El concepto se explica casi por sí solo. Vengo de las entrañas del pueblo. El prejuicio popular nos tilda de “guisos”, es decir, personas malhabladas, de pésimo gusto al vestir y con cierto olor a almuerzo en la ropa. Esto último tiene una explicación clarísima: quienes crecimos en apartamentos de menos de 50 metros cuadrados sabemos que el tendedero siempre queda encima de la estufa. Unos simples huevos pericos dejan nuestra ropa con un suculento aroma a guiso.

Como todo niño pobre que sueña con lo imposible, quería ser bombero, cantante, Presidente de la República o gomelo. Los sueños se cumplen. Iván Duque, por ejemplo, también hizo realidad su sueño, y ahora es cantante.

Viví en el barrio Bravo Paez, en la calle 34 sur con carrera 26. Le tenía miedo a jóvenes atracadores que andaban en bicicleta y llevaban parrillero sobre la rueda trasera. Rapaban gorras que, nunca nadie ha sabido por qué, se las ponían sin que quedaran ajustadas en la cabeza, como un condón sin estirar, apenas posado sobre el glande.

Para llegar a mi casa teníamos que coger un bus que decía “Matatigres”. Solo eso inspiraba respeto. Los más pudientes nos miraban con pesar, tiraban flores, lanzaban plegarias al cielo: “Dios mío”, murmuraban. “Apiádate de ellos. Que sobrevivan”.

Tal vez por eso me parecen muy flojos los nombres que usan en algunas series y películas para referirse a lugares peligrosos. En la Guerra de las Galaxias, por ejemplo, hablan de La Estrella de la Muerte como si sonara a la cosa más tenebrosa del mundo. Y no. Primero, porque juntan dos conceptos que no cuadran: uno bonito o majestuoso, como es “la estrella”, y otro en teoría macabro o miedoso, como es “la muerte”. O sea, si van a atacar a “La Estrella de la Muerte”, que de una vez destruyan a “El Cometa Satánico” y “El Arcoiris Sanguinario”.

La segunda razón por la que no me impresionan nombres como esos es porque nosotros nos bajábamos en Matatigres y luego teníamos que pasar por el Cementerio del Sur. Esa vaina sí que da miedo. La pinche “Estrella de la Muerte” es un parque temático al lado de lo otro.

O qué tal Juego de Tronos: “Debemos cruzar para llegar más allá de donde vive el hombre… Allá, donde solo habitan salvajes y caminantes blancos… Debemos cruzar… ¡El Muro!”… ¿El Muro?… ¿En serio? Nosotros teníamos que caminar más allá de la Droguería El Sisbem… Sí, señores, con “m” al final (no es jodiendo, vean). Y no estoy hablando de Cali. Esto es en Bogotá. Imagínense en qué clase de zona se está uno adentrando si ni siquiera escriben bien Sisben. El Muro me lo cruzo jugando golosa.

“Severendo gomelo”

No les sorprenderá si les digo que mis referentes gomelos eran muy escasos, lo que podía darme una percepción bastante limitada sobre el tema. Para mí clasificaba como “gomelito” cualquiera que tuviera un Walkman. Cuando veíamos a alguien jugando Tetris en un Game Boy decíamos: “Ese ‘man’ es un regomelo”. Y el que tenía un Chevrolet Sprint era, sin lugar a dudas, un “severendo gomelo”. Y si usábamos la palabra “severendo” queda claro que éramos “severendos” guisos.

No hice mayor cosa para progresar. Diría que mis padres hicieron el trabajo más duro: pagarme la universidad. Yo simplemente fluí a partir de ese esfuerzo: estudié con decoro, hice una buena práctica, me enganché laboralmente y luego vino el sueldito en cada quincena.

Cuando me compré un MP3 mis amigos del barrio me empezaron a decir “gomelito”. Cuando los invité a jugar Play Station a mi casa me dijeron: “Usted ya es un regomelo”. Y el bautizo como “severendo gomelo” vino cuando me vieron salir del conjunto en un Twingo… y los malditos intentaron robarme los espejos.

No es que me guste que me digan gomelo… ¡Me encanta! Ese prejuicio significa a la vez una especie de reconocimiento social, una manera despectiva de decir: “Usted se superó económicamente… perro”. Pero, con todo y que me gusta, no me siento gomelo.

Me gradué de un colegio privado, sí, pero no fue de uno como el Anglo, el Moderno o el Nueva Granada. Soy un orgulloso egresado del CEIC: Centro Educativo Integral… ¡Colsubsidio! El colegio es muy bueno, seguro, pero uno no puede sentirse un gomelo de verdad cuando se ha graduado de un colegio con nombre de caja de compensación familiar, o de supermercado de bajo costo. Es como decir que “ese gomelito estudió en el Centro Educativo Integral D1”. Una cosa no pega con la otra.

Hay otra cosa que me impide graduarme como “gomelo pura sangre”. Mi tendedero sigue quedando encima de la estufa. Acabo de fritarme una carne y olvidé descolgar la ropa. No importa si mañana me subo al carro con mis gafas de sol para terminar almorzando en un fino restaurante y tomándome una botella de lambrusco. La mesera percibirá mi olor a guiso, literal. Sabrá que somos de la misma cuna.

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La próxima, el miércoles 10 de abril: “Nadie me contó que uno también termina con los amigos”.

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“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”

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