El fenómeno de la migración siempre ha estado presente en la historia de la humanidad sin importar el origen ni el destino del viajero. Desde las épocas de colonización hasta el día de hoy el ser humano ha querido ir más allá de sus fronteras. No obstante, unos no lo buscaron, sino que se vieron obligados a hacerlo: reiniciaron su vida en otro país con nuevas costumbres y hasta otro idioma, pero sin olvidar sus raíces.
Para nadie ha sido un secreto los estragos que dejaron las diferentes guerras, tanto en los países involucrados como en los colaterales, en ámbitos políticos, sociales y económicos. La situación precaria y la baja calidad de vida en la que se vivía como consecuencia de los conflictos promovieron el desplazamiento en masa no solo internacional, sino a nivel continental. Este fue el caso de la antigua Yugoslavia, disuelta en seis repúblicas independientes: Eslovenia, Croacia, Bosnia Herzegovina, Montenegro, Serbia y Macedonia (y Kosovo, aunque aún no fue reconocida como república internacionalmente).
Según el historiador croata Ljubomir Antić en su libro “Los Croatas y América”, las emigraciones masivas de origen europeo comenzaron en los años ochenta del siglo XIX, pues ya había cerca de quinientos mil croatas alrededor del mundo hasta la Primera Guerra Mundial. No hubo una única causa de la emigración, por tanto una conllevó a la otra directa o indirectamente. Aunque la mayoría de casos fueron debido a problemas económico-políticos, en 1910 comenzó la emigración en cadena, es decir, por experiencias de un familiar o amigo que había viajado a América más personas deseaban hacerlo; un pequeño porcentaje de las migraciones fue en su mayoría por capricho que por necesidad. Sin embargo, las familias Frezik ni Brizić hicieron parte de este porcentaje.
Ignacio Frezik y Elizabeth Rozeman era una pareja de croatas que decidió salir de su tierra natal, junto a sus tres hijos, por las condiciones en las cuales estaban viviendo luego de la Segunda Guerra Mundial. Katarina Frezik, la hija menor, aunque en ese entonces era muy pequeña, aún recuerda la incertidumbre que cada uno experimentó por el gran conflicto.
Katarina, una abuelita de 74 años de edad, con cabello naturalmente plateado, tez blanca y arrugada, contó su historia familiar con orgullo, aunque cuando lo hizo, su rostro reveló expresiones de dolor y angustia de aquellos momentos amargos vividos desde temprana edad. Nació en Croacia terminada la segunda gran guerra, pero cuando apenas estaban iniciando los estragos de esta. Con solo dos años, sus papás tomaron la decisión de dejar su país y fueron trasladados a un campo de refugiados ubicado en Trieste, Italia, en el cual estuvieron aproximadamente cinco años.
Allí las mujeres se dedicaron a lavar y cocinar para todos. Los hombres, al trabajo en campos como la construcción o a buscar los alimentos. Durmieron en “algo parecido a una cabaña”, solo que en cada una vivían hasta veinte familias y los espacios estaban divididos únicamente por cortinas. Durante su estadía, la menor de los Frezik recordó que jugaba con los otros niños que estaban allí: “nos gustaba meternos por debajo de las rejas para salir e irnos hasta el campo de prisioneros que estaba al lado (…) solo fui una o dos veces, porque lo que vi ahí nunca se me va a olvidar”, dijo en un tono de disgusto y algo de miedo combinado con angustia. Moviendo la cabeza de un lado a otro y con ojos de desaprobación, siguió: “había esqueletos en fosas con púas (…) eran sitios donde torturaban a los prisioneros”.
Transcurridos cinco años, y luego de contagiarse de viruela, la familia Frezik fue trasladada en tren hasta la ciudad de Génova, donde tomaron un barco hacia su nueva vida. Sin embargo, Ignacio y Elizabeth tenían planeado irse para Australia, pero por un error en los papeles, el Comité Católico les asignó Colombia como su destino. “No teníamos ni idea de cómo era Colombia (…) Mis papás pensaban que iban a encontrar indios por las calles”. Pero tras un mes y medio de navegar por el Atlántico y pasar por el canal de Panamá, llegaron a Buenaventura y se dieron cuenta de que no era como se lo imaginaban… ¡habían edificios! Viajaron entonces a Cali y luego, finalmente, llegaron a Bogotá para comenzar desde cero.
Tras varios años de arduo trabajo y esfuerzos por aprender el nuevo idioma, los Frezik salieron adelante. Su papá construyó una finca para el entonces Ministro de Fomento, Reyes Martínez; la administró y allí sembró el primer cultivo de fresas en Colombia. Tras la muerte de sus padres, los tres hijos vendieron la finca y Katarina se asentó con su familia en una parte del terreno que compró su padre, el cual le quedó como herencia y donde prepara, en fechas especiales, algunos platos típicos de su tierra natal manteniendo vivo el legado de sus antepasados. Además, allí montó su negocio “El fresal” con el cual han obtenido el sustento diario.
