No eran niños o adolescentes los que pronunciaban esas palabras. No eran de esos jóvenes biches que todavía se sonrojan cuando saludan a un adulto, encogiendo los hombros y diciendo “shi, muenas tades”. O de esos que le dicen “permiso, sheñor” a un “viejo” de 32 años.

Los hombres a los que les he oído decir cosas sexistas como “qué mariquita” o “está ‘veintiochuda’” son adultos con pelos en las orejas y más de 700 semanas cotizadas para pensión, rodeados de mujeres trascendentales para sus vidas, como sus madres, esposas e hijas.

Culpable, su señoría. También he dicho cosas así. Jugando carreras, anunciaba: “El último es una ‘nena popó’”. El día de la mujer felicitaba a hombres, como si fuera un chiste ofensivo sugerir que tenían vagina (“Feliz día, Gonzalo… Jejeje”). En el colegio repetí una “broma” que me da vergüenza reconocer más de 20 años después: “¿Qué es una mujer?… Un pedazo de carne alrededor de la cuca”.

Era claro mi machismo temprano, desde esas épocas en que no tenía ni una semana cotizada, era virgen en contra de mi voluntad, usaba billetera con cierre de velcro y la perubólica estaba de moda. Reviviendo recuerdos de infancia, me topé con un capítulo de Los Supercampeones, en el que Óliver enfrenta al equipo Alemán. Su capitán es Andy, el del problema en el corazón. Para más señas, es uno todo lindo (“ayyyy… ‘man’ tan gay”). Él muchacho enfermo descubre que Mary, asistente de su club, le habló a Óliver sobre su dificultad cardiaca para que se compadeciera y lo dejara ganar. Tras enterarse, el capitán del equipo Alemán llama aparte a Mary y, antes de decirle una sola palabra, le voltea el mascadero con una bofetada a traición que le deja rojo el cachetito.

Cuando vi la imagen, ya de viejo, no lo podía creer (se puede constatar aquí, en el minuto 4:17). Me acordaba del tiro de remate, del tiro del tigre, de las jugadas de los hermanos Korioto, del alcoholismo de los entrenadores de Óliver y Steve Hyuga. De todo, menos de un niño golpeando impunemente a una niña a la que le llevaba una cabeza de altura. Seguro que escenas como esas quedaron en mi subconsciente. Por mucho que me repitieron “a las mujeres no se les pega ni con el pétalo de una rosa”, muchas veces actué como Andy con mi hermana menor, a la que le llevaba una cabeza de altura.

Negados a admitir nuestro propio machismo, el individual, el de cada uno

De grande tampoco se me acabó el machismo (ni que fuera una niña). Con entre 300 y 400 semanas cotizadas hice sentir incómodas a mujeres con comentarios inapropiados o gestos acosadores (lo normal, lo que se espera de nosotros, los machos); una mirada morbosa frente a un escote: “Ishhhh, qué rico”; un análisis detallado de una cola: “Qué tal ese culito que tiene… James Rodríguez”; una opinión no pedida sobre la ropa o el maquillaje de ellas: desde “no deberías maquillarte”, a “definitivamente deberías maquillarte”; una asociación entre su desempeño laboral, el manejo de sus emociones y su actividad sexual: “A esa vieja, lo que le falta es que le den”.

Bastante estúpida esta última lógica, porque sería como decir: “Ángela está afectando los resultados de esta organización, básicamente, por su incapacidad para transitar diferentes estados de ánimo, lo que sin duda se debe a una falta de regularidad en sus encuentros sexuales. En el mejor de los casos, si tiene relaciones, deben ser de mala calidad y con muchos aspectos por mejorar. En beneficio de esta entidad y de sus metas anuales, hay que hablar con las directivas para que, a la mayor brevedad, se tomen medidas correctivas y, así, Angelita consiga a un mejor amante, que la haga sentir mujer, es decir, que la domine y la someta”.

Me cuesta reconocer el machismo que, con seguridad, sigue dentro de mí (“ayyyy, ‘dentro de mí’… pártete, galleta”). Es más fácil verlo en retrospectiva. Es más sencillo señalar mis acciones del pasado, porque así culpo a otra persona, a un Andrés que era y que ya no soy. Lo desafiante es reconocer el machismo de hoy, porque ahí está, aunque yo no lo vea.

Decimos cosas como “estoy a favor del feminismo, pero sin exagerar”. O: “No tengo ningún problema con la reivindicación de las mujeres, pero sin caer en extremos”. Son frases construidas con la misma negación de los homofóbicos: “No tengo ningún problema con los homosexuales, mientras hagan sus cosas en privado”. Como si un gay, por ser gay, fuera propenso a ser más inapropiado que un heterosexual.

Le tenemos prevención a reconocer el feminismo, porque estamos negados a reconocer nuestro propio machismo, no el machismo de la sociedad o el machismo de los otros (que ese es muy fácil de denunciar). Me refiero a que no queremos admitir el machismo individual, el de cada uno.

Tal vez le tenemos miedo a renunciar a quienes hemos sido y que, al pensar y actuar diferente, nos convirtamos en algo vergonzoso, como una “nena popó”, un concepto que evoca a un niño o una niña que llora, que se caga en los pantalones del miedo. Pues eso somos: nenes popó que chillamos cuando vemos a una mujer haciéndose respetar, que nos hacemos popó de solo pensar en admitir que, de diferentes maneras y con diferentes matices, seguimos considerando a las mujeres seres inferiores.

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La próxima, el miércoles 26 de agosto: “Estoy obsesionado con que le vaya bien a James Rodríguez”.

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