“La aspereza de sus manos es suficiente para que yo entienda de dónde vengo”. – Angela Castellanos.

Hace muchos, muchos, muchos años, no había vuelto a visitar al Río Grande de la Magdalena. De hecho, la última vez que lo hice, fue “de pasada”, y casi despreciando su presencia. Siempre imaginé que, cuando lo conociera de verdad, sería gris, sucio y, apocado.

Y por esas casualidades de la vida, la semana pasada, tuve un viaje de trabajo a Barranquilla donde todo tiene una historia, todo parece estar dispuesto para ser contado. Sabía que iba a tener algo de tiempo para ir al malecón, uno de los tesoros que los barranquilleros cuidan y promueven con su alma.

Así que decidí leer Subienda, de Ángela Castellanos (Cúcuta, 1978) antes de mi viaje. Y ¡oh sorpresa maravillosa!, me encontré con un libro que, con un relato realmente macondiano, nos acerca imperceptiblemente al río, sus habitantes, su entorno, su vegetación, al río como un ser vivo, que da y que recibe, que se manifiesta y marca la vida de quienes se atreven a acercarse a su espíritu.

La realidad imaginada – un río, sucio, seco y desapacible – fue otra y entonces recordé estas palabras que había resaltado de Subienda: “Se percató de que el color del agua era el mismo de la tierra: fangoso, marrón y oscuro, y le gustó que no fuera cristalino. Pensó que eso le imprimía más misterio, que lo hacía más enigmático, y que al no poder ver qué había en el fondo, su imaginación podía darse un festín descubriendo qué de todo lo que habitaba allí debajo de aquella agua marrón era lo que empezaba a enamorarlo. (…) el Magdalena era como un libro lleno de polvo que esperaba ser abierto para contarle a quien le consultara toda la historia de un país que, muy desagradecido, lo tenía en el olvido”.

Y me pasó lo mismo que a Javier, uno de sus protagonistas: “Ahí parado en el dique, con el arrullo de las olas pequeñas, no pudo descifrar qué lo emocionaba tanto, y la verdad es que nunca lo supo. Lo que sí supo desde ese día fue que el Magdalena lo marcó.”

Subienda es un libro editado con ese mismo cariño que la autora siente y nos hace sentir por el río Magdalena y por su padre Javier y su amigo Alfonso: un libro hecho en un papel de esos que ya no se ven en las ediciones masivas de grandes editoriales, un libro con fotografías impresionantes en blanco y negro – tomadas por la misma autora – que uno se encuentra en la primera hoja de cada capítulo y que anticipan el contenido de cada uno de ellos.

Si bien Ángela nos dice que su ópera prima es “un intento por homenajear a su papá (…) sobre el valor del legado que los padres les dejan a sus hijos y la necesidad de rescatar el concepto de “memoria” y la importancia de andar por la vida con certeza y esperanza”, y un homenaje a los pescadores y al río Magdalena, el libro es bastante más que un libro intimista y testimonial: es un libro que bien podría ser una de esas novelas breves garciamarquianas pero con ese toque de contemporaneidad conectada con el progreso, con los avances de la ingeniería en el país.

En el libro se reflejan esos momentos en que el papá de Angela le hablaba del río “con los ojos llenos de brillo e inventándose cuentos en los que cambiaba los príncipes por pescadores y las carrozas por canoas, (…) Sus cuentos eran fascinantes.”

Y así comienza una historia de no ficción, pero que parece de ficción cuando, a sus 23 años, Javier, el protagonista de esta historia, debe asistir a su grado universitario como ingeniero, con un traje prestado que le queda grande. Su nono Jorge ha sufrido una de las peores quiebras en la historia de locales comerciales en Cúcuta y durante gran parte de su juventud, sus papás, él y sus hermanos, debieron vivir con menos de lo justo y necesario, y él, Javier, tuvo que trasegar las calles de la ciudad con sus zapatos viejos y sin cordones. Javier soñó durante su infancia con un tren de juguete que debió haber llegado en alguna navidad y que nunca pudo tener de niño ni de joven.

En la universidad conoce a Alfonso Vergel, Toto, su amigo-casi-hermano del alma. “Estoy segura de que el día que mi papá conoció a Alfonso no imaginó que él se convertiría en su hermano, porque así pasa cuando conocemos a la gente importante. El que va a ser determinante en la vida de uno se presenta sin un anuncio ni una señal de alarma que nos indique el papel que va a tener, cuando lo justo sería que una trompeta anunciara a gritos su llegada.”

