Uno intuye en dónde va a acabar esa llamada del sobrino que nunca se manifiesta. Uno sabe para dónde va ese chat de la prima que nunca escribe.“Y cómo estás […] Y qué hay de nuevo […] Y cómo está la familia […] Y cómo va el trabajo […] Y cómo estás (otra vez)”. Son preguntas que se hacen sin interés en la respuesta, sino para ir ambientando el motivo real del contacto que acaban de hacer: “Es que te llamo/escribo para molestarte con una cosita”.

Pues la “cosita” es plata. No hay lugar a dudas. A menos que se tratara de la llamada de un compañero de oficina, en cuyo caso la “cosita” sería algún asunto de trabajo. Si fuera un proveedor, la “cosita” sería una factura por cobrar. Y si fuera la pareja, la “cosita” podría ser un órgano sexual: “Te escribo para ‘molestarte’ con una ‘cosita’ (emoticón de diablito o de mico tapándose los ojos)”.

Tienen razón. Es una molestia la que experimento cuando me llaman para esa “cosita” (para pedir plata prestada, no para tener sexo). Porque, claro, el día de mi cumpleaños no llamaron para decir: “Ahí te mandé un paquete, para ‘molestarte’ con un regalito”. Cuando estuve trabajando bajo la modalidad de contrato de prestación de servicios, ninguno escribió para advertir: “Ahí te estoy enviando una oferta laboral para ‘molestarte’ con un empleo estable, de calidad, con cesantías y vacaciones. De verdad qué pena”. Cuando estuve sin novia y deprimido, nadie me contactó para decirme: “Ahí le di tu contacto a Paulina Vega, para que te ‘moleste’ con una llamadita”.

Dan ganas de “cobrar” por derecha todos los desplantes sufridos: “Pero el día que pedí un like para mi página de Facebook, no te vi entre los seguidores […] Cuando escribí en el chat de la familia para que votaran por el video de mi hijo, no te vi tan activo […] Cuando me acusaron de ser un resentido, no te vi defenderme. Claro, cómo siempre lo has tenido todo, como siempre has sido un gomelito nacido en cuna de oro”.

Me incomoda, sobre todo, el dilema en el que termino: tengo la plata, pero no quiero prestarla. La experiencia me indica que no la van a devolver. Y sé que mi familia —mi sangre— la necesita, tal vez, para pagar la EPS y así no quedar desprotegida, pero yo también requiero de esos recursos con urgencia para pagar la PS (la nueva Play Station).

Podría decir que no, que no tengo el dinero, pero estaría diciendo mentiras. Y podría decir la verdad, pero sería hostil admitir que no quiero prestar plata, porque dudo que me la vayan a devolver, porque el que está jodido pidiendo para el arriendo atrasado de diciembre, está automáticamente atrasado con el arriendo de enero, con el agravante que ya estamos a tres días de febrero. Como quien pide plata para el desayuno a las 6 de la tarde; a esa hora, con pan y chocolate uno no queda ni desayunado, ni almorzado ni cenado.

“Es que no me salió un crédito”, dicen. Con mayor razón, si no presta un banco, que se llena los bolsillos cobrando intereses, qué voy a prestar yo. A uno le tiene que oler muy feo la cabeza, para que un peluquero se niegue a hacer lo suyo: cortar el pelo. Así mismo, hay que estar en la inmunda para que un banco renuncie a cumplir con su misión… la misión de coger a alguien de “marrano”. 

Deberían permitir que cualquiera consulte en Datacrédito el puntaje de sus familiares, para poder tener una conversación franca, con información objetiva a la mano:

—Tío… Usted me pide 100 mil pesos para pagar el agua, pero aquí lo veo reportado, porque le debe 250 mil pesos a DirecTV. Cuando pague el DirecTV, le presto los 100 mil.

—Sobrino, si tuviera 250 mil pesos para el DirecTV, pagaría los 100 mil del agua y me quedarían 150 mil para otra cosa.

—Buenísimo, tío, hagamos eso.

—¿Cómo así, sobrino?

—Ya dije, tío. El que lo entendió, lo entendió. Hablamos luego.

El mundo es cruel. Los bancos le prestan al que no necesita y las prepagadas (o sea, las instituciones de medicina prepagada) cubren las enfermedades que la gente no tiene. De la misma manera, mi Dios le da pan al que no come harinas y el que de amarillo se viste en la calle lo desvisten y de sus picardías se acuerda. Así de sencillo y así de claro.

Al final, lo que he hecho en la práctica es lo que cualquier buen samaritano haría con sus familiares: prestar la plata, pero de muy mala gana, haciendo muy mala jeta y siendo bien mamón. “Tío, así como me buscó para pedirme el favor, espero que luego me busque para pagarme”. “Prima, ojalá me siga llamando, pero para desearme feliz cumpleaños”. “Abuelita, espero que la próxima vez que me invite a almorzar, no me pida para la bala de oxígeno… Yo no le voy a durar toda la vida, abuelita”. Les doy el dinero sabiendo que no volverán, como quien viaja al pasado y se despide del Titanic; como quien ve a su novia entrar sola al camerino de Maluma.

He hecho de mis préstamos una experiencia desagradable, fastidiosa. El día acordado para el pago, les escribo, cumplidito, sabiendo que se excusarán, que dirán que están muy apenados, que seguro me harán llegar la plata el viernes. Y el viernes vuelvo y aparezco, previendo que dirán lo mismo y que propondrán una nueva fecha. Los llamo otra vez y tantas veces como ellos digan que seguro sí pagarán, hasta que no contesten ni devuelvan las llamadas. Solo entonces respiraré tranquilo y tendré certeza de que, a pesar de no recuperar el dinero, ese familiar tampoco volverá a pedirme prestado. La platica se perdió, pero no se perderá un peso más. Mi tío, mi prima, mi abuela, seguirán jodidos y yo seguiré siendo un indolente miserable.

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