Ante mi falta de experiencia y nulos conocimientos en técnicas de combate, me da miedo ser lastimado. Temo que me rompan la nariz, que me quiebren un diente, que me tronchen un pie, que me saquen las yucas de los dedos, que me mechoneen. No me gusta ni que me miren mal.

Quisiera ser fuerte, para enfrentar sin miedo a tanto malhechor. Quisiera ser Neo, de Matrix, para detener con una mano el puñal de un ladrón. Quisiera ser Gokú, para destrozar con mi “kame-kame-ha” a los que acosan mujeres en la calle. Quisiera ser Seiya, de los caballeros del Zodiaco, porque la armadura de Pegaso es una chimba. También quisiera ser más maduro y dejar de fantasear con dibujitos animados.

Me gustaría confrontar a mucha gente, sin miedo a ser herido; al que se cola en Transmilenio, sacándolo de la estación; al que bota basura en el piso, devolviéndole la basura en la mano; al que no recoge el popó del perro, untándole la cara de popó (de mi popó).

Un día se coló un tipo en una fila para pagar un parqueadero. Era calvo, espaldón y rollizo. Como el actor de El Transportador, pero con cuerpo de “El Fritangueador” y aspecto de “El Traqueteador”. No me habría dado cuenta de su falta de civismo, si no es porque un joven, de unos 23 años, le hizo el reclamo. El Fritangueador se paró en frente del joven y lo desafió: “¿Qué va a hacer?”. Ante el silencio, se fue impune, regodeándose en su matonería.

Qué piedra. Sentí un impulso enorme de ponerme en posición de combate y gritar con todas mis fuerzas: “¡Dame tu fuerza, Pegaso!… ¡Pum, pam, pim!… ¡Rapa-trapa- tui!”. Y así desencadenar una ola de 100 golpes por segundo, con la ayuda de mi diosa Atenea que todo lo puede (al salmo respondemos: “La señora es mi pastora, nada me faltará”).

Qué impotencia. Ser testigo de un acto de matoneo (por sencillo que parezca) y no tener la capacidad de enfrentar al matoneador. Por eso fue refrescante ver a esos transexuales que, en Miami, molieron a golpes a un homofóbico que los estaba acosando. Lo terminaron de neutralizar a punta de taconazos. Qué envidia no tener esa fuerza y qué envidia no usar zapatos altos y puntilludos para ponérselos en la cabeza al que haga falta. Con esa fuerza, por ejemplo, y esos tacones, se habría podido defender la pareja atacada por un taxista con un destornillador.

El problema no es levantar la voz. Esa es la parte fácil: decirle al conductor de un carro que no parquee en el andén; pedirle al “vecino” en una zona de “camping” que apague la música porque no todos estamos condenados a escuchar su “playlist”. Lo difícil, lo realmente difícil, es atenerse a las consecuencias de una confrontación que puede volverse física.

Me he imaginado que descubro a un ladrón robando a otra persona vía “cosquilleo”, en pleno Transmilenio. Le grito indignado, resuelto, heróico.

—¡Rata!

Lo que parecía un ladrón, ahora tiene cara de asesino. Iracundo y potencialmente peligroso, cambia de objetivo y empieza a caminar con actitud hostil hacia mí, llevándose la mano a un bolsillo de la chaqueta, como sugiriendo que allí está un puñal que pronto besará mi corazón.

—Bájese usted del celular, ¡por sapo! —pide amablemente el señor ladrón.

Petrificado, alcanzo a responderle.

—Si yo soy sapo… Usted es rata…. Entre animalitos no nos pisemos las mangueras, ¿sí?… Mire todos los que se han muerto en Australia… Terrible, ¿cierto?

El delincuente insiste:

—No se haga el güevón. Entregue el celular. Hay cuatro más que vienen conmigo.

—Ah, viene acompañado… Qué bueno… Siempre es mejor andar en grupo. La ciudad está muy insegura, hermano. ¡Glup!

Está demostrado que sí se puede. Una mujer logró dos veces —¡dos veces!— que detuvieran a ladrones en el Transmilenio. No tuvo que pelear. Simplemente levantó su voz y animó a los demás pasajeros a detener a los delincuentes. Valiente, sí. ¿Quisiera ser como ella? Sí, pero con tacones, por si hay que volear zapato para defender mi integridad.

No siempre soy un cobarde. El año pasado no aguanté más y me fui detrás del dueño de un perro que no recogió el popó de su mascota, en pleno parque en donde juega mi hijo de dos años. Apreté mis puños, lo agarré de la camiseta y le dije con el diablo adentro: “Oiga, imbécil. Recoja la mierda de su puto perro o le rompo la cara”. Primero se quedó estupefacto, luego se le llorosearon los ojos y al final recogió el popó. Debía tener como 10 años, el desadaptado ese.

Lo anterior no es cierto, pero me sirve para ilustrar algo que sí es verdad: me siento más envalentonado para alzar la voz, cuando la otra persona se ve más débil. Horrible, pero cierto.

Mi lado más racional, ponderado y civilizado, me dice que es mejor no saber pelear. Deben ser millones las riñas que no se concretan porque una de las partes prefiere evitar la fatiga y los moretones, como yo. Pero qué liberador sería levantar la voz sin miedo y, llegado el caso, poder defenderme como un súper sayayín, un jedi, un Caballero del Zodiaco o un transexual hastiado en una pizzería de Miami.

***

ATENCIÓN: Este viernes, en Bogotá, seré telonero de dos de mis comediantes favoritos, en un “show” de “stand-up comedy” que seguro les va a gustar. Boletas disponibles, aquí: bit.ly/AgomosoTelonero

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La próxima, el miércoles 12 de febrero: “Envidio a quienes les va mejor que a mí y hasta disfruto cuando les va mal”.

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