Una mañana de lluvia, en la costa de Sao Paulo sobre el Atlántico, un hombre camina en los pits con la soberbia de un león que atraviesa la sabana africana. Respira profundo. No baja la guardia ante gritos y miradas. Más bien se alimenta de la multitud como si estuviera en el circo romano. Mantiene la calma. Es como un tigre siberiano que acecha a su presa. Entre él y su máquina hay una ruta de un solo sentido y su norte permanece intacto.

Su concentración no se debe a nervios o temores por la carrera que se avecina: camina como lo hace un macho beta que busca derrocar a su alfa. Los otros corredores sí parecen nerviosos. Es 1 de abril de 2001 en el Gran Premio de Brasil. A ningún otro piloto le importa tanto, esa mañana, vencer a Michael Schumacher, como a Juan Pablo Montoya. Es la tercera vuelta. El colombiano persigue de cerca al Ferrari del alemán. Llega la primera curva. Montoya hace una maniobra por el interior. Y como cuenta Germán Mejía, presentador y periodista de la Fórmula 1 para Latinoamérica: “le hizo un sobrepaso, en lluvia, que nadie pensaba que podía lograr”. Esa fue la carta de presentación del novato colombiano en su carrera como piloto de la Fórmula 1. 

Dos años y una temporada más tarde, Montoya aún no tenía victorias, pero ya no era un principiante. Es 1 de junio de 2003 en el Gran Premio de Mónaco y el colombiano se prepara en su Williams-BMW, un vehículo que representa el epítome de la ingeniería automotriz alemana, como el Ferrari de los italianos. Una bestia en la pista, con un motor V10 capaz de producir poco menos de 1.000 caballos de fuerza y alcanzar velocidades por encima de los 320 km/h o, en otras palabras, una velocidad equivalente a atravesar un campo de fútbol americano, de 110 metros, en un solo segundo.

En esa carrera, Montoya arrancó desde la tercera posición. Y más abajo, en la quinta, Michael Schumacher. Durante las primeras vueltas, el colombiano se quedó rezagado por el caucho quemado de las ruedas Michelin del FW25. Vuelta 31. Tras dos entradas a pits, los Williams-BMW muerden el polvo, mientras que el Ferrari de Schumacher galopa con el brío del Cavallino Rampante, y va a la cabeza. Vuelta 70.

A solo 8 de terminar, Montoya recupera el liderazgo de la carrera, pero Schumacher y el finlandés Kimi Räikkönen, como dos guepardos experimentados que persiguen una gacela, lo siguen de cerca. Desde la cabina de comando le advierten a Montoya del desgaste en las ruedas. “Tómatelo con calma, amigo, tómatelo con calma”, le dice Frank Williams, jefe de la escudería, recordando el incidente en el Gran Premio de Austria, ese mismo año, en donde las ruedas le jugaron una mala pasada al colombiano y lo dejaron por fuera de la pista. Última vuelta. Montoya sigue liderando la carrera, seguido del finlandés y el alemán. Mantiene la alerta en el retrovisor y va con algo más de cuidado en las curvas. Se le acerca Räikkönen. Intenta una maniobra. Pero Montoya la evade, lo da todo. Es la última curva. Y Montoya, por una diferencia de 0.602 milésimas de segundo, gana la primera posición. Ese es el tiempo que una persona tarda en parpadear… Y así, luego de dos años tratando de derrotar a su macho alfa, Montoya, el macho beta, gana su primera carrera.

El camino a la gloria

La historia para Juan Pablo Montoya comienza con un padre que le heredó el combustible de alto octanaje que se dice que corre por sus venas. En 1948, Pablo Montoya –le heredó también el nombre– encontraba su pasión un mes después de su cuarto cumpleaños. Era 6 de noviembre en Bogotá. Se avecinaba la 12 etapa del Gran Premio de la América del Sur – Turismo de Carretera. Era el renacimiento del automovilismo deportivo en Colombia, después de la Segunda Guerra Mundial, una contienda automovilística que reunía 117 pilotos argentinos, 7 chilenos, 5 bolivianos, 5 peruanos, 3 venezolanos, un italiano, un portugués y un uruguayo para recorrer, en un lapso de 14 días, una distancia de 15,000 kilómetros. Un trayecto equivalente a un vuelo directo desde Delhi, en la India, hasta San Francisco, en Estados Unidos.

