Recuerdo esa resignación con la que llegaba al cajero. “Que sea lo que Dios quiera”, pensaba. Lo triste es que, por lo general, Dios no quería que sacara mi platica. Veía que solo había $8.500 (o $6.300 o $700): “Agh… no me alcanza”, pensaba. “Qué patético soy”.

Es humillante pararse frente a un cajero y darse la vuelta con las manos vacías, que los demás en la fila lo miren a uno con esa cara de “uy, pobre”; como quien se bota en plancha en una piñata y no agarra ni un dulce; como el que juega escondidas americanas y encuentra a alguien pero le niegan el beso; como cuando decían “grupos de a tres” y yo siempre quedaba solo, dando vueltas, viendo que todos los demás ya estaban completos (“Agh… qué patético soy”).

Me aterra la idea de llegar a fin de mes, sin tener con qué pagar el siguiente, con esa incertidumbre de conservar los últimos $18.800 pesos de la vida y no saber si guardarlos para pagar el gas o destinarlos en un último antojo: una hamburguesa… sin papas, sin gaseosa, sin tocineta… sin gracia.

Pensar que en los próximos 30 días le voy a quedar debiendo a alguien: al arrendador, al banco, a un amigo, a mi mamá, a mi exesposa (la que me va a dejar en 15 días, cuando vea lo vaciado que ando). Que voy a tener que pedir plata prestada y que voy a mentir con mucha fe: “Seguro le pago el mes que viene. Segurísimo… si Dios quiere”, aunque Dios me ha demostrado que a veces no quiere.

He estado en un supermercado escogiendo los productos más baratos de las marcas más piratas, descartando a las que son más caras por gramo: “Esta crema dental, dizque triple acción… Nah… Triple acción la de Rápido y Furioso… y la puedo ver gratis por Canal Caracol en Noches de Premier”. He estado en la fila de la caja teniendo el dilema de escoger entre dos productos, para no sobrepasar el presupuesto, como cuando se ama a dos personas: “No es que no te quiera…, atún de mi vida, pero es que los granos me llenan más”. Y he visto de reojo, como si fueran amores platónicos, a los chocolates expuestos en esa última sección de “frutas prohibidas” para pobres y diabéticos.

Que comer huevo con arroz sea una elección y no una obligación

Cuando a uno se le acaba la plata, lo que ocurre de fondo es que se le acaban las opciones. Por ejemplo: con dinero uno escoge libremente si anda a pie, en bicicleta, en taxi o en carro propio. Sin dinero, toca a pie o en bus. No hay más de donde escoger. Y detesto andar en bus. Por la incomodidad, por la multitud y el zangoloteo en masa al ritmo del freno y el acelerador del conductor de turno. En vez de accionar esos pedales con gentileza, con cariño, les dan como si estuvieran matando cucarachas, como si quisieran matar al mismísimo coronavirus a punta de pisotones.

Tampoco me soporto la suciedad, poner mis manitas desnudas en esas barras que han sido tocadas por muchos pares de manos más, después de haberlas puesto quién sabe donde. No quiero volver a rozar mi ropita recién lavada con la ropita recién ensuciada de los demás. No quiero que nadie me vuelva a respirar a 20 centímetros de distancia, como si me fueran a dar el besito de la buenas noches (¡muah!). El coronavirus ha demostrado cuántas babas comemos de otros a diario y eso es, en resumen, lo que pasa en un sistema de transporte masivo: nos la pasamos jartando babas ajenas.

Tal vez solo hay una cosa que deteste más que montar en bus: bajarme de un bus tarde en la noche y enfrentarme a las aventuras y misterios que ofrece un puente peatonal. Me da miedo que me hagan daño y que, como no tengo medicina prepagada, me digan en la EPS que no me atienden, que las puñaladas no están incluidas en el POS. Y vuelvo y caigo en el error de pensar: “Que sea lo que Dios quiera”. Y a veces Dios ha querido que me roben. Más de una vez me han quitado lo poquito que traía en los bolsillos: desde un celular con la pantalla rota, hasta tres fríjoles que cambié por una vaca porque me dijeron que eran mágicos (nunca lo sabré porque me los robaron).

No quiero que vuelvan aquellos días en los que tengo que perderme una cena con mis amigos, porque los muy malditos dividen las cuentas por igual, y la realidad es que el presupuesto alcanza para que coma o para que tome (como en la universidad, que mi presupuesto alcanzaba para beber o para sacar fotocopias). Y porque me toca salir corriendo antes de las 11 de la noche, para no perderme al último Transmilenio del día. Qué vergüenza. Hasta la Cenicienta podía quedarse más tiempo. Si fuera mi hermana, me diría: “Tranqui, yo miro luego cómo me voy a la casa”. Después la vería llegar y no me aguantaría las ganas de preguntarle: “¿Esa calabaza en la que llegaste es un Uber?… ¿Es más barato que un Picap?”… ¿Cómo se llama? ¿CalabAPP?”.

No quiero que vuelva el mes en que tenga que ajustar mis pequeños placeres; que deba cambiar de plan de celular y se me acaben los datos a los seis días; que en vez de Netflix tenga que ver MasterChef (Dios no lo quiera, en serio); que el huevo con arroz no sea una elección sino una obligación. Me aterra que vuelva esa época en la que no tenía para comprarme chiritos nuevos y había que echar mano de un saco motoso, una camisa con las axilas manchadas y un jean “desaparece-culos”. No quiero que vuelva nunca esa época en la que me sentía pobre, a pesar de no serlo.

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Soy comediante aficionado de “stand-up”. Para la muestra, esta rutina sobre lo difícil de hacer comedia en frente de familiares y amigos:

Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días.

La próxima, el miércoles 15 de julio: “Me desagrada el consumismo pero salté en una pata cuando me regalaron unos AirPods”.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.