En el marco de esta Feria del Libro de Bogotá y en el acogedor sede de la casa de Poesía Silva, tuve el privilegio de presentar el libro Poesía Completa de Eduardo García Aguilar, publicado por la editorial Uniediciones, en la colección Zenócrate, que dirige el también poeta Fernando Denis.

Les comparto el texto donde hago una semblanza de uno de los grandes poetas colombianos contemporáneos.

Desde las tardes cafeteras en el Fumaillon de la Place D ´Italie, hasta las noches rocambolescas en los Noctámbulos de la Plaza Pigalle, pasando por las laderas del distrito 13 de París o las tenidas en la calle Campoformio, he tenido el privilegio de vivir la poesía andante de Eduardo García Aguilar y en esos andares, presagiar la trashumancia del poeta, esa que se amalgama con los recorridos de sus pies de camello urbano y la vehemencia de su hablar: pies y hablares que son el movimiento mismo de sus frases, el sentido de su trashumancia castellana, a veces vigorosa como sus pasos de animal grande; y a veces tierna como sus silencios que rellenan la conversación, como nos pasa a los amigos y cómplices cuando los interiores del día se aplacan y quedan en la mesa las conversaciones no dichas, las identidades implícitas.

Sí lo es Eduardo: dromómano declarado, pero no en el desatino de los locos viajeros y sus fugas del siglo XIX ni tampoco en la enfermedad de Rousseau, sino en su ir y venir entre espacios y circunstancias para contarnos en la urdimbre dedicada y metódica de su poesía, lo que va dejando o retomando en sus caminos, que son los del alma sensible del viajero que ausculta las piedras y las caras del mundo, con el estetoscopio de su corazón.

¿Solitario ser que se poetiza él antes que nada como personaje de sus imágenes, relatos y metáforas?

Quizás… Pero no solo con esa soledad subjetiva, por llamarla de alguna manera, sino con la otra, la soledad objetiva del periodista, del reportero que observa para contar, así estas sus historias de su Poesía Reunida sean trazos, pinceladas u oleos enteros de su espíritu errante, crónicas tachonadas con la hermosura de la poesía, donde Eduardo cuenta pero también revela lo que intuimos, su espíritu, su opinión, su modo de ver la escena de la vida.

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Bello delirio cotidiano en cualquier bar del mundo, en cualquier cruce de caminos…

Eduardo García anda así, llevando encima de su sonrisa de escéptico o de crédulo sacerdote de sus rituales personales, el oficio de poeta adornado por un níspero, la palabra, la música, el sonido mismo. Lo he visto caminar y se la pasa trazando por las avenidas sus miedos, su certeza de una catástrofe intuida, que nunca llega, que se queda colgada de los días hasta que aparece el poema y con él, García se exorciza.

En Roma o Manizales, instala sus amores de frases, sus desamores, eso que a veces llaman fracasos y que para el poeta son más bien las escaleras iluminadas que conducen al hombre de adentro, al que piensa bellamente para escribir de igual modo.

Trasiega los sitios abiertos, los vastos lugares del periplo, y emprende en cada tiempo de su pensar aventuras que se cuenta y que nos cuenta. Palpa las delicias, paradoja, de ser extranjero y vuelve y menta de manera recurrente, porque así es el paisaje de sus sueños, el partir, los regresos, los caminos mismos, la piel sensible de los monumentos, en Coyoacán o en Lisboa.

Como buen dromómano le interesa ir pero quizás nunca llegar, sabe que el circo es feliz cuando se desplaza y no cuando encuentra un destino para quedarse. Tal vez es partícipe de aquella dolorosa pero al tiempo encantadora frase del dromómano que sabe que en su fuga bien puede entender que “quiero estar dónde no estoy” y que es justamente yendo como se decanta el tiempo para que no pase y para que él, a punta de frases y palabras vaya construyendo la poética de su arqueología del instante.

Practica en su vida y en su obra el arte de estar lejos, el destierro profundo y voluntario de un exilio de lo obvio y acude magistralmente a la historia de los tiempos del día, de las estaciones de tiempos o de trenes. Nos imbuye de sus sentidos que palpan lo que puede ser una primavera o una amistad.

Y al escribirnos, nos da su conocimiento que a veces resulta erudición , como cuando se instala en el teatro griego de Siracusa y sin mencionarlo nos hace sentir que Platón está ahí, medrando el momento de revelarse.

Lo veo, lo siento, compaginando su poesía con “la grande nuit” en la agencia France Press, esperando que sea la hora de salir por los vericuetos del vino para ponerse a manteles de la charla, de la amistad de las sombras, así sea para una vez más decirnos de su pasión por la antigüedad, por lo clásico.

Pero, resultado, todo ese tráfago anciano que carga, resulta en su lenguaje poético de una modernidad inaplazable.

Al leerlo no pocas veces siento como si estuviera ahí, frente al vino rojo de la calle Moufetard, metido en la máquina que elabora libres asociaciones, como si su mente estuviera mirando naves espaciales en el mexicano Montealbán, y su vertiginosa mirada observara abismales volcanes.

Y todo para, al rato, hablarnos de la conspicua historia humana, él, por supuesto, también lleno de preguntas que no quiere responder porque le basta solo enunciarlas para hacerlas más duras, más irresolubles. Y eso como arte poética: el no responder ni responderse, o por el contrario, de repente invadirnos con su avalancha de palabras.

Y detrás de todo este trasunto, el trabajo. Mucho trabajo literario en el vivir y en el escribir.

Eduardo el hombre de las fugas, a veces del hastío, del retorno en no pocas ocasiones eterno, peregrino de dolores y desastres a punto de ocurrir, pero que nunca se desatan. Un hombre, un poeta poco asaltado por las manías del rumbo, quizás con la certeza de que el fin del mundo ya pasó y no nos dimos cuenta.

Vivos, muertos, escritores, pintores, poetas habitantes de los desvanes de su memoria, todos van en su carro. Hasta Lord Quijano, hasta una canción inesperada. Van las experiencias de la suya, una vida entera, en el sentido de haberla vivido y vivirla de manera completa. Y ese sentimiento de sensibilidad y conmoción por la distancia, y sobre todo aquella no recorrida.

La de la respiración femenina, las bebidas añejas en las grandes bodegas subterráneas y los cafés cerrados en los difusos bulevares a la hora de salir, a las tres de la mañana…

Movimiento hacia todos los destinos, incluido allá donde mora un recuerdo lastimero de la infancia. Y tanto nos sorprende y tanto nos conmueve como cuando leo entre sus textos de esta poesía reunida, esta admonición, esta síntesis del viaje vital:

MAGIA

Frente a la sorda
terrenalidad dominante,
forcejea la magia
levantándose.

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