Es indudable que en estos últimos 21 años ha sido impresionante la evolución de algunas cosas, pero no de todas.

Mis hijos, que viven una niñez muy diferente a la mía en cuanto a la forma, no me creen cuando les cuento de un mundo; el de mis 8 a los 13 años, carente de las comodidades actuales que ellos disfrutan como el Internet, los celulares o ese universo desbordado de contenido y entretenimiento.

No hace mucho, mientras compartimos juntos a la mesa los alimentos, con esa inocencia tan tierna y esa mirada desprovista de malas intenciones, hace poco me preguntaron:

-Padre: ¿cómo hacían antes cuando los celulares no existían para llamar a la casa? O Papi…cuando eras pequeño, ¿veías en blanco y negro?

A veces, olvidamos que esos momentos en la mesa, la charla y preguntas siempre inocentes y maravillosas de los hijos con los abuelos y los padres, son los momentos más importantes en la vida del ser humano. Es allí donde aprendemos, afianzamos valores inmodificables y nos sorprendemos.

No en vano nuestro Señor Jesús nos invita a cenar con él.

Por lo general, lo que se aprende en esas conversaciones queda en el recuerdo para siempre. Es difícil olvidar lo que se dijo cuándo la familia estuvo reunida. Eso, para mí, ha sido un bálsamo durante esta pandemia.

Habilitar el comedor y las horas de comida como el lugar y momento de un encuentro que siempre es importante, ha sido y seguirá siendo una prioridad.

Les respondí: -Llamábamos desde unos teléfonos públicos que sólo se podían usar echándoles monedas. Había que hacer fila, casi siempre, para llamar y sólo se podía hablar durante 3 minutos, porque alguien más lo tenía que usar. En ese entonces, enfatice, no estábamos mirando el celular todo el día. En cuanto a sí veían en blanco y negro cuando era pequeño, le expliqué que solo era en el cine cuando los abuelos eran niños.

Mis hijos pequeños, básicamente, me preguntaban esto porque antes de ir a la mesa, la frase que más repetimos es que dejen, por unos instantes, de ver el celular o sus tabletas. Qué salgan del computador, paren la película o pongan pausa al video juego.

Les contaba, además, que cuando yo tenía su edad, la queja recurrente de los padres, o de los hijos a los padres, eran parecidas, pero nunca iguales. Como había un solo televisor y una sola línea telefónica por casa y el uso de aparatos individuales no existía, las cosas obligatoriamente se compartían.

Y en el compartir obligado se establecen unas reglas que significan mucho en el comportamiento de las personas. El respeto por el otro, el agradecimiento, la colaboración, la solidaridad y la tolerancia se cultivan y se cosechan, no brotan espontáneamente.

En cambio, les dije, ahora nos toca pelear con ustedes para que dejen de mirar sus pantallas, dejen de hacer lo que están haciendo, atiendan al llamado y vengan a sentarse a la mesa para comer y compartir.

Tema que se dificulta aún más pues yo debería ser el ejemplo, pero a veces no, porque soy de los que lleva su celular a la mesa. Un acto definitivamente muy egoísta. Y, como muchos, lo uso todo el día y a toda hora: para comer, cocinar o incluso manejar, aun cuando sabemos que es de lo más peligroso.

Reconozco que hubo un cambio en las costumbres y que se ha ido modificando el comportamiento.

Nuestra dependencia al celular es altamente adictiva, terrible. Ya no memorizamos siquiera un número telefónico. Nuestras interacciones son virtuales, incluso cuando chateamos y no hablamos de frente, a pesar de estar en la misma casa a unos pocos pasos de distancia.

Recuerdo también que mi papá nos repetía una y otra vez, en la década de los ochenta, para que colgara el teléfono. En el fondo el reclamo es el mismo.

Como solo entraba una llamada, sí el teléfono estaba ocupado o desconectado era imposible comunicarse porque sonaba ocupado. PIB. PIB. PIB. Las peleas eran originadas en temas como el tiempo de uso.

–Andrés cuelgue ya, que su mamá puede estar llamando, me decía mi papá.

Ahora, podemos hacer más de 5 actividades en una sola acción. Tenemos videollamadas y mientras hablamos en conferencia, podemos chatear con otros, revisar Twitter, darle like a fotos de Instagram y compartir información, todo al mismo tiempo.

Eso cuando era niño, realmente era impensable. Hoy mis 2 hijos adolescentes pueden hacer eso y más todo al tiempo. Y aislarse por completo consumidos por el aparato y sus funciones hasta sentir que no están en ninguna parte.

Si bien en muchas cosas se han dado grandes avances y la evolución es evidente, en medio de esos adelantos, por el contrario, el comportamiento ha empeorado.

Me explico, el peligro de que el pensamiento y la conciencia de las personas no evolucionen, es que las diferencias que hoy nos consumen siguen siendo parecidas a las de nuestros ancestros.

Sí al sentarnos a la mesa lo que el otro tiene para decir no es importante, porque lo único que importa es la información que veo en el celular alejando a los demás e importando solo lo mío, comienza a desbarajustar la sociedad.

Luego, esos mismos fenómenos, se trasladan a la vida en sociedad y a lamentar por ejemplo que una persona no le importe sino llegar a su destino a expensas de poner en riesgo a los demás sin importarle.

Decía alguien que el amor, puede vencerlo todo, aunque puede ser derrotado si lo que nos parece que está bien se vuelve una rutina, porque esta rutina nos quita la alegría que luego embolata el sentido de ese amor.

Estar esclavos del celular puede ser el comienzo de la ruptura, porque se volvió una rutina que lamentablemente en vez de mejorar las relaciones interpersonales, las congela en el tiempo.

Agradezco a mis lectores por tomarse el tiempo de leerme y les deseo que puedan desprenderse de sus redes y hobbies para compartir más en familia y disfrutar un inicio de año pleno y llenos de amor, bendición y mucha paz. ¡Feliz 2022!

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.