Por: David Santiago Forigua

Diagonal a uno de sus pacientes, Teresa está tomando un pequeño pocillo de tinto dulce, más claro que oscuro, preparado, en un acto de cortesía, por la señora de 82 años que visita desde hace unos meses, religiosamente, de lunes a viernes dos veces al día.

Cuando se le pregunta por su profesión, sin pensarlo mucho, empieza a contar, con precisión en los detalles y sin dubitaciones al hablar, de los pacientes de los que se va acordando. Con la mirada perdida, fija en la pared, y las expresiones faciales cambiantes mientras recuerda y después explica cada una de sus complicaciones, va dejando escapar de su boca nombres y enfermedades por montones. Relata historias de gente que atendió, que ya no vive y con la que pasó sus últimos meses o años.

La mujer continúa –como si estuviera recitando algo aprendido y cree que, si lo dice más rápido, tendrá menos posibilidades de olvidar– su narración detallada de los nombres de los pacientes, su edad, su rutina con ellos y cuándo fallecieron.

“La señora Lucila sufría cáncer de garganta; su esposo fumaba mucho Piel Roja. Eso apagaba uno y prendía el otro. ¡Uy! esa pieza olía terrible y ella fue la que se enfermó. Yo la atendía a ella, junto con su hija Deisy, que había sufrido una hidrocefalia después de una operación de apéndice, porque a los médicos se les fue la mano con la anestesia. Como a los 13 años se dieron cuenta, porque se cayó yendo al colegio de La Guatemala”.

Y prosigue el relato: “A ella les cocinaba, las bañaba, las vestía y les cambiaba el pañal… bueno, a ellas me tocaba ponerles trapos y lavárselos. Nemesio, el esposo de la señora Lucila, vendía lotería en el barrio para pagar apenas el arriendo. Yo las visitaba todos los días y los domingos las dejaba listas para que a Deisy la llevara su único hermano a misa. La mamá murió a los 76, primero que la hija, que murió unos 3 años después, luego me enteré de que murió don Nemesio y el hijo que quedó dejó el barrio”.

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Las historias continúan. En su narración, los nombres de las personas cambian, pero las condiciones y sus cuidados se repiten: siempre bañar, vestir, arreglar, cuidar, cambiar pañales y dar inyecciones de insulina. Al igual que se repiten las palabras cáncer, diabetes y vejez. Entonces, los enfermos se vuelven muchos para escribir cada una de sus historias y los detalles de doña Teresa sobre ellos se hacen menos precisos, cuando se esfuerza por recordar la totalidad de sus pacientes.

Su talento, heredado

Ana Cecilia López y Miguel Antonio Nova Rincón, padres de Teresa, construyeron su casa, en una esquina de lo que ahora es conocido como el barrio Las Ferias, pero, que para ellos no era más, hasta hace poco, que una gran hacienda de nombre La Esperanza.

Esta fue dividida y vendida por lotes a particulares. Muchos de ellos, trabajadores, obreros y gente del campo que llegaba, o a vivir más cerca de las fábricas y empresas en las que trabajaban o a estar más cerca de la ciudad, en busca de más oportunidades y un hogar para sus familias.

De uno de esos lotes, por 19 pesos, se hizo don Miguel, quien había trabajado desde los 12 años repartiendo gaseosas en burro para después – por la misma época que conoció a su esposa– vincularse en la fábrica en Bogotá de la empresa nacional Posada y Tobón, en donde fue empleado desde antes de la llegada de Carlos Ardila Lülle en 1968 y por mucho tiempo después, hasta que salió pensionado, a los 76 años.

Por su parte, Ana Cecilia encontró su vocación como enfermera. Ese trabajo que había realizado –como cuenta su hija– desde muy joven. Incluso, teniendo que desempeñarse en esa labor el fatídico 9 de abril de 1948, cuando limpió por montones la sangre y las vísceras de la gran cantidad de muertos que había dejado ‘El Bogotazo’.

Sin embargo, ya casada y favorecida por la creciente comunidad del barrio, se desempeñó principalmente recibiendo niños, llegando incluso a recibir ella sola la mayoría de sus 12 hijos, siendo Teresa la primera, por lo cual fue ella la encargada, desde pequeña, de cuidar a sus hermanos, así como de trabajar, estudiar y ayudarle a su mamá en el trabajo. Aquello significó, en cierto sentido, que vio en sus horas ayudando a su mamá una vocación compartida.

