Que el ponqué quede seco y empalagoso. Mejor aún, que les caiga mal la comida y que en ningún baño haya papel. Que los novios salgan en las fotos con pedazos de berenjena entre los dientes. Que el trago esté adulterado (que nadie quede ciego de por vida, pero que sí se peguen un buen susto: “¡Maldita sea, no veo nada! ¡Esto nos pasa por no invitar a Andrés!). Que hasta la novia esté adulterada, como le pasó a Mauro Urquijo (quien, a propósito, no me invitó y por eso le pasó lo que le pasó).
Los veo a todos, regodeándose en sus cuentas de Instagram por ser los afortunados invitados. Publican fotos del evento, la decoración y sus pintas: #JuanchoyCata #LaBodaDelAño #DivinaLaNovia #FelicesPorSiempre #LoveIsInTheAir. Me dan ganas de contestarles: #BodaDelAñoLaDelPríncipeHarry #TieneMásGraciaElEsmadEnUnaPiñata #GasLacrimógenoIsInTheAir #PaSaberQueAlFinalSeDivorcian #AngelinayBradPitt #JamesyDaniela #SantosyUribe.
Sufro pensando en por qué me han excluido y siempre llego a la misma conclusión: “Claro, como yo no ando lamiéndole a todo el mundo. Como yo no soy un rascaespaldas que le está preguntando a las personas que cómo están, que cómo siguieron de la depresión, que si les fue bien en la última quimioterapia”.
Si es por lo que cuesta el puesto en la cena del matrimonio, tampoco se justifica el desplante. He investigado. Digamos que, por ejemplo, ocupar un lugar en la mesa vale 100 mil pesos, lo que incluye copa de champaña, sobremesa, sopa y seco —con principio, obviamente—. Pues sabiendo eso de antemano, yo puedo hacer mi respectivo aporte de 105 mil pesos a la lluvia de sobres. Lo que les da a los novios una utilidad neta de 5 mil pesos, para que se los gasten como les dé la gana: en las vacaciones, en alfajores o en pasajes de Transmilenio. Que cada quien derroche a su gusto.
También he pensado que, si es tanto problema, puedo ir al matrimonio con mi coca de comida. A mí no me da pena. Es hasta más rica y les puedo llevar a los novios (se ahorran 200 mil pesos).
Lo paradójico es que no me gustan los matrimonios. Y aún así, me parece un mal detalle que inviten a otros a participar y no a mí. ¿Cómo explicar esa aparente contradicción? Es como quien dice: “No me gustan los niños…, pero sería un mal detalle que mi pareja invitara a otros a que la embarazaran… y no a mí”.
De lo que hablo aquí es del gesto de la “no invitación”. De que algo le están diciendo a uno con esa omisión, por ejemplo, cuando al matrimonio invitan a todos los de la oficina: al presidente, a la secretaria de presidencia, a los de contabilidad, a los de comunicaciones… a todos, menos a uno. Es tan confuso que he llegado al punto de llamar a Recursos Humanos, para estar seguro de que aún tengo contrato vigente. Lo más duro de esos desplantes es el nivel de aislamiento social. Uno queda desparchado y llama a algún amigo para hacer un plan, pero ese amigo le dice a uno: “No puedo… a mí sí me invitaron”.
Es una especie de rechazo social de alguien que dice: “He invitado a mi círculo de confianza… de 200 personas… y tú no estás en él”. Pocas cosas le pegan tan duro al ego como sentirse apartado, cual niño que huele a popó, cual mota en la ropa oscura, cual pelo en arroz blanco.
Frente a semejante escenario solo queda guardar silencio y compostura, aceptar la decisión de los novios y esperar… esperar a que algún día se divorcien, para poder sonreír por dentro y pensar con vileza y mezquindad, como la villana de la maldita lisiada: “Muajajajajajajajaa… ¡Muajajajajajajaja! ¡MUAJAJAJAJAJA!… Eso les pasa por no invitarme… Se perdieron de 5 mil pesos… O bueno, teniendo en cuenta la separación de bienes, de a 2 mil quinientos para cada uno”.
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La próxima, el miércoles 18 de diciembre: “XXX”.
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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
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