En teoría, el coronavirus no lo transmiten las mascotas, pero digamos la verdad: los perros no se lavan las manos cada tres horas. ¿Por qué? Pues porque no tienen manos (a ver, concentraditos). Pero imaginen la siguiente escena. Un contagiado por coronavirus le da besos en la boca a su perro (¡gassss!), el perro se queda con el virus en el hocico y hace lo que sabe hacer: poner el hocico en el ano de un segundo perro (¡recontragassssss!), dejando allí, en ese ano canino, una muestra de coronavirus. Luego viene un tercer perro, uno callejero, que posa su hocico en el mismo ano canino contagiado (¡foooooo!), y se lleva un par de coronavirus en la jetica. Finalmente me encuentro con ese perro callejero, quien me apuñala, me atraca y, con sevicia, me tose en la cara (¡recontrafooooo!). Si les parece muy descabellado, consideren que esto lo escribí en el día 4 de aislamiento.

Aparte de eso, me da miedo que me muerdan. Veo en los ojos de un perro callejero esa mirada de abandono, de tanta indiferencia recibida a lo largo de su vida. Siento que si pudiera hablar, diría: “Voy a morder a este gomelo… ¿Por qué? Pues por gomelo… Grrrr… ¿Su mamá sabe coser? ¡Guau! Yo ni siquiera tengo mamá… ¡Buaaaa!…  Maldito gomelo con mamá. ¡GUAU!”. En ese punto me arranca un brazo y me tose en la cara (este párrafo lo escribí en el día 5 de aislamiento).

¿Cómo es que un perro callejero tiene tantos dientes y tan afilados? No es que tengan la mejor salud oral del mundo. Ellos no se hacen seda dental, ni asisten a controles con el odontólogo. Lo esperable es que fueran muecos, que tuvieran las encías desarmadas. Así podría pasarles por el lado sin miedo a ser apuñalado por sus colmillos, pero en todo caso usaría tapabocas, porque irresponsables hay en cualquier parte del reino animal.

Cuando veo a un perro callejero en una calle solitaria por la que debo pasar, se me acelera el corazón. Miro a mi alrededor, a ver si alguien viene para cruzar acompañado, como si el perro pensara: “Ah, como son dos, me quedo sano”. El animal siente mi miedo y se aprovecha de él. Me mira y se levanta, como diciendo: “Píntela que yo la coloreo… Cántela que yo la compongo… Empújelo que yo lo tumbo… Cómaselo que yo lo digiero… ”. Me sudan las manos y lo miro asustado, como diciendo: “Tranquilícese, señor don perro… Yo estoy sano”. Y entonces corre hacia mí, ladrando con desenfreno, mientras yo le digo con la voz entrecortada: “¡No, perrito! ¡No! ¡Por favor!”, como si decirle “por favor” o “perrito” sirviera para algo.

Supongo que si fuera al revés, si el matón fuera yo, ahí sí ese perro abusador se quedaría muy dócil y tranquilo. Si me fuera corriendo hacia él, lanzando patadas e improperios (“¡cafre!”, “¡patán!”, “¡ridículo!”), su reacción sería otra: “Tranquilícese, señor don humanito… yo estoy sano”.

He probado varias técnicas para disuadir de su violencia a un perro callejero. Por ejemplo, he hecho cara de bravo, como de “no me molesten que estoy de muy-muy mal genio… se los advierto: no me vayan a sacar el bloque… y este mensaje va para cualquier especie animal”. También he probado la del tipo sonriente y buena gente, con cara de “quiubo, qué más… soy súper cool y despreocupado frente a cualquier espécimen”.

Es más, he hecho cara de que ni siquiera me he percatado de la presencia del perro, y miro hacia arriba con gesto de “uy, cómo estaré de concentrado en encontrar esta dirección, que no sé si alguien me está viendo desde el otro andén… ni tampoco me he dado cuenta de que ahora viene corriendo y ladrando ferozmente… ¡No, perrito! ¡No! ¡Por favor!”. Incluso, he acudido a la técnica de cargar un palo sin ser amenazante, como expresando “aquí tengo este palito, con el que no quiero hacerle daño a nadie, pero si llegase el momento en que tenga que defenderme, no dudaré en usarlo… Tranquilícese, señor don perro… ¡Quieto! Quieto!”.

Me desconcierta que me atemorice una especie que, en teoría, es menos evolucionada. Un humano se lava las manos. Un perro se lame los testículos. Alguien dirá: “Usted no se lame los testículos porque no puede, no porque no quiera”. Cierto, pero ese no es el punto. El punto es que deberíamos aprovechar el miedo a los perros callejeros para que la Alcaldía reclute a varias manadas. Que ayuden a controlar a los inconscientes que andan por las calles, saltándose el aislamiento obligatorio:

—¡Alto ahí! ¡Guau! ¿Usted qué hace afuera? ¿Se va hacer morder? ¿Se está buscando una muerte pendeja? ¿Se quiere gastar el seguro funerario? Acabo de oler un ano canino con coronavirus. ¿Se va a hacer infectar?

—Estoy yendo al Éxito, mi perro.

—Disculpe, buen hombre. ¡Guau! Siga. Pero guarde ese puñal, que ya sabe que la gente se asusta con cualquier cosa, más por acá, al lado de la cárcel La Modelo. Por ahí escuché que algunos presos se fugaron. Apresúrese. ¡Guau!

—Sisas. En la buena, mi pez.

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La próxima, el miércoles 8 de abril: “¿Por qué es normal que un perro haga chichí y popó en calles y parques”.

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