín que, pese a haber sido nominados por el presidente Petro, han mostrado independencia y hasta lo han cuestionado. “El deber de ingratitud de los jueces es que una vez son elegidos, no importa quién los ternó, no importa quién los eligió, solo obedecen a la Constitución y a la ley”, explicó Marín en Caracol Radio. “No le sirve a nadie en Colombia una Corte Constitucional que esté defendiendo intereses de un gobierno o de un movimiento político específico”.
En una zona gris permanece la fiscal general, Luz Adriana Camargo, también ternada por el mandatario, pues sobre ella aún pesan las dudas de si, por gratitud, es lo que se denomina ‘fiscal de bolsillo’ del presidente, debido a que, si bien ha mostrado diferencias en algunos temas, también ha sido clave en el nuevo curso que ha tomado la investigación contra Nicolás Petro, hijo del mandatario, por lavado de activos y enriquecimiento ilícito, y ha compartido las tesis del jefe de Estado sobre los integrantes de la llamada ‘primera línea’.
¿Gustavo Petro exige gratitud a sus nominados?
Quien se beneficia y alcanza un alto cargo después de ser ternado puede manifestar su gratitud de manera libre y espontánea. Pero esa gratitud también puede ser exigida por el presidente, un escenario que ilustra el jurista Rodrigo Uprimny, uno de los primeros en abordar el tema del deber de ingratitud en el país, con el caso de Olga Lucía Acosta, candidata de Petro que después integró la junta directiva del Banco de la República.
Como el Emisor no redujo la tasa de interés en el sentido que esperaba el mandatario, este aseguró que la junta era “uribista” y se quejó de la integrante que él nombró, Acosta, aludiendo a ella como “la delegada que yo puse”.
La cuenta de cobro con el claro sello de exigencia de gratitud no pudo ser más expresa. En una columna al respecto, Uprimny aseguró que Petro tenía razón pues, pese a la independencia del Banco, no es una rueda suelta y debe coordinar la lucha contra la inflación con los objetivos de la política económica del Gobierno. “Pero [el presidente] debe aceptar —advierte el jurista— que la Constitución estableció a la Junta como una autoridad independiente a fin de evitar que los gobiernos puedan manipular la política monetaria y crediticia con propósitos electorales”.
Por eso, aunque los miembros de la junta directiva del Emisor son nombrados por los presidentes, no son “delegados” suyos, sino “integrantes autónomos de la Junta o codirectores del Banco, y deben entonces actuar en forma independiente”, como lo hizo Acosta, que “simplemente ejerció su deber de ingratitud”, subraya.
En los casos de magistrados y altos funcionarios que reciben esas cuentas de cobro por haber sido ternados y se ven compelidos a actuar en un determinado sentido para agradecer a su nominador cabe recordar al sacerdote y filósofo italiano Romano Guardini (1885-1968), que señaló que una de las posibilidades del agradecimiento es el ámbito de la libertad y de la voluntariedad. Desde su perspectiva, la libertad y el agradecimiento son indisociables. Nadie puede obligar a nadie a estarle agradecido, y, en ese sentido, en el ámbito de la obligación o donde rige la exigencia, la gratitud pierde su auténtico sentido.
La expresión deber de ingratitud, que para otros analistas constituye un oxímoron (dos palabras de significado opuesto que originan un nuevo sentido) fue formulada por Robert Badinter en 1986, después de ser elegido en Francia por el presidente Mitterrand para el Consejo Constitucional, equivalente a la Corte Constitucional colombiana, explica Uprimny en su texto, y agrega: “Badinter era muy cercano a Mitterand y usó esa paradójica expresión para indicarle […] que, a pesar de que estaba agradecido por su nombramiento, no iba a actuar como un agente suyo en el Consejo Constitucional sino como un magistrado independiente”.
Fiel a la rectitud de esa idea, durante su período de nueve años, Badinter ejerció el deber de ingratitud, propio de personalidades íntegras y probas que ponen por encima de sí mismas los más altos intereses de la democracia, basados en la separación de los poderes públicos. La gratitud hacia los nominadores constituye, más que una virtud, un vicio que provoca graves daños a la sociedad. El deber de ingratitud, en estos casos, no es pecado.
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