Hace una semana sentí la angustia más desgarradora de mi vida. Mis hijos dormían en nuestra habitación, como lo hacen habitualmente los fines de semana. Eran las 3 de la mañana. Mis oídos, como les sucede a la mayoría de seres cuando nos hacemos padres, están más agudizados que nunca. En mi profundo sueño, sentí cómo mi hija se ahogaba con su saliva. Me lancé de la cama. La agarré. La giré de lado. Sentí que no respiraba. Estaba fría. La levanté. La sacudí. Le grité. Y ella seguía ahí: pasmada y desgonzada.

Mi esposo, atemorizado, encendió las luces del dormitorio. Me tiré al piso con ella, la sostuve en mis brazos, anhelando que abriera los ojos. En ese segundo conocí lo que nunca había distinguido del dolor. Sentí que ella había fallecido en mis brazos. Me descompuse de mente. De razón. Mi cuerpo temblaba. Sudaba. Fueron segundos convertidos en eternidad.

Le abrí la boca. La soplé. Y por fin respiró.

Pero ahí no volvió mi alma al cuerpo. La acosté a mi lado, la abracé, le agradecí a Dios. No quería soltarla. Mi mandíbula empezó a temblar. Mi esposo me recibió en su regazo. No resistí más el sollozo y me derramé en llanto. Sentí cómo mi vida se iba con ella. Dos almas compenetradas no podrían separarse.

Una impotencia pero, en especial, un dolor sin cura. Un dolor escapado a las entrañas de mi vientre, a ese mismo lugar donde le había dado vida, donde nos habíamos conocido y donde empezó a crecer nuestro profundo amor.

Rebobiné su nacimiento, sus primeros pasos, sus cortas y enredadas palabras. Sus avances día a día. Esas manos diminutas que, aunque crezcan, seguirán siendo las mismas que vi cuando salieron de mi vientre.

Y es que el amor hacia un hijo es único. Es incomparable. Es incalculable en tiempo, en resistencia, en tolerancia, en paciencia. Es infinito.

El amor hacia un hijo no es negociable. Es perdonable en segundos. Es soportable. Ascendiente, nunca descendiente. El amor hacia un hijo no debe ser recíproco, ni ser conocido, ni conquistado.  En el amor hacia un hijo no se piden cambios ni se aceptan devoluciones.

Se sufre por un hijo. Se sufre por su pérdida de vida, de camino, de rumbo. Por eso, disfruta de ellos cada segundo que los veas, que los tengas. Ámalos. Abrázalos. Diles cuánto amor tienes hacia ellos. Bendícelos. No habrá nadie en el mundo que sufra más que un padre por la pérdida de un hijo; como tampoco existe nadie más que tú para demostrarle tu amor.

Admiro a aquellos padres y madres que logran sobrevivir al dolor de la pérdida de un hijo. Su amor ha sido tan fuerte, que sus corazones son capaces de separarse de la razón. La razón de entender que así lo quiso Dios o el Universo.

Con esta amarga vivencia entendí que definitivamente no le como cuento a aquel dicho que dice “Es que los hijos son prestados”. No señores. Para mí, mis hijos no son prestados. Son míos. Y ellos, en su naturaleza, se prestan al mundo, pero en mi mundo me pertenecen a mí.

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