Pero ellas, incluso, tienen un corazón que vibra igual o más al de una madre de sangre. A ellas, nuestra gloriosa gratitud.

Ellas son las tías solteras o casadas, las primas, las amigas que no han podido ser madres. En su realidad no tienen ojos para uno, sino para varios hijos. Están ahí para apoyar. Para acompañar. Son las consentidoras. Son las amigas. Son quienes desbordan ese amor, tal como si fuera un amor de abuelos, desmedido y sin responsabilidad.

Ellas no lactaron. Pero sí muchas dieron cientos de onces de tetero. Cambiaron pañales, se aguantaron pataletas, estuvieron ahí para los primeros pasos y hasta celebraron el día en que los pequeños dejaron el pañal.

Esas mujeres trasnocharon con las fiebres. Algunas veces los tuvieron los fines de semana en casa o, incluso, los días de vacaciones. Prestan sus collares y sus zapatos. Muestran películas infantiles de moda y enseñan a montar en bicicleta.

Esas mujeres han luchado por ser madres. Sin conseguirlo. Las razones varían. Algunas son médicas y genéticas. Otras, porque postergan su maternidad y, finalmente, cuando lo desean, no lo consiguen. Otras mujeres porque dedican sus años al cuidado de sus padres. Y otras porque se quedan a la espera de encontrar la pareja ideal.   

Pero esas mujeres llevan en su corazón ese anhelo de tener en sus brazos un recién nacido. De sentir en su vientre esas patadas que confirman la existencia de un nuevo amor. De mirar a los ojos y encontrar un alma pura inocente. De tener un motivo más de existencia en la tierra. De sentir unas manos suaves que piden a gritos las nuestras.

El anhelo de ser madre puede ser tan natural como nuestra naturaleza. Y, por ende, no lograrlo implica dolor, impotencia, soledad. Implica sufrimiento. Destrucción mental. Golpes en el pecho. Cuestionamientos al rey supremo propio de credibilidad. Reproches y hasta, en algunos casos, depresión.

Muchas lloran en silencio. Sufren calladas, como aquellas maltratadas. Llevan consigo un puñal clavado en el pecho que nada podrá cicatrizar. Un tatuaje en pleno corazón.

¿Pero saben qué? Incluso con esos dolores repunta un corazón valiente y vigoroso dispuesto a amar más de la cuenta. Dispuesto a rendirse a los pies de sobrinos, hijos de primos, hijos de amigos, ahijados e, incluso, hijos de desconocidos.

Ustedes, mujeres madres sin hijos naturales, tienen esa alma generosa y bondadosa. Prestan el corazón a aun ser que no lleva consigo su sangre pero que unidos palpitan al ritmo de solo uno. Ustedes nos hacen entender que hay corazones de diferentes tamaños, colores, texturas y formas pero que, sin duda alguna, el de ustedes es un campo abierto de batalla.

Ustedes dan su amor sin esperar nada a cambio, porque no tienen la seguridad de que a ese, que en su corazón dicen llamar hijo, también la llamarán querida madre. 

A ellas, a ustedes, pido que sus corazones sean sanados y que comprendan que así no tengan hijos de sangre, sí es posible llamar madre a quien ha sido tu bastón.

Yo tuve la mía. Mi tía Luz Mery. Una tía soltera (casada apenas a los 50 años) que sacrificó su vida sentimental por cuidar y servir a sus padres. Una tía que es la madre de mis 10 primos y 8 primos segundos.

Una tía madre que abre sus brazos cálidos para todos llegar a ella. Una tía madre que me enseñó mecanografía, a jugar pirinola, a barrer, a ver Guardianes de la Había. Una tía madre que me prestaba sus bolsos. Que me compartía su cama. Que aunque no me llamaba hija, sé que siempre así lo he sido.

Con ellas, las mujeres que no son madres, el amor a primera vista nace desde que las escuchamos en nuestra primera residencia: el vientre. 

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.