Alguna entidad convocaba a los periodistas de su base de datos, para dar a conocer un informe cualquiera. Sabían que lo suyo no era información caliente, explosiva, de esa que roba titulares y le gusta leer a la gente, como un atraco masivo en Transmilenio o la foto de no sé quién que calienta las redes. Por eso, invitaban a los periodistas a desayunar, en el salón de un hotel. Un plan de sueño.

Disfrutaba cada detalle: la fruta, el jugo de naranja, el pan, la mermelada, la mantequilla en diminutos platos blancos, las copas de cristal, la servilleta de tela. ¡Qué mañanas de lujo y derroche eran aquellas! Yo, que siempre he sido tan montañero, la primera vez que me sirvieron agua en una copa, me sentí obligado a agitarla, olerla y degustarla como si fuera vino.

Si con eso me sentía descrestado, no se imaginan la sensación de viajar en el avión presidencial. Porque sí, he viajado en el avión presidencial. Fue durante los gobiernos de Álvaro Uribe. Yo era reportero de El Tiempo, a cargo de cubrir la Casa de Nariño. Tenía unos 23 añitos. Un bebé. Un sexi-bebé.

Recuerdo la primera vez (y la segunda, y la tercera y la cuarta). Llamé a mi mamita y le hablé con absoluta naturalidad: “Qué más, mamita […] No, solo para saludarte […] Aquí, en el avión presidencial […] No, ni idea cuánto más vaya a tardar en despegar el avión presidencial […] Somos varios los periodistas que estamos aquí, en el avión presidencial […] Sí, yo compro pan de regreso, claro, una vez me haya bajado del avión presidencial […] Tengo que colgar, mamita, ya vamos a arrancar, en el avión presidencial”.

En tierra y de vuelta a mi casa, —es decir, la casa de mis padres—, iba orgulloso, con el pecho inflado: “Qué lejos he llegado. Quién se iba a imaginar que este exhabitante del sur de Bogotá iba a montarse algún día en el mismísimo avión presidencial”. Pensaba esto, de pie en el Transmilenio, con esas ganas de que otro pasajero, de la nada, me preguntara: “¿Y usted de dónde viene?”, para así poder responderle, con mi naturalidad de siempre: “Qué curioso que lo pregunte… porque fíjese que vengo del avión presidencial”.

Llegaba sonriente a mi cuarto, después de tantas aventuras vividas (por si las dudas, en el avión presidencial). Mi mamita me llevaba leche y galletas. Me dormía plácidamente en mi cama sencilla, debajo de mi cubrelecho favorito de los Power Rangers.

No siempre fui así. Los primeros años (los primeros dos, como mucho) fui un joven periodista idealista y rebelde. Tan idealista que pretendía seducir a otras jóvenes reporteras dejándoles Chocorramo en sus escritorios. Tan rebelde que no le decía “doctor” a nadie, ni siquiera a mi pediatra. Quería denunciar, que rodaran cabezas y cambiar el mundo a punta de funcionarios decapitados por mis explosivos reportajes.

No estoy seguro, pero diría que empecé a perder el ímpetu por dos cosas: uno, porque vi que el Chocorramo parecía no tener mayores efectos; dos, sentí que no había espacio para incomodar.

Recuerdo que un compañero planteó hacer un ejercicio: calcular cuántos votos potenciales había en los beneficiarios de Familias en Acción, el programa gubernamental que subsidia hogares pobres. El mismo Uribe se encargaba de entregar cheques a diestra y siniestra en eventos multitudinarios, cuando ya se hablaba de la reelección. Otro colega le dijo: “¿Y en dónde piensa publicar eso?”.

Entendí entonces que la autocensura, en el caso de un medio de comunicación, consiste en no molestar mucho a las fuentes poderosas, para no meterse en peleas con personas de las que necesitan para seguir facturando (un anunciante, por ejemplo, o un político que pueda influir en un negocio). En el caso de un reportero, la autocensura consiste en entender esa lógica para no molestar al medio, conservar el puesto y seguir recibiendo la refrescante quincena.

Dicen ahora que el periodismo está en crisis. Siempre lo he visto en crisis. Desde que tengo memoria de reportero, hacen barridas en las redacciones. Y no es lo más grave. Desde que tengo memoria, nos hemos acomodado en la autocensura.

Llevo unos 10 años sin trabajar en una casa periodística. A esa distancia puedo reconocer que me rendí siendo muy joven y me acomodé con muy poco: un ingreso estable, algunos desayunos gratis y deslumbrantes viajes en el avión presidencial.

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La próxima, el miércoles 25 de septiembre: “Quiero informarme seriamente, pero los medios insisten en tentarme a leer pendejadas”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

Segunda parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

Primera parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

“¿Cómo sería una red social en la que compartiéramos nuestros estados reales y antisexis?”

“Endiosamos a nuestros padres y con los años nos damos cuenta de que son humanos”

“Me la paso compitiendo con mi esposa aunque ella no lo sabe”

“¿A cuento de qué tengo que salir de la zona de confort si tanto luché para llegar a ella?

“Propuesta al mundo mundial: revaluemos los piropos”

“Las manos son como un par de hijas: a una se le exige y sale adelante, la otra…”

“Carta abierta de un aficionado al Play Station”

“Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo”

“Nadie me contó que uno también termina con los amigos”

“Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré”

“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”

“Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos”

“Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”

“No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta”

“Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram

“La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés

“Mi papá es un hipócrita”

“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas

“Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.