Todo se puede dañar, por ejemplo, si chilla como un puerquito insoportable en cualquiera de los momentos previos a la siesta del mediodía, porque la consecuencia es que termina durmiendo poco o no durmiendo nada. Por eso lo manejamos con sumo cuidado, como si estuviéramos frente a una bomba y no pudiéramos darnos el lujo de cortar el cable equivocado.

Si almuerza bien, y a tiempo, todo fluye para luego cepillarle los dientes, leer un par de cuentos y dejarlo haciendo siesta por hasta dos horas. ¡Dos horas! Ciento veinte minutos que mi esposa y yo usamos para asuntos de la mayor importancia, como mirar para el techo relajados e imaginarnos cómo serían nuestras relajadas vidas en cuarentena si no hubiéramos tenido a ese hermoso —y estresante— bebé.

Hay que saber aproximarse y ser muy precavido si él está concentrado en sus importantes tareas del día, por ejemplo, jugando con un trencito o botándose al piso como si fuera Spiderman. “¡Vamos a almorzar! Está muy rico… Yummy-Yummy”, le digo, haciendo del almuerzo el plan más espectacular del mundo. Pero mi niño divino —y antipático—, como cualquier otro niño, sabe que es un almuerzo normal. Es más, a sus dos años y medio sabe perfectamente que va a almorzar el mismo arroz y los mismos garbanzos y la misma leche del día anterior. “¡Noooo!”, me grita el endiablado angelito mientras sigue jugando con su tren de porquería. Me dan ganas de agarrarlo, suave y cariñosamente, por debajo de las axilas y decirle sus tres verdades a mi pequeño tesoro. Primera: “Usted no se manda solo”. Segunda: “Vamos a comer y punto”. Y tercera: “La casa de papel es muy mala, duélale a quien le duela”.

Pero no. No puedo. Me toca tragarme mis palabras si quiero que ese bellísimo y tiránico ser (oh, qué afortunados somos) vaya tranquilo a almorzar, y luego vaya tranquilo a dormir y, ojalá, no se despierte hasta que acabe la cuarentena. Me toca decirle: “Bueno, muñequito lindo e irritante… Juega cinco minuticos más con tu asqueroso tren y después vamos a comer, ¿vale?”.

El siguiente momento crítico —tal vez el más crítico— es el cepillado de su boquita, con seda incluida. Mi tierno y peligroso bebé ya tiene 20 piezas dentales. Una muelamenta espectacular y letal. No les miento: me suda el bozo del nerviosismo cuando expongo mis indefensos deditos en esa trampa mortal, porque de ella ya han sido víctimas índices y pulgares.

Claro que me ha mordido, tan duro como un cajón se agarra de una falange. Y claro que he gritado, como el dueño de una falange mordida por un cajón. No solo le he gritado a mi hijo en defensa propia, viendo las marcas de sus incisivos sobre mi piel ultrajada. También lo he zarandeado del dolor y le he pegado una palmada de la piedra. El resultado: llanto inconsolable, lágrimas gruesas bajando a porrillo por sus mejillas, siesta corta, niño y padres sin descanso, papá arrepentido y con sentimiento de culpa.

El tema se volvió tensionante, porque siempre mordía, y duro, en las tres cepilladas del día. Todos llegamos a tener pavor de ese momento. Mi esposa y yo, porque temíamos que nos cercenara los dedos. Mi hijo, porque temía que le gritáramos.

Hice entonces un gran esfuerzo para prepararme mentalmente para ese momento: “Andrés”, me decía. “No te salgas de la ropa si este inocente niño, asesino serial de dedos, atenta de nuevo contra ti. Respira hondo y pídele, con todo el cariño del mundo, que no sea así de cabrón. Explícale, con paciencia y amor, que morderles los dedos así a los papitos…, cómo decirlo apropiadamente… ah, sí… morderles los dedos así a los papitos, pues da mucho empute y, por mucho que te ame… pues, cómo es que decía mi abuela… ah, sí… por mucho que te ame, si muerdes, dan ganas de mandar a volar mierda al zarzo y voltearte el mascadero”.