Era medio día en la capital de Colombia. Y el pequeño Pablo estaba ansioso por ver el paso de 56 de los 140 autos que habían salido de Buenos Aires 8 días antes. A lo lejos se empezaba a escuchar el retumbar de los motores V8. El sonido era cada vez menos distante. Un sonido ronco, violento, masculino, inconfundible. Junto a esa banda sonora, una nube de polvo avanzaba también a gran velocidad en la distancia. Y se acercaba. Y Domingo Marimón, apodado “El Toscanito”, en su Chevrolet Master, voló primero sobre la grava. Se escabulló entre las curvas a toda velocidad. A esta altura, lideraba la carrera. Y en un instante, con una maniobra agresiva, salió de la curva a la recta donde 150,000 espectadores registrados por la Alcaldía Municipal de Bogotá, lo observan. Pero alguien en particular lo hacía con especial atención: “Ese día quedé flechado y fue mi primer contacto con el automovilismo”, cuenta Pablo Montoya, y ese noviembre de 1948 no solo cambió la vida de un niño en Bogotá, sino la historia de los pilotos de carreras en el país.

Los años pasaron. Los carros de juguete de Pablo se convirtieron en Karts, con motores de 125 centímetros cúbicos, mini bestias rodantes de 40 caballos de fuerza, capaces de girar hasta unas 18,000 revoluciones por minuto. Las salidas al parque fueron reemplazadas por campeonatos de kartismo en categorías internacionales. Y así como su padre lo hizo con él, Pablo lo hizo de exactamente de la misma manera con Juan Pablo, su hijo. Desde muy pronto empezaron a trabajar juntos. Pablo, papá, guió toda su carrera.  Hizo hasta lo imposible económicamente para poder apoyarlo y siempre han sido muy unidos”, cuenta Santiago Echevarría, actual presidente de la Federación Colombiana de Automovilismo. 

La afición de su padre a las carreras y a la velocidad alcanzan más a Juan Pablo Montoya que la moda de los pantalones rotos y la música pop en auge en la década de los 90. Las carreras reúnen al padre y al hijo, pero en el verano de 1992, en la pista, ya ninguno de los dos es espectador. Se corre en Neiva, Colombia, el Campeonato Mundial de Karting Junior. El clima es húmedo y la temperatura, por encima de los 30 grados. El aire es pesado. Suena la bocina. “Pilotos a la grilla”, se le oye decir al supervisor de pista en medio de la estática del megáfono. Empieza la etapa de clasificación. Y se enfrentan padre contra hijo. “Llegamos a Neiva. Yo hice la pole y Juan Pablo quedó segundo”, cuenta Pablo.

Culminadas las clasificatorias, Pablo Montoya arranca en la primera fila, seguido de cerca por su hijo. Tras una recta de 300 metros, entraron en la primera curva. Juan Pablo hace una movida arriesgada. Confía en el agarre del carro. Presiona el acelerador. Y a 10.000 rpm y casi 70 km/h, rebaza a su padre. Desde el auto con el número 58, Pablo Montoya, con orgullo, observa cómo su hijo toma la delantera y se desvanece en la distancia. “Yo dije: ‘hasta aquí llegó mi carrera. Voy a hacer todo lo posible para que Juan Pablo llegue a la Fórmula 1’.”, dijo. Y entre pilotos, sin saberlo, repitieron la historia de Pablo Picasso y su padre, José Ruiz, que en vista de las excepcionales habilidades de su hijo con el pincel, decidió pasarle el testigo.

Según cuenta también Santiago Echevarría, Pablo Montoya sobrepasó varios extremos con tal de apoyar a su hijo. Desde pagarle un costoso pasaje a la boda de Peter Argentzinger, su instructor en el Campeonato Barber Saab, hasta hipotecar la casa con un leasing. También en 1994, en la final de temporada y época de testing para la escudería Vauxhall Lotus de la Fórmula 3, viajaron juntos al Reino Unido apostándolo todo a la carrera de Juan Pablo. El encuentro fue en la pista Donington Park Circuit. Y entre los nervios y la adrenalina, la joven promesa colombiana del automovilismo lo dio todo tras el volante del fórmula 3. “Su hijo es un piloto extraordinario”, le dijo a Pablo el encargado, un tipo serio, poco amable y que no acostumbraba decir esas cosas. Luego, le estrechó la mano.

