Escándalo y repudio que se exaltó en el colectivo social, con las confesiones de los militares del Batallón La Popa ante los magistrados de la JEP, denota que la construcción de la memoria del conflicto traerá consigo dolorosos momentos, independiente de las creencias e ideologías. Catarsis que propicia la confesión de la verdad seguirá incompleta si solo son unos los que hablan en tanto los otros permanecen en silencio. Injusto resulta sindicar de todos los males y atrocidades a las fuerzas militares mientras los que fueron bandidos de la insurgencia posan como congresistas y víctimas, o se da ciega credibilidad a los ex-miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia que hablan del paramilitarismo en función de los intereses de una rebaja de penas. Delicado, para la construcción de una verdadera paz, resulta pontificar a quienes fueron los grandes victimarios del conflicto más antiguo del continente.

Lo que ahora se conoce, distante o no a lo expuesto por la Comisión de la Verdad, es la evidencia de que en algún punto se falló como sociedad, todos los colombianos hemos sido actores, activos o pasivos, del drama de otros colombianos. Para sanar las heridas que ha dejado la guerra es imperativo conocer las víctimas, las formas en que se desarrolló el conflicto y los victimarios; documentar la cruda realidad para cicatrizar el dolor y dejar constancia de la oscura verdad, con la esperanza de que, pese a las circunstancias, nunca se repita la barbarie. Palabra empeñada por los actores armados, en sus procesos de reincorporación, lejos está de la reconciliación y preparar el escenario para develar con exactitud la realidad de una lucha, narco guerrillera y paramilitar, en la que muchos aún siguen engañados. Confesiones que se conocen a cuentagotas, y con beneficio de inventario, sacan a la luz lo que era un secreto a voces: conexidad de la política regional con actores al margen de la ley, convergencia de agentes del orden con grupos de las AUC, y la financiación de frentes de autodefensa por parte de segmentos de la alta sociedad.

Quebrantamiento de la línea ética es la que premia la impunidad, lo que ahora están haciendo los militares que gozaron de las mieles de la Seguridad Democrática, saca a la luz pública la mezquindad de quienes por las ansias de poder y acumulación de reconocimientos condujeron a los falsos positivos. Antes que cambiar las leyes, a la conveniencia de los bandidos hoy revestidos de honorables congresistas, Colombia necesita que sigan hablando los actores materiales de la violencia y entren en escena los cerebros, los gestores intelectuales de las dolorosas masacres. Quienes han sido objeto de reconocimientos internacionales, por su gestión en favor de la paz, saben que, más tarde que temprano, lo que claman quienes hoy son señalados como enemigos de la paz conllevará a que se conozca el grado de sevicia de los ex-FARC para quienes poco valía la vida humana frente a la forma de operar para conseguir sus propósitos.

Vehemencia con la que algunos tildan de espeluznante el relato que ahora realizan los integrantes de las fuerzas militares, desconoce la responsabilidad de quienes cohonestaron con que no se reconociera al otro como un ser sujeto a derechos. Ahínco con el que se condena el proceder de los agentes del orden llama a exigir que se hable por igual de todos los crímenes y no dar más relevancia a unos que a otros. En el ambiente queda la sensación de que en Colombia lejos está el día en que se deje de visualizar los hechos y sus muertos en diferentes categorías, el verdadero cambio como sociedad, la construcción de una nueva realidad como país, empieza por los colombianos, instante en el que todos comprendan que hay que ser más humanos, más humildes, y empezar a reparar siendo mejores. La solución real a los problemas más importantes del país está en la educación, con cultura, sentido de pertinencia y formación se puede combatir la corrupción y la violencia, ejes del mal en la nación.

La concepción científica con sentido social de la violencia colombiana, más allá de un paper, debe acabar con un discurso retórico que mantuvo en el poder armado a aquellos que intelectualmente reprodujeron la guerra. Para el país es importante saber quiénes fueron los creadores de la horrorosa estrategia política y social que sumió a la nación en una guerra sin fin. Conocer la verdad desde los protagonistas de los falsos positivos, las tomas guerrilleras, los atentados terroristas y demás atrocidades del conflicto armado será el primer paso para iniciar la reparación de las víctimas, avance en la construcción de una paz duradera que conlleve a la no repetición. El tragar entero que, indudablemente se constituye en un cáncer que mata lentamente a Colombia, conduce a ponderar que el terrorismo se traslade del campo a las ciudades con células urbanas que se conocen como “primeras líneas”, grupos de intimidación que ponen en riesgo las libertades del grueso de la masa poblacional.

El país debe invertir masivamente en las nuevas generaciones, delinear desde la educación básica clases intensivas de ética y valores para ver si en el futuro hay esperanza de acabar la corrupción y la violencia. El trabajo con decencia y honestidad formará seres respetuosos de la ley capaces de visualizar hechos que, aunque muchos no los quieran aceptar, siempre van a ser parte de la historia de la nación. Las confesiones que ahora se escuchan en Colombia son el recordatorio que la historia utiliza para construir su legado hacia la posteridad, la interpretación que se dé a esos testimonios será la fuente primaria, de viva voz, que permitirá hilar y construir un relato de proximidad a la no repetición. La verdad es el único instrumento que permitirá a las familias de las víctimas recuperar la paz y la tranquilidad que les robaron cuando les mataron vilmente a sus parientes.

Puntos dolorosos del debate nacional permiten ver cara a cara la hipocresía de los ex-guerrilleros condenando las confesiones de los militares, que asesinaban civiles para hacerlos pasar por terroristas, al tiempo que eluden las vejaciones a las que un grupo como las FARC sometía a menores reclutados. La impunidad que llevó a no tomar medidas concretas con los firmantes de la Habana es la que permite que, desde la desvergüenza y el cinismo de esos personajes, tras más de 70 años de barbarie, hoy se presenten ante los colombianos queriendo pasar de redentores sin asumir su responsabilidad con la verdad de los asesinatos, secuestros, y violaciones que perpetraron. El cambio con sentido social que se propone desde el nuevo gobierno debe llamar a la inclusión como oportunidad única para marcar la diferencia, de manera positiva, en pro de un mejor país.

Tan escalofriante fue el comportamiento de algunas fracciones del ejercito como lo que hicieron las células guerrilleras que masacraron familias completas, desplazaron campesinos para quitarles sus tierras, torturaron a policías y soldados de la patria, y mataron y violaron a niños inocentes durante años. Problema que ahora asiste a la nación es manejar los aberrantes testimonios del conflicto, no permitir que, en manos de los victimarios, que hoy posan de héroes, este el peso exclusivo de reescribir la historia. Persecución que en el presente se teje sobre las víctimas es producto del temor que asiste a quienes conocen de primera mano la dolorosa verdad, aquellos que a cada instante se revictimizan y burlan la justicia, actuando como si nada, frente a estos hechos que marcarán la historia de una patria decadente y sin confianza.

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