El debate surgido a raíz de la publicación de un reportaje del diario estadounidense NYT sobre medidas y documentos al interior de las Fuerzas Militares que podrían estar incitando al asesinato extrajudicial de ciudadanos, dejó una coletilla: la discusión sobre por qué medios nacionales no publicaron esas informaciones siendo que las tenían.

El asunto pone sobre la mesa algo recurrente: el poder de los medios de comunicación deriva más de las informaciones y cuestiones que ocultan que de cuanto publican.

Para entender esto, consideremos que los actores sociales pueden ubicarse al menos en tres niveles de poder. En el primero, están todos los interesados en discutir los diferentes temas de la agenda pública. En este nivel, los más ruidosos se hacen con el poder: los opinadores diarios, los políticos que más gritan o más visibilidad buscan, entre otros.

En el segundo nivel de poder, aparecen instituciones o personas que no necesariamente son visibles, pero que consiguen cambiar las agendas públicas. Acá son poderosos aquellos que logran que la gente abandone un tema de discusión y se fije en otro, a partir de estrategias como crear globos de distracción o tender cortinas de humo, para poner dos casos.

Los del curubito

En el tercer nivel, el poder pertenece a instituciones o personas que evitan que los temas que más les atañen sean abordados en la deliberación pública. En Colombia, hay que hablar de grupos religiosos, Fuerzas Militares, universidades y millonarios cuyos nombres ignora la mayoría de la población. Es la “crème de la crème”. Son el gran poder en una sociedad.

Un buen periodismo (que busca que los ciudadanos se informen para tomar decisiones en libertad) procura ampliar la deliberación pública, llevando al primer nivel los asuntos que los protagonistas del segundo y tercer nivel quieren esconder. Esto, sin embargo, no está ocurriendo, por distintos motivos. Y las consecuencias para la democracia son fatales.

Lo que ha pasado con el escándalo de las informaciones publicadas por NYT, The Washington Post y la agencia AP podría ser otra muestra de que medios de referencia en Colombia siguen pasando de cuarto poder a “cuarto oscuro”, donde se esconden temas relevantes para la deliberación pública.

El asunto puede dar para un lloriqueo sin fin, recriminaciones y linchamientos que a la hora de la verdad no mejorarán la situación. O, por el contrario, puede ser una oportunidad para abrir un debate argumentado que fortalezca la libertad de expresión, los medios y la deliberación pública.

Medios que siguen siendo importantes

El desprestigio de los medios no es una buena noticia para la democracia, pues, entre otras, propicia la bendita “postverdad”.

Esto es así porque los llamados “medios de autocomunicación de masas” (en buena medida representados por los medios sociales) no acostumbran a usar la verificación a la hora de publicar y tienden a contaminar las discusiones públicas, priorizando la exasperación sobre la comprensión.

Agréguese a eso su lógica de funcionamiento, según la cual las personas tienden a seguir sólo a quienes sienten, opinan o poseen conocimientos similares. Esto aumenta las divisiones y amplia las distancias entre los diferentes. Lo opuesto al periodismo de calidad, que ayuda a trenzar el tejido social, al entregar una perspectiva amplia de la realidad y servir de plataforma para que dialoguen quienes tienen puntos de vista diversos.

¿De dónde surge el poder de los medios?

En el caso de Semana, buena parte de su poder deriva de su capacidad de sacar temas del tercer nivel para llevarlos al segundo y primer nivel. Lo mismo puede decirse de otros medios de comunicación de referencia que han asumido valientemente su papel de cuarto poder que vigila a los otros.

Además de descubrir lo que unos grupos no quieren que se publique, de desnudar otros poderes, de solicitarles rendición de cuentas, de establecer las agendas y seleccionar los temas de discusión pública, los medios se asumen poderosos porque con frecuencia realizan funciones propias de otras ramas de los poderes públicos.

En efecto, juzgan (Judicial), acusan (Fiscalía), escrutan a los empleados públicos (Procuraduría), vigilan el erario (Contraloría), advierten sobre cambios en las divisas (Banco de la República) y sirven de escenario para discutir leyes y para hacer control político (Legislativo).

A su vez fungen de Ejecutivo cuando ciudadanos de apartados lugares piden una escuela nueva y no llaman al ministro de turno (o lo buscan y este no los atiende) sino a “Julito-no-me-cuelgues”. También cuando, en situaciones de tragedia, terminan coordinando el trabajo de distintas instituciones.

En la misma línea, a los medios se les considera poderosos por su omnipresencia, porque pueden acceder a información privilegiada, porque se presentan como máximos exponentes de la libertad de expresión y porque son un vínculo importante entre ciudadanos y dirigentes, al tiempo que se constituyen en canal para que muchas personas conozcan lo que sucede a su alrededor.

Por si fuera poco, a menudo deciden cómo se presentan los temas o sus protagonistas. Vale decir, si al presidente Iván Duque se lo muestra como un apacible joven contemporizador y a Petro, como a un peleador de siete suelas, del que hay que criticar hasta la marca de sus zapatos.

Poder a la baja

Todo ese poder que se les atribuye, sin embargo, ha disminuido. Por los cambios en el entorno, con otros actores y nuevas formas de producción y consumo de información. Y por la desconfianza de los ciudadanos.