A los pocos días recibieron un fax de parte de Paul Stewart Racing, equipo del hijo de la leyenda del automovilismo Jackie Stewart. Juan Pablo Montoya fue escogido como el segundo asiento de la escudería británica. Pero entre el novato y su entrada a la Fórmula 3 se interponían 70,000 libras esterlinas y un plazo de ocho días para pagarlas. Decidido a todo por el futuro de su hijo, Pablo Montoya hipotecó su casa por un monto de 140,000 dólares. Y fue así como Juan Pablo Montoya pudo hacer su entrada al automovilismo de alta categoría. Ese fue su ascenso. Su padre sabía que no lo defraudaría.

Montoya: lo que fue y lo que proyecta 

Lo apostaron todo… Y ganaron. Aunque fue lenta la carrera hacia la cima. Juan Pablo Montoya alcanzó la Fórmula 1 en 2001, muchos años después de puesta en juego la casa para pagar esas libras esterlinas. Pero logró convertirse en uno de los mejores 20 pilotos del mundo, al lado de Mika Häkkinen, Jacques Villeneuve, Jenson Button, Kimi Räikkönen y Fernando Alonso. Entre 2001 y 2006, corrió cuatro temporadas para la escudería Williams-BMW, y las dos últimas para Mercedes McLaren. En este tiempo consiguió arrebatarle al gran campeón, Michael Schumacher, un total de 7 victorias y 13 pole positions. Se subió 30 veces al podio. Y para verlo en perspectiva, más de la mitad de los pilotos que hoy forman parte del Campeonato Mundial de la Fórmula 1 no han podido conseguir ni su primera victoria, ni una pole o podio dentro del campeonato, de acuerdo con cifras de la Federación Internacional de Automovilismo. Lo de Montoya, queda claro, fue realmente único.

Quienes hablan de Montoya como piloto suelen usar, casi siempre, la palabra ‘agresivo’. Dicen que ahí radica la esencia de su éxito. “Le tengo mucho respeto a Montoya”, dice George Russell, actual piloto del Campeonato Mundial de Fórmula 1 que creció viendo correr al colombiano. “Pienso que es un piloto muy agresivo que siempre dio el 120% en la pista”. Gracias a su estilo de manejo, arriesgado y extremo, pudo conseguir grandes hazañas detrás del volante. Pero en otras ocasiones el resultado no era el esperado. El casi fatídico sobrepaso a Michael Schumacher en el Gran Premio de Brasil en 2001 es prueba de ello, cuando los dos pilotos, en un duelo por liderar la carrera, casi colapsan. Y eso mismo sucedió varias veces en el Gran Premio de Estados Unidos, en el Gran Premio de Austria, en el Gran Premio de Australia. “Siempre estuvo en una montaña rusa de emociones”, dice Ron Dennis, expresidente ejecutivo de la escudería Mercedes McLaren: “Estoy bastante seguro de que, si hubiera podido controlarlas y encaminar su pasión hacia una visión más positiva, habría podido tener una gran carrera en la Fórmula 1”

Pero además de agresivo, los otros términos que más se usan para hablar de Montoya son engreído, creído o soberbio. Y todo porque un día, a mediodía en un restaurante, puso en espera a un fan para firmarle un autógrafo. Estaba comiendo con su esposa y le dijo al aficionado: “espere a que termine de comer”. Y no era la primera vez que tenía un gesto así con un fan. Que le exigiera a sus seguidores respetar los espacios cuando le exigían una firma o una foto le ganó la antipatía de muchos en Colombia y el mundo. Los medios de comunicación, tras ese escándalo, se sumaron a las críticas. Y hoy Montoya asegura que por eso no se siente cómodo dando entrevistas. “El gomelo antipático”, suelen llamarlo, pero el presidente de la Federación Colombiana de Automovilismo insiste en defenderlo: “Es más bien una persona muy sincera, muy directa. Dice las cosas como son. Yo creo que somos más los seguidores y los que admiramos a este gran piloto, a la gran persona que es Juan Pablo Montoya, que los que lo difaman”, afirma Echevarría. 

Por: Nicolás Cruz y Valentina Plata.

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.