No respeta edad, ni género, ni estrato. Y para rematar, pareciera que los defensores estuvieran peleando con ‘armas’ de papel.

Cada vez más vemos niños y jóvenes más distraídos, agresivos, solitarios, aburridos e inmersos en un mundo digital donde lo creen encontrar todo. Niños hiperaburridos con padres hiperocupados.

Niños con padres ausentes, permisivos e imposibilitados para dedicar el tiempo necesario a una buena educación y, en muchos casos, un reemplazo llamado ‘nana electrónica’.

Niños que ya no solo responden con los ojos y hombros, sino también con palabras de alto calibre. Que se impacientan al no obtener lo deseado. Que hacen pataletas y callan a los padres con su ruidoso llanto. Que no son capaces de esperar el turno.

Niños resabiados, desobedientes. Sin límites.

Encontramos, entonces, cualquier razón para excusarlos: “Es la edad”, “es el amigo”, “es la escuela”, “es el mundo en que estamos”. Nos escudamos y nos quedamos con esa sensación de que no es nuestro problema, sino que hacemos parte de algo llamado mundo. Y es ahí donde está la lucha y la vehemencia de los adultos para hacer de nuestros hijos seres diferentes y no del montón.

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Monica Toro de Ferreira / Cortesía

Y es que como padres no lo sabemos todo. No tenemos por qué, tampoco. Pero intentamos formas y formatos para llamar la atención, educar y resolver sin lamentar. Repetimos alternativas que le hayan funcionado a amigos. Nos inventamos una nueva estrategia. Y ninguna funciona. Nos sentimos fracasados, desesperados y a punto de explotar.

A nosotros los padres de hoy nos parecen extrañas algunas situaciones que ellos ven tan naturales y que para nosotros eran de esconder y, para nuestros padres, hasta una vergüenza. Los jóvenes de hoy no tienen temor. Se aventajan. Se arriesgan más de la cuenta. Quieren probar, asegurando que solo será eso, una vez y nada más.

Los jóvenes de hoy se sienten omnipotentes, insuperables e intachables. Pero en el fondo de sus corazones, están viviendo una soledad interna que los está matando vivos. Y justo cuando llegan allí, se dan cuenta de que sin sus padres no pueden vivir. Que solos no pueden superar las dificultades ni tomar acertadas decisiones.

Estamos criando a una generación de hijos dependientes. Que no toleran las frustraciones y no saben cómo resolver inconvenientes; que no se han caído y cuando lo han hecho, siempre ha estado un adulto para levantarlo; más no para ayudarlo.

Generación de hijos que lo tienen todo, menos lo más sagrado: papás presentes de corazón. Y es allí, tan fácil y rápido como podría llegar alguna enfermedad mental.

Según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada cinco niños en el mundo presentan trastornos mentales. Las depresiones, la ansiedad, el pánico y las adicciones son, actualmente, pan del día a día.

Pero no podemos escudarnos en que es el mundo que está patas arriba. No señores. La educación y la guía de los caminos a tomar comienzan en casa, pero cuestan tiempo y dedicación.

A los hijos de hoy les estamos quitamos responsabilidades: que porque “qué pesar”; que porque “déjelo porque después le toca duro”; que porque “no quiero que viva lo que yo viví”; que “el niño no puede aprender a cocer, porque eso es de mujeres; que “la niña no puede aprender a cambiar una llanta de un carro, porque eso es de machos”.

Los llenamos de regalos que porque “son baratos”; “no lo tienen”; “se porta bien”; “está enfermito”. Los vanagloriamos. No les podemos llamar la atención que porque “es falta de respeto”. No los podemos reprender que porque eso significa ser “mal padre”. Que solo se le deben admirar sus virtudes y qué pesar, nunca recalcarle sus defectos ni equivocaciones, que porque eso les baja la autoestima.

Le cargamos todo: la maleta, los juguetes, la comida a la camita, a la sala o al comedor. Y hasta sus equivocaciones. “Deje el plato en la mesa, papito”; “eche la ropa interior a la lavadora, no hay problema princesa”. Pura alcahuetería. Y uno agache que agache a recoger juguetes. Que porque “tiene que ir al otro día a estudiar”, que porque “debe estar cansado”; que porque “da pesar”. Que porque “para rogarle y ponerlo a llorar, mejor lo hago yo”.

Y la mamá cocinando. El papá bajando el mercado. Y los hijos acostados jugando Play Station, o hablando por celular y preparados para sentarse en la mesa a cenar. “Qué pesar ocuparlos”, decimos.

Y me pregunto. ¿Y nuestras generaciones anteriores de hijos que crecieron ayudando a sus padres, con responsabilidades, con pocos juguetes y con poca ropa? Levantadas a las 4 de la mañana a ordeñar las vacas. A preparar el trapiche. A vender las arepas. A coser la ropa. O a despachar a los hermanitos menores.

Nuestros niños están creciendo con todo en la palmita de mano. Sin identidad de hogar ni propia. Nos estamos desbocando como padres. Los estamos llenando. No los estamos educando con un poquito de hambre ni de sed. Ni les estamos enseñando a pescar, sino dándoles el pescado más grande.

Nos hemos dejado envolver en una malla cazadora de peces en la que, como Nemo, es difícil no caer y también es complicado salir de ella. Nos tocará empezar o avanzar con pasos lentos, pero debemos hacerlo. Solo hay que pensar que el peligro hoy en día no está afuera, como hace años atrás. El peligro hoy de los hijos está en ese celular que cuelga como un grillete en sus manos.

Así que hagamos los esfuerzos y volvamos a los juegos comunes. Regresa a casa cuanto antes y siéntate al lado de tus hijos. Abrázalos. Diles cuánto los amas. Pregúntales cómo fue su día. Qué les gustó. Cuál fue su momento preferido. Míralos a los ojos y déjales saber que estarás ahí para siempre.

Seguro es fácil escribirlo y leerlo, pero si esta es la medicina para evitar una enfermedad, yo me la juego por este lado, así suene trillado. Equilibremos el tiempo, las actividades y las responsabilidades. Vale la pena creer, porque si los niños buscan su hogar, lo deben encontrar en el suyo propio.

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