—¿Qué es “mascadero”, amado padre? —preguntaría mi hijo si pudiera entender cada una de mis dulces palabras.

—”Mascadero” es esa jetica tan bonita que tienes, que debería servir solo para mascar comida y no para extirpar dedos, adorado hijo.

—Te amo, papá.

—Si me amas… ¿por qué me acabas de morder otra vez, bellaco?

Hay otro momento en el que se pone a prueba mi paciencia: cuando entramos a su cuarto para que al fin duerma, esperando que cierre sus ojos lo más pronto posible (y que se quede así, ojalá, hasta el próximo Mundial de Fútbol). Él suele demorar el proceso, pidiendo que leamos más libros o exigiendo con sus fastidiosos gritos (hermoso mi bebé) que le tape los pies con la cobija por decimotercera vez.

Yo lo miro, como solo un padre de verdad puede mirar a su niño: con amor incondicional y unas ganas infinitas de ponerle la cobija de corbata. Pero no lo hago, no porque yo sea una buena persona, sino por miedo a que no se duerma. Porque no olvidemos lo realmente importante: que el cafre ese duerma (ojalá, hasta que acabe la pobreza en el mundo). Y no se va a dormir más rápido si lo regaño. Tampoco si les dejo destapados sus cochinos pies. Al contrario, llorará sin descanso y yo habré perdido tiempo valioso para mirar el techo. Entonces, con resignación, le tapo de nuevo sus condenadas paticas, hasta 27 veces. Vida desgraciada.

A veces siento que no es miedo a que él llore, sino miedo a como yo reaccione. Puede ser, en realidad, que yo no le tema a ese niño de dos años y medio —de apenas 30 meses— que llora, muerde y jode. Eso es esperable. Tal vez, lo que me da susto es que yo, con 34 años más que él —con 364 meses más de experiencia que él en el manejo de las emociones—, sea quien grite, se descomponga, zarandee o golpee. Eso no es esperable de ningún padre.

Sígueme como @AGOMOSO en Twitter, Facebook e Instagram.

Soy comediante de “stand-up”. Para la muestra, un botón:

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 20 de mayo: “Ruidos entre vecinos”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

Me cae muy mal la gente que quiere liderarlo todo

¿Por qué es normal que un perro haga chichí y popó en calles y parques?

Confesiones que apenan: me dan miedo los perros callejeros

Que exijan licencia para ser padre, así como piden licencia para conducir

Estoy mamado de lavar loza

Envidio a quienes les va mejor que a mí y hasta disfruto cuando les va mal

Quisiera saber pelear, para darles en la jeta a los matones

Duele tanta maldad e indiferencia, pero igual saco tiempo para ver series en Netflix

No se diga mentiras: aunque sea un año nuevo, usted va a seguir en las mismas

Me siento obligado a comprar regalos que no quiero dar

Me ofende que no me inviten a los matrimonios

Soy un interesado

Llevo dos años sabáticos y ya se me está acabando la plata

Qué rico jubilarme… a los 36 años

No soy mejor que nadie, pero me encanta sentirme mejor que los demás

Quiero informarme seriamente, pero los medios insisten en tentarme a leer pendejadas

Yo también fui un periodista que gorreaba desayuno a las fuentes

Segunda parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

Primera parte: testimonio de un comediante principiante que no hace reír al público

¿Cómo sería una red social en la que compartiéramos nuestros estados reales y antisexis?

Endiosamos a nuestros padres y con los años nos damos cuenta de que son humanos

Me la paso compitiendo con mi esposa aunque ella no lo sabe

¿A cuento de qué tengo que salir de la zona de confort si tanto luché para llegar a ella?

Propuesta al mundo mundial: revaluemos los piropos

Las manos son como un par de hijas: a una se le exige y sale adelante, la otra…

Carta abierta de un aficionado al Play Station

Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo

Nadie me contó que uno también termina con los amigos

Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré

Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35

Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos

Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)

No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta

Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram

La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés

Mi papá es un hipócrita

Ser ateo es más difícil en las vacas flacas

Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.