Si algo no extrañé durante la cuarentena es ese postureo constante, esa elegancia fingida comiendo en un matrimonio o bebiendo alguna copa en un coctel, erguido, manejando las manos con cadencia, como diciendo “ay, sí, miren todos, qué buenas maneras tengo, qué garbo el mío”. En mi casa, en mi ambiente natural, chasqueo mientras mastico, me hago seda dental caminando por todo el apartamento y tapo el baño una de cada cinco veces. Mojo el pan en la Coca Cola, mato zancudos lanzándolos contra las paredes y lavo los baños con una camiseta de Rexona.

Me siento obligado a dialogar y ser amable; interesante, pero no presumido; que se vea la clase, pero sin exagerar; relajado, pero sin sacar barriga; con carácter, pero tampoco agresivo, ni tampoco dócil, pero tampoco terco, ni tampoco bobo… Lo mejor es fluir con naturalidad… pero con encanto; ser uno mismo… pero solo la parte chévere. Lo más importante de todo lo anterior, insisto, es no sacar la barriga.

Me fastidia hablar de pendejadas y caer en lugares comunes. “El tráfico está imposible”. “Qué clima, ¿no?”. “La cuarentena tenía sus cosas buenas”. Preferiría tomarme en serio esas mismas preguntas, pero sería el pesado de la reunión.

—El tráfico está imposible.

—Ah, pero se vino en carro, ¿cierto?… ¿Qué esperaba? Como la culpa es de los ciclistas y hasta dicen que hay que cobrarles impuesto por tener vías exclusivas.

[…]

—Qué clima, ¿no?

—Ah, pero como se vino en carro… Sigan creyendo que lo del calentamiento global es por joder. Me imagino todo lo que reciclan ustedes en sus casas, ¿cierto?

[…]

—La cuarentena tenía sus cosas buenas.

—Claroooo… Buenísimo para todos los que tuvieron que cerrar sus negocios y para los que se quedaron sin trabajo. Delicioso. Pero usted qué va a saber… como se vino en carro…

En la vida real, los diálogos se tornan insulsos e irrelevantes. Con chistes que no son chistes, que evocan comerciales viejos o frases pendejas de toda la vida, y con las que todos sonríen falsamente para complacer.

“Como Davivienda… en el lugar equivocado… Jejeje”.

“Me dejaron hablando solo… Julito, no me cuelgue… Jejeje”.

“Como dicen… la realidad es más extraña que la ficción… Jejeje”.

Así es que termina uno en conversaciones sin trascendencia, cayendo en aburridoras frases de cajón que parece que siguieran un hilo conductor, pero que en realidad no vienen de ningún lado ni llevan a ningún otro. “Ah, qué curioso”. “Mira tú”. “No me lo hubiera imaginado”.

Conversaciones genuinas, pero incómodas

Cuando alguien va a tener un bebé, no me fluye decir “¡felicitaciones!”, ni “¡qué bendición!”, ni “¡un angelito!”. En mi experiencia como padre, concebir un hijo no es motivo de felicitación, sino de preocupación. No es una bendición, sino una incertidumbre. Y tampoco es un angelito, porque todo el que sea padre sabe que los angelitos no gritan como desquiciados, ni botan la comida de la mesa. No he visto una sola historia de Dios lidiando con una pataleta del arcángel Gabriel, tirándose al piso porque le decomisaron la trompeta.

—¡Quelo mi tlompetaaaaaaa!

Y Dios, apretando los dientes, tratando de no perder el control en frente de los demás:

—Gabriel… Párate… Te estás ensuciando la túnica…

Me gustan más las preguntas genuinas, que me salen del corazón, aunque resulten incómodas. Una vez me encontré por casualidad a una pareja que me contó que estaban haciéndose una ecografía, porque iban a tener un segundo hijo. Creo que me puse pálido. Sentí mucho miedo y pesar por ellos.

—¿Y sí lo quieren tener? —pregunté con inocencia, como un angelito de verdad.

Valdría la pena lanzarse a conversar con franqueza, incluso sobre temas polémicos de los que huimos, pero siempre con respeto, argumentos y serenidad.

