Cultura de la indiferencia que tanto afecta al colectivo ciudadano fue el fiel reflejo de lo vivido por los colombianos en el cierre de 2.021, y que ahora tendrá su coletazo de secuelas en el inicio de 2.022. Reactivación económica del comercio, promoción del turismo, cielos y mares abiertos, aforos al 100%, reuniones familiares, ferias y fiestas, fueron bien recibidos por un alto porcentaje de la población que se olvidó que el SARS-CoV-2 sigue presente y sus efectos son letales. Índices de infección, complejidad del cuarto pico de la pandemia, pulverizan el retorno a la normalidad de quienes ya sienten los síntomas del contagio y comprueban que el que juega con candela tarde que temprano se quema. Testarudos personajes que insisten en minimizar el fenómeno, y se niegan a vacunarse, son los que ponen en jaque, vulnerables e indefensos, a quienes buscan salir de la coyuntura y hacer frente a la crisis que la COVID-19 trajo consigo.

Mezquina política del “todos en algún momento se tendrán que contagiar y algunos podrán morir”, que tomó carrera, para distensionar las restricciones que se debían mantener, denota el “importaculismo” de una sociedad que se niega a aprender de las experiencias de otras naciones. Uso permanente del tapabocas, en espacio público o zonas de reunión, distanciamiento entre las personas, lavado constante de las manos, límites a la capacidad de admisión, y protocolos básicos de bioseguridad, son lineamientos que hacen parte del diario vivir y, así incomoden a muchos, se deben mantener. Capacidad de propagación de la variante ómicron acrecentó los índices de hambre y agudizó las necesidades económicas de la gente en el país, particularidad que tira al traste planes de dejar al margen el teletrabajo, y la educación asistida por tecnología, conlleva a preguntar cuál es la responsabilidad del gobierno y los gremios económicos en lo que ahora está pasando.

Culto al miedo y las medidas extremas, que se tomaron al principio de la pandemia, siembra serias incógnitas sobre la apuesta gubernamental de minimizar, a siete días, el aislamiento de los contagiados y relajar las restricciones para los asintomáticos. No cuadra en el sentido común del colombiano que se promueva el tránsito de infectados y se estigmatice al impresionante flujo de personas que hace interminables colas para aplicarse un test que confirme si se es positivo para el virus. Estornudo, carraspeo, ojos rojos, malestar general, que alejan lentamente a unos de otros, exalta la urgente necesidad de no seguir ocultando la verdad, número de contagios reportados diariamente solo concuerda con el bajo guarismo de pruebas aplicadas. En la calle hay mucho cicuta que sin importarle que se encuentra contagiado viaja en avión o alterna con otros en lugares públicos o privados.

Cifra record de turistas que recibió Santa Marta, y otras ciudades de la costa, en el cierre de año y el primer puente festivo de 2.022, ya tiene de retorno en el centro del país las graves repercusiones de la transmisión del virus. Nadie puede desconocer que se han aplicado más de 66.6 millones de dosis de la vacuna, pero solo 29.2 millones de colombianos cuentan con el esquema completo, es decir, falta mucho camino por recorrer, y alcanzar alguna meta de tranquilidad, mientras los contagios crecen a ritmos acelerados. Apatía del Estado para imponer estándares al comportamiento de los ciudadanos, y fijar límites al apetito de los gremios, deja claro que prima el interés económico sobre la salud pública. Lo complejo de este momento invita a cuestionar paradigmas antes que perpetuarlos, el SARS-CoV-2 conduce a replantear miles de premisas sobre las que cimientan las políticas oficiales.

Estocada que propicio la COVID-19 a la economía llama a estructurar planes de acción bajo la realidad de una sociedad que no puede seguir sucumbiendo en la polarización ideológica. Populismo barato de alcaldes que se hacen elegir fingiendo ser ovejas, cuando realmente son unos lobos feroces, atomiza un entorno de caos en el que el virus se trasladará, entre unos y otros, a velocidades inimaginables con medidas como el pico y placa en Bogotá. Aglomeraciones en el transporte público serán foco de nuevas incapacidades y mayor expansión del contagio, paraíso idílico de fantasía en el que vive la administración capitalina imposibilita a la mandataria ver que no todo funciona a la perfección.

Problemas que afectan al comercio, y repercuten en el desempleo de los colombianos, son la derivación de la soberbia y tono dictatorial de políticos incapaces de aceptar a quien no está de acuerdo con sus decisiones o emite alguna crítica. Voto popular que se emitirá en este 2.022 debe reflejar un giro de 180º del pueblo con la clase política, sufragio de confianza que piden los movimientos que se revisten de esperanza, y dicen ser de centro, debe propender por soluciones alejadas del egocentrismo administrativo que va en contra de las libertades constitucionales y básicas de los colombianos. Ineptitud en la gestión de los mandatarios, que sacó a flote la COVID-19, aviva el inconformismo que fue llevado a la calle en noviembre de 2.019 y desdibujaron, quienes dicen tener un pacto histórico por Colombia, con la conformación de células urbanas que llamaron “primera línea” en 2.021.

Triste es observar que quienes quieren cambiar a Colombia son los mismos que hablan de corrupción mientras promueven el no pago del pasaje en los sistemas de transporte masivo, no usan tapabocas, no auxilian un herido, no cumplen con sus funciones y todo lo quieren regalado. Incongruencias de pensamiento y acción, que ha acompañado a la masa protestante colombiana, es la que lleva a que sindicatos pregonaran con gran fuerza la solicitud de un aumento considerable en el salario mínimo sin pensar lo que ello implicaría para el costo de vida y los servicios. Destreza de tirar la piedra y esconder la mano es el soterrado proceder de un pueblo que acaba los bienes públicos y luego protesta por el incremento en los costos para cubrir los daños causados, acto similar al que se descuida y ahora quiere que el gobierno, en conjunto con el grueso de la población, asuma el precio de su irresponsabilidad.

Llegó el momento de sonrojarse ahora para no estar descolorido toda la vida, el diálogo debe zanjar las diferencias y promover el trámite legislativo de leyes y procedimientos expeditos para sancionar a quienes por negligencia no se quieren vacunar, o irresponsablemente toman vuelos y salen a la calle sabiendo que llevan consigo el SARS-CoV-2. Cobro de impuesto a los que se niegan a la inoculación, antes que mostrar arrogancia y soberbia contra ellos, es el justo costo que deben pagar por su descuido e ineptitud. Odio de clases que cultivan, quienes se identifican desde la política humana, difícilmente calará en el imaginario colectivo. Inseguridad, desempleo, corrupción, intolerancia, flagelos que antes de la pandemia ya excitaban una bomba de tiempo social en Colombia se está agudizando con la inconciencia de quienes piensan que la tal COVID-19 no existe y están imponiendo un importante peso económico a la nación que comienza a comprender cuál es su dura realidad.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.