Teresa ayudaba en la cocina haciendo la mazamorra que se almorzaba todos los días y moliendo para las comidas, el maíz, el trigo y el cacao, entre otros. Cambiaba los pañales de sus hermanos que iban llegando uno tras otro a la casa de un piso y tan solo una pieza, en donde vivía su familia.

Recuerda el barrio cuando en su mayoría era solo potreros, lagos, pozos y pequeñas casas. “Yo iba, como muchos, a la pila por el agua para la sopa, cargando uno o dos tarros de manteca”. No existían acueductos ni, mucho menos, alcantarillado.

Mientras ella crecía, también lo hacía el barrio. La dinámica era bien conocida, los hombres se iban a trabajar principalmente en la empresa de teléfonos, en la cervecería Bavaria y otros, como su padre, en la fábrica de Postobón. Los buses los recogían en masa para llevarlos. Las mujeres trabajan –tejiendo, cuidando, vendiendo– y cuidaban a sus hijos, hasta que los mayores fueran capaces de cuidarse y de cuidar a sus hermanos.

Algunas se encargaban ya en la tarde de llevar a los trabajadores sus almuerzos hasta las empresas. Entonces, crecieron los hogares, el tamaño de las casas y el número de tiendas para gastar el sueldo jugando tejo y tomando las gaseosas y cervezas que ayudaban a producir.

Ya para el 54, el general Rojas Pinilla había hecho de Engativá parte oficial de la ciudad de Bogotá (antes existía como un municipio de 37 kilómetros y 11 veredas) y así se fue formando, en una transformación de lo rural a lo urbano, uno de los primeros barrios obreros de la ciudad.

Una vez acabó sus estudios, que en ese momento llegaban hasta segundo de bachillerato, y después de haber trabajado como niñera, ayudante de una pianista estadounidense y vendedora de zapatos, se enlistó en un curso de la Cruz Roja.

En él aprendió lo básico de su profesión, aunque ”nunca me gustó eso de recibir niños”, asevera arrugando la cara. Aquello la diferencia de su madre. Y ¿cómo no? Mientras ella les daba la bienvenida a la vida, Teresa tenía el deber de darles la despedida.

Entre sus primeros pacientes estuvo el que terminaría siendo su esposo, quien le entregó, en sus palabras, cuatro hijos, 44 años de matrimonio, muchos negocios perdidos y una “mala vida” llena de abusos y golpes.

“Lo conocí por unas inyecciones que le aplicaba a su hermano, con quien yo se supone iba a estar, pero terminé fue con él”. Las frases se vuelven más cortas al hablar de ese tema, pues después de muchos años, decidió separarse.

“Todos vamos en un filita esperando a que nos toque el turno”. La muerte, para la enfermera que ha tenido que dejar ir muchos pacientes, es algo que pierde mucho misticismo desde su forma de ver el mundo. Es por eso que con un sentido agudizado por la experiencia ya sabe qué hacer cuando “su corazón” le dice que es el último día de un paciente. “Yo les llevo primero el sacerdote, hago mis oraciones y digo; ‘Señor, aquí te entrego otro paciente’”.

Así mismo, sin cambiar el tono de su voz cuenta: “yo no le tengo miedo a la muerte, yo le digo a Dios que el día que me llame, lista ahí estaré”. Sin embargo, haber llegado a términos con aquel fenómeno no hizo más fácil el dolor que sintió un 16 de abril cuando al teléfono le informaron del suicidio de Ángel Guillermo, su segundo hijo.

Aquello lo narra con su mirada en mis ojos. “Lo último que me dijo fue… –se escucha con su voz a punto de quebrarse, justo antes de entrar en un profundo sollozo silencioso– Mamá gracias por cuidar a mis hijos, algún día la voy a dejar descansar”. Teresa era la responsable de 3 de sus nietos desde antes del trágico suceso y, sin duda, lo ha sido después.

Luego de limpiar sus lágrimas, Teresa se alista para visitar su siguiente paciente. Ya en la calle, poco transitada y hecha tan solo un mero reflejo de lo que alguna vez fue, se va caminando, dándole la espalda a la 68. Paso a paso, para continuar su rutina. Después de lo mucho ya vivido, camina por las calles de su barrio que, como ella, no se detiene por los que ya no están y que cuenta, con solo poner atención, infinitas historias.

Autor: David Santiago Forigua, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de la Sabana. 

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.