Solo con la plena certeza de que el paso siguiente será el que estamos respirando. Días de una fuerza interior capaz de destrozar la valentía de una cascada. Días en que una hormiga podría aplastar nuestro mínimo sentido del humor.

Pero acá vamos, los que hemos sobrevivido a ella. Levantados a punta de fe, muchos. Y otros, a punta de ellos mismos. Pero no importa. Estamos todos caminando por pisos sueltos y resbaladizos en el que cualquiera caerá en las garras de ese temido virus.

Dicen que después de la tempestad llega la calma. Ansiosos la esperamos todos. Pero ahora, justo en días donde las paredes siguen siendo las mismas, donde convivimos en ese techo que nos abriga y que ya reconocemos con ojos vendados, nos hemos dado cuenta de lo que somos; y no físicamente, sino de lo que llevamos dentro.

Días en que las ocupaciones, el inútil descanso prolongado, la soledad, la tristeza y el silencio inoportuno te llevan a una insoportable levedad del ser, como aquella de Milán Kundera.

Esa, donde las escenas de nuestra vida están ahora trazadas por el sentido trascendental. Donde te revisas y te confirmas que eres aquel ser fuerte que por siempre has imaginado ser. O te sostienes en tu propia cara que eres más temeroso de lo que pensabas. Te estás sorprendiendo al entender que no tienes tolerancia a la frustración. O tal vez estás orgulloso con la capacidad que tienes para la resolución de problemas.

Así que te miras a un espejo, confirmando que ese ser que allí está al frente, le faltaba por conocerse a sí mismo. O que quizás ya se había conocido lo suficiente. Que no eras tan paciente como te decían. Que ante el dolor ajeno no reaccionas responsablemente. Que finalmente eras indispensable en casa. Que tu presencia calma el corazón de muchos. O que eres quien incomodas la tranquilidad de los demás.

Que quieres más a tus amigos de lo que pensabas. Que eres un chico de calle o una chica de casa. Que añoras las fiestas y la vida nocturna. Que sin gimnasio definitivamente no puedes vivir. Que el ir al trabajo también es una terapia de choque. Que estar en casa es el mayor privilegio que nunca habías tenido.

Que esos abrazos y besos dados sí seguirán haciendo falta. Que irás tras ellos así sean enviados por domicilios o recibidos por correo. Con la certeza de saber que los estás guardando quisquillosamente, como un niño que recolecta sus mejores monas de álbum. Porque a cada uno de esos seres amados en tu vida les tienes su paquete, su paquete de picos.

Que los encuentros con esos rostros extraños en el bus, en el taxi, en el parque o en el supermercado hacen parte también de nuestro yo. Que los sitios visitados nos dieron motivos para hoy pensar en volver a ellos. Que tu felicidad, definitivamente, depende de ti mismo. De tu carácter, de tu decisión. De tu control.

Cortesía Mónica Toro
Cortesía Mónica Toro

Y vuelves y te revisas y nos damos cuenta de que la cuarentena ha sido entonces un espejo. En el que te miras, te revisas, te observas. Te despiertas. Y no sabes cuándo esto acabará. Pero en realidad comprendes que no necesitas del tiempo. Que el tiempo no es el necesario. Que lo imprescindible es lo que hagamos en esta corta vida que tengamos de hoy a enseguida.

Y entonces, la esperanza ahora no es de cuándo podremos vernos de nuevo, sino de sobrevivir para prepararnos para ese reencuentro. De lustrar mejor este corazón. De cepillar bien esa espiritualidad. De confeccionar los mejores anteojos para seguir viendo lo que antes no lográbamos ver: que un alma se llena con amor y de cercanía.

Que no se apague tu fe. Será la única que nos ayudará a salir de esta con un renacer, para que no sea el egoísmo y la intolerancia los que nos maten más que el propio virus. Y que no se repita la historia de la sociedad desencajada de José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera.

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