“El tema del aborto me confunde. ¿Qué bases científicas y filosóficas permiten ponderar entre el derecho de una mujer a decidir sobre su cuerpo y el derecho de un feto a que no se acabe con su existencia?”.

O: “Sobre la tauromaquia… ha sido considerada un arte durante siglos, ¿verdad?… ¿Pierde esta tradición su naturaleza cultural por conllevar el sufrimiento de un animal?”.

O: “Zidane nunca contó con James… ¿Fue porque jugaba en una posición incompatible con el sistema táctico del francés o simple y llanamente es un calvo hijueputa…”.

Lamentablemente, los debates mueven más pasiones que argumentos. Por muy calmado que uno suene, la carga emocional se siente detrás de las palabras.

—Yo soy provida. No estoy de acuerdo con los asesinos a sangre fría de bebés…

—¿Asesinos?… Interesante punto de vista. Yo, en cambio, apoyo el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y rechazo la idea retrógrada de que otros pongan las manos en sus ovarios.

—¿Retrógrada…? ¡Retrógrada su mamá!

Me gusta agradar a la gente con casa en Peñalisa

Hasta de los chistes políticos hay que cuidarse, no vaya y sea que uno se encuentre de frente con un fanático que defiende mucho pero cuestiona poco a los líderes que apoya.

—¿Y usted a qué se dedica?

—Lo mismo que Duque… a nada… Jejeje… Jeje… Emmm… ¿Usted votó por el doctor Duque?… Ah, qué curioso… Mira tú… No me lo hubiera imaginado.

Uno puede notar la amargura del otro, como cuando alguien se burla de la religión en frente de un cristiano, o se mofa de la universidad pública en frente de un egresado de la Nacional, o hace un chiste de la entrevista de Vicky Dávila a Hassan Nassar en frente de Vicky Dávila y Hassan Nassar. Se lo toman todo muy personal y a mí me dan ganas de poner el dedo en la llaga, de volverme el Petro del coctel y joder y joder y joder.

—¿Y cómo vieron lo de la maría-fernanda-cabal policial? Jejeje. O sea, “brutalidad policial”. Jejeje. Es un juego de palabras. Jejeje. Y Duque no puede hacer mucho porque es Uribe de su propio partido. Jejeje. O sea… “Preso” de su propio partido. Jejeje. O sea, es otro juego de palabras. Jejeje. Porque a Uribe le dieron casa por cárcel. Je.

Pero no. Se socializa por conveniencia, para agradar a los demás. Admito que me encanta interactuar con desconocidos cuando existe la posibilidad de sacarles provecho (ver “Soy un interesado”). Cuando oigo que alguien tiene casa en Peñalisa, me boto en plancha en esa conversación, a ver si de ahí emerge una bonita amistad que luego me permita veranear gratis, con piscina, a las afueras de Bogotá.

También me erizo cuando estoy junto a alguien que trabaja en una empresa que suena descrestante: Google, Coca Cola, Terpel, la familia Char. Se me hace agua la boca de solo pensar que de ahí puede salir un sueldazo, con vacaciones pagadas, cesantías, prima extralegal y auxilio para el pago de la medicina prepagada.

No es lo correcto. De acuerdo. Lo ideal sería ser sincero, pero tranquilo. Directo, pero no lambón. Y siempre, SIEMPRE, cuidándose de no sacar la barriga. Me encantaría socializar con las cartas por encima de la mesa, para evitar tanta farsa.

—¿Cómo le va? Escuché que usted es vicepresidente en Ecopetrol?… Hombre… me encantaría caerle en gracia. ¿Para qué? Tal vez algún día usted sepa de una vacante que me saque de la inmunda en la que ando. Con decirle que ya tengo que irme, porque si cierran Transmilenio no llego a mi casa y me toca quedarme donde mi primo Harold. ¿Ya probó el vino que están ofreciendo? Es mi favorito: vino gratis. Si quiere tómese el mío, que ahorita pido otro. Ya me tengo charlado al mesero. Es compadre de mi tío Wilson. Mi mamá hizo los deditos de queso, si se le ofrece para alguna reunión. Perdóneme la pregunta…. ¿El doctor tiene casa en Peñalisa? ¡Jah! Me imagino que vino en carro. Y después se quejan del clima.

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