En 2004, el 60 de los colombianos tenía una imagen positiva de los medios. Según el Gallup Poll y el Latin American Public Opinon Poll (Lapop), hoy menos del 40 por ciento de los ciudadanos confía en los medios.

Esa prevención está directamente relacionada con la percepción de que son apéndices de grupos económicos y políticos, que perpetúan el “statu quo”, incitan al conformismo y emplean los mismos mecanismos de ocultación de las élites.

A tamizar su poder también han incidido las crisis del periodismo, en sus vertientes ética, profesional, política, tecnológica y financiera. Y, por supuesto, las complejidades sociales, que hacen que ese poder se vea condicionado por la política, la propiedad, la publicidad, los públicos, las rutinas de producción de información, el desarrollo de los mercados de medios, la organización empresarial, el nivel de incursión del Estado, el tipo de formación y las condiciones sociolaborales de los periodistas.

Ciudadanos que se movilicen

Al contrario entonces de lo que muchos asumen, el poder de los medios es limitado. Y, sobre todo, en buena medida depende de lo que quieran y les exijan los ciudadanos.

Es acá donde surge un gran interrogante: si pueden paliar el poder de los medios, ¿por qué los ciudadanos no se movilizan más y reclaman cambios que trasciendan las condenas y los insultos?

Pensemos incluso en dos asuntos que justifican más la necesidad de que la ciudadanía debata y se movilice cuanto antes para exigir una mayor democratización de los medios y otros cambios que redunden en una mejor calidad de la información.

Primero, al tiempo que son poderosos, los medios también “dan poder”, empoderan, al permitir que se escuche la voz de personas o instituciones que no logran acceder a otras instancias.

En segundo lugar, la necesidad de información de los individuos convierte a los medios en principales configuradores de la memoria cultural e individual de la sociedad.

Una oportunidad para debatir y mejorar

En el momento que vive Colombia, atender las voces de grupos sociales marginados y construir las distintas memorias que ayuden a sanar las heridas de una sociedad golpeada duramente por la violencia, no puede hacerse sin unos medios fortalecidos.

Esto vale para los medios que fundamentalmente traspasan información (los periodísticos), que ayudan a interpretar la realidad y los asuntos públicos, que es a los que más me he referido, y para los que usan otras formas comunicativas, definitivas también a la hora de formar esos juicios, opiniones y valores con los que vivimos.

Para procurar un sistema de medios más independiente, transparente y confiable, es urgente, en definitiva, comenzar el debate público sobre la materia. Los hechos de esta semana son una buena ocasión para hacerlo.

Deliberación antes que legislación

En varios países de América Latina las llamadas leyes de medios impulsaron esa discusión en los últimos 20 años. Ojalá no sigamos esa idea tan de nuestro vecindario de que todo se soluciona a punta de modificar la legislación.

Como ya hay un aprendizaje de lo ocurrido en otros países, vale la pena intentar primero una deliberación amplia y franca, aunque sean temas peliagudos: concentración de la propiedad (que se da en simultánea a la mayor eclosión de medios independientes en la historia del país), las condiciones laborales de los trabajadores del sector, la incursión de actores internacionales sobre los que no hay control claro, la ausencia de medios periodísticos en más de un tercio del territorio, el fortalecimiento de los medios públicos, entre otros.

La deliberación no puede dejar por fuera a directivos y a propietarios de los grandes medios, pues hay muchas cosas positivas que rescatar. Semana, por ejemplo, ha hecho un ejercicio de transparencia inmenso con la publicación de sus informes de responsabilidad social.

Por la vía de la deliberación se fortalecen valores como la autonomía individual, la libertad, la equidad, la solidaridad y la justicia. Incluso hasta se pueden alcanzar espacios donde una mentira en cualquiera de los medios sociales pese menos que una verdad en los medios de referencia o en los muchos que se han ido creando con esfuerzo denodado de profesionales dignos de reconocimiento social por lo que significan para la democracia, al buscar la inasible “verdad” y luchar contra la fabricación deliberada de mentiras.

Educar para los medios

En paralelo a la deliberación, el sistema escolar podría jugar un papel mayor a la hora de enseñar a futuros y actuales ciudadanos cómo es que funcionan los medios, de modo que se aprenda a consumir una información más calificada. Y se demande más calidad.

Todos los ciudadanos debería saber bien, por ejemplo, que ninguna información es “transparente”, en la medida en que son interpretaciones, condicionadas por intereses de diversa índole. Deberían, además, ser conscientes de que la idea del mundo que tenemos está muy relacionada con la información que consumimos, en cuanto esta influye en nuestras actitudes, comportamientos y conocimientos.

Los medios saben que cuanto más se dirijan a un pequeño grupo de la élite, cuanto menos publiciten los asuntos públicos, cuanto más le apuesten al cuarto oscuro, más perderán su poder. Nosotros sabemos que la reinvención de los medios quedará muy difícil, si pierden su bien más preciado, la credibilidad.

También sabemos que no hay una manera de vivir juntos sin medios. Llegó la hora de buscar cómo vivir bien con los medios.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.