Pero la familia Frezik no es la única en Latinoamérica que deleita aún el sabor croata, pues, en Chile, Davor Andrés Brizić Seguich también lo hace.
Davor, de descendencia croata-sueca, nació en Chile hace 64 años. Su papá salió de Croacia y buscó refugio en el país costero en 1914, pues familiares y conocidos se encontraban en Chile, cuando tenía entre catorce y quince años; apenas iniciaba la Primera Guerra Mundial. Allí conoció a su esposa, también chilena, pero proveniente de una colonia entre un croata y una sueca establecida en este país, y conformaron su familia. Davor, a pesar de no nacer en Croacia y de hablar español con acento chileno, posee la cultura del país eslavo muy arraigad. Además, tiene una cuenta de Instagram @davorcocinacroata, por la cual se puede llegar a pensar que es nativo croata por sus publicaciones.
Comentó que su nana y sus papás nunca se desapegaron de sus raíces y se las transmitieron a él y a sus hermanos. Desde pequeño comía los platos típicos croatas, pero desde hace cuatro años halló en ellos su pasión, convirtiéndose en uno de los mayores exponentes de la gastronomía del país yugoslavo en Latinoamérica.
Contó entre risas que a su esposa no le gusta mucho eso, pero que lo acompaña y lo apoya. Además, las familias de inmigrantes en Chile, e inclusive en Perú, Brasil, Colombia, Ecuador, entre otros países, le han pedido preparar “onces o cenas croatas para las reuniones”, manteniendo la herencia y cultura de su país de origen viva entre las generaciones: “así sea un niño pequeño que nunca haya comido los platos típicos, le doy a probar, porque tiene que conocer de dónde viene (…) todos quedan fascinados”.
Como se mencionó anteriormente, no solo fue la antigua Yugoslavia la cual vivió los estragos de las guerras, sino la mayoría de países, entre estos, España.
De una manera abierta y gentil, y con un hablar que hace pensar en la costa, Ildefonso Castán contó con orgullo la historia de su padre, Vicente Castán Fechán, nativo español, pero de corazón colombo-venezolano. Vicente salió de España, tras vivir las consecuencias de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial que azotaron a su país, a buscar un nuevo mundo. “Él quería venirse a América (…) al final escogió Colombia, porque le atraía muchísimo el llano (…) eso fue lo que lo motivó a él”, recordó entre risas Ildefonso.
Llegó a Colombia en 1960 con 33 años, primero a Cartagena. Allí se encontró con varios amigos, y luego a Bogotá, donde halló una posada en la cual daban albergue a españoles inmigrantes. Vicente, en España, trabajaba como dibujante técnico, y a pesar de la situación de su país “no estaba pasando por una necesidad económica (…) él viajó por aventura”, es decir, Vicente sí hizo parte del pequeño porcentaje que viajó por capricho. En Bogotá consiguió trabajo durante tres años en una fábrica de cajas donde conoció a su esposa, con quien duró cincuenta años casado y tuvo 3 hijos. Luego empezó a trabajar en la industria farmacéutica y, por el cargo que tenía, en 1974 lo trasladaron a Caracas,Venezuela donde pasó el resto de su vida junto a su familia, y, aunque nunca conoció los llanos colombianos, falleció, en 2010, con el corazón enamorado de Venezuela y Colombia. Su esposa, hijos y nietos obtuvieron la nacionalidad española por consanguinidad manteniendo así su legado y herencia.
Según la información que logró recolectar el Archivo General de la Nación de Colombia de la “documentación relativa a inmigrantes extranjeros, tanto de parte del ‘Ministerio de Relaciones Exteriores’ (Visas y Cartas de Naturaleza) como de ‘Migración Colombia’ (Expedientes de Extranjeros) no es posible saber la cifra exacta de inmigrantes europeos en Colombia en las épocas de posguerra. No obstante, “de acuerdo con los inventarios existentes, hubo 119.188 inmigrantes europeos entre 1914 y 1970”, buscando refugio – o aventura – en Latinoamérica.
El doctor en Antropología Social Jacques Ramírez sostuvo que los países del cono sur tenían políticas estrictas o manejaban un aperturismo segmentado hacia los viajeros europeos, es decir, no aceptaban a todos los migrantes. Colombia fue uno de los países que más se conoció por su no-apertura a extranjeros, pero Ramírez explicó que fue porque estas oleadas de migrantes ocurrieron al mismo tiempo que los periodos de violencia en el país, así que “el país no estaba interesado en recibir refugiados”.
El factor común que tuvieron los Frezik, Castán y Brizic, para establecerse en América del Sur, fue que contaron con ayuda de una organización, como el Comité Católico, de amigos o conocidos que ya se encontraban residiendo en los respectivos países, para comenzar un nuevo capítulo en sus vidas. Así, aún después de más de setenta años de los diferentes conflictos que los hicieron emigrar de sus tierras, fueron capaces de vivir para contarlo, y que parte de su cultura europea aún viva en el cono sur.
Autor: Catalina Rubiano Salazar
*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.
LO ÚLTIMO