Un día, Alvaro Díaz, El Loco, un amigo de la familia de Alfonso, le da la oportunidad a Javier de un cargo en Magangué, como ingeniero residente para la terminación de un dique que debería impedir las continuas inundaciones del pueblo y del valle. De El Loco aprendería su amor por la costa caribe y que “siempre, honre, agradezca y visite a los amigos que le tendieron la mano en momentos de dificultad. Hay gente que no solo le tiende a uno la mano, sino también el corazón… la honra se practica”

En el viaje de ida a su destino pasa por San Jacinto, en el corazón de los Montes de María y, como si las hamacas fueran naves o hadas, nos va adentrando en la magia del Magdalena: “Las hamacas se movían al ritmo de un viento suave que bajaba de un cerro arriba que llamaban el Maco y, sin estar nadie subido en ellas, se elevaban como si quisieran empezar a volar. Los flecos se veían como las barbas de los árboles gallineros, y como en las tiendas tenían tantas colgadas, el movimiento continuo de ellas, misteriosamente coordinado, era hipnotizante».

A pesar de lo precario de su situación – terminó echado de su hospedaje inicial y la mayoría de su sueldo debía enviarlo para dar de comer a su familia que se quedó en Cúcuta – y con la esperanza de llegar a casarse con la que más adelante sería su esposa – una costeña radicada en Cúcuta – se ve maravillado por el río, y sus pescadores, con quienes hace amistad y hace un pacto que les permitirá a ellos y a los “ingenieros” tener éxito en sus faenas diarias, sobre todo en época de subienda.

Nos habla de los pescadores como cantores cuyos “cantos que parecían hablados, en los que con un ritmo muy lento y con cadencia suave, la voz de un hombre al parecer mayor contaba la historia de una especie de fantasma grande y peludo que se llevaba a las mujeres del río y les hacía travesuras a los pescadores: el mohán, según la misteriosa canción.”

Poco a poco, pues se va formando una gran familia “gracias a la que mi papá recibió el legado del amor por el folclor caribe, por el río y por la historia musical”. Fueron la convivencia con los pescadores y su música las que le enseñaron a Javier, frente al río, la verdadera historia de Francisco Moscote, al que llamaban Francisco el Hombre, quien había sido retado por el mismísimo diablo a un duelo de acordeón, saliendo vencedor tras cantarle el credo al revés a su diabólico contrincante. También había aprendido cómo sonaban los bajos del acordeón de Alejo Durán y qué eran el bullerengue, el porro y el chandé.

En fin, la historia es preciosa y culmina en Bogotá, cuando la familia debe trasladarse para cubrir los diferentes frentes de la empresa de ingeniería que Javier y Toto fundan y deciden expandir. Una Bogotá descrita como lo que es, una ciudad ruda, en donde hacerse entender no es fácil, en donde navegar es aún más difícil y, sin embargo, lo hacen gracias a lo aprendido del río y sus pescadores, esa sencillez, humildad y desparpajo, mismas que llevaron a Javier a inventarse un restaurante frente al Magdalena con sillas hechas en concreto, o a pasar noches enteras cargando canoas para llevarlas de un lado al otro y poder ayudar a los pescadores en su faena.

Subienda es el resultado de un proyecto creativo de largo aliento que Castellanos inició en el año 2019 en medio de un viaje para hacer fotografía documental en Nueva Venecia, Magdalena.

Angela Castellanos es fotógrafa y amante de los libros y los boleros. Estudió Gobierno y Relaciones Internacionales y siempre ha trabajado en ingeniería civil. Es una lectora asidua, una amante de los animales, una persona disciplinada y comprometida. En la fotografía documental encontró la manera de conocer historias nuevas y contárselas a otros. “Creo que la fotografía con su expresión visual no puede igualar la sensación de éxtasis que resulta después de leer un fragmento bien escrito, ni el texto puede reemplazar lo maravillados que nos sentimos al tener de frente una fotografía hermosa y poderosa hecha en el momento preciso. Por eso pensé en usarlos a ambos como recursos visuales complementarios.”

Nos dice Angela que no quería escribir sin tener conocimiento de primera mano, y por ello viajó por algunas zonas ribereñas del Magdalena — Mompox, Nueva Venecia, Villa Vieja, Barranquilla, Sitio Nuevo, Honda — para hacer fotografía documental y convivir con pescadores. El libro se escribió, editó y diagramó en medio de la pandemia.

No es un libro sobre la abundancia, pero sí sobre el valor de lo que hace una vida verdaderamente abundante. “Gracias al río y a los pescadores la vida de mi familia cambió. Dejamos de tener a la escasez como una invitada permanente en la sala de nuestra casa. Y, finalmente, la riqueza visual y narrativa del río es lo que me ha permitido contar historias.”

Compren Subienda en la FILBo @FILBo, pabellón 17, editoriales independientes, en el stand del Colectivo Huracán @huracan_co. No se arrepentirán.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.