Según el informe: Perspectivas alimentarias, publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en el año 2018 se produjeron en el mundo aproximadamente 336 millones de toneladas de carne, de estas, 72 millones fueron de origen bovino; aunque esto parezca poco a escala global, su cadena de producción deja al planeta una enorme huella ecológica, más grande incluso, que la de todo el sector del transporte junto.

Pero si nos acercamos al conocimiento de los impactos negativos a los que el planeta se expone, tal vez podamos concientizarnos sobre la importancia de reducir, o eliminar, la ingesta de este tipo de proteína.

Y es que la producción de un solo kilogramo de carne acarrea, según datos de la FAO, la utilización de 15 mil litros de agua potable, esto es cuatrocientas veces más que la de un kilogramo de brócoli, diez veces la de uno de arroz, y casi cuatro veces la cantidad que se utiliza para uno de pollo. La huella hídrica de la producción de alimentos, debe ser un diferenciador a la hora de tomar decisiones sobre los productos que llevaremos a la mesa de nuestra casa.

Un colombiano promedio consumió 18.2 kilogramos de carne vacuna el año pasado, cifra que dista mucho de países como Estados Unidos, donde la media se instala en 120 kilogramos anuales; un americano ingiere 330 gramos de carne roja al día, lo que supone un gasto de cinco mil litros de agua cada 24 horas; eso multiplicado por la población estadounidense, que supera los 327 millones de habitantes, da como resultado una cifra astronómica que no cabe en cualquier calculadora.

Del total de agua en el planeta, únicamente el 3% es dulce, y de esta, el 1.74% se encuentra en forma de hielo en los glaciares y casquetes polares. Solo contamos con un 1% para suplir todas las necesidades del hombre, eso incluye la producción de comida y todos los demás procesos humanos. El sector agrícola utiliza casi el 70% de las reservas de agua dulce en el mundo, la mayoría de ella es destinada a producir alimento para el ganado.

Helder Zambrano

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Más allá de la voluminosa cantidad de agua que esta industria utiliza, existen otros factores que sitúan a la producción y consumo de carne en la cúspide de los responsables que contribuyen al cambio climático, uno de los más importante es la carga de emisiones de gases de efecto invernadero. Las flatulencias del ganado son culpables del 14,5% del total de metano existente en la atmósfera, y la huella de carbono asociada a este producto es de 5 Giga toneladas de dióxido de carbono (CO2) al año, lo que representa el 62% del total mundial, mucho más que el emitido por todos los automóviles, motocicletas, trenes, y aviones sumados.

La Amazonía abarca seis millones de kilómetros cuadrados distribuidos en nueve países, de los cuales, Brasil cuenta con la mayor parte de esta vasta extensión de selva tropical, pulmón del planeta, y hogar de innumerables especies de plantas y animales. Esta importante región ha perdido a la fecha, cerca de un millón de kilómetros cuadrados de masa forestal, principalmente por la implementación de zonas para pastoreo de ganado, y cultivo de soya, alimento predilecto para engordar a estos animales.

Como si esto no fuera suficiente, en este país se encuentra la mayor empacadora de carne del mundo, JBS S.A.; que en 2017 se vio involucrada en un escándalo cuando el Instituto Brasilero de Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA), le impuso una multa de 7.7 millones de dólares al asegurar que la multinacional cárnica, compró durante años, ganado que fue criado en tierra ilegalmente deforestada. El bocado de carne en muchos hogares del mundo lleva consigo un pedazo de selva amazónica devastado.

 

La gran demanda de carne ha obligado la utilización de antibióticos a gran escala para acelerar el crecimiento del ganado; esto conlleva a que las bacterias se hagan resistentes a esos fármacos, haciendo que pierdan su efectividad a la hora de tratar una enfermedad en los humanos; eso sin contar que la Organización Mundial de la Salud ya considera a la carne procesada como altamente cancerígena, y es comparada con productos tan peligrosos como el humo de tabaco, el alcohol, y el plutonio.

Dejando de lado  los impactos ambientales y el daño a la salud humana, debemos pensar también en el trato que se le da a los millones de animales que diariamente se sacrifican en el mundo, muchos de ellos en condiciones paupérrimas y sin tener el mínimo respeto por el dolor que puedan sentir; obligándolos a nacer entre jaulas atestadas y nauseabundas donde no llega la luz del sol, y haciendo que su corto paso por la vida sea tan traumático que tal vez la muerte no sea el peor castigo.

Bien decía Sir Paul McCartney: “Si los mataderos tuvieran paredes de cristal, todos seríamos vegetarianos”.

La decisión de cambiar los hábitos alimenticios y minimizar el uso de carne, radica en cada uno de nosotros; esta debe sopesar razones de nutrición y salud; pero no puede discriminar el alto impacto que genera al planeta su cadena productiva, las inconmensurables  hectáreas de selva nativa que se pierden cada día para satisfacer la necesidad actual, la cantidad de especies que están en vía de extinción debido a la destrucción de sus hábitats, los millones de litros de agua potable que se desperdician en un mundo donde una tercera parte de la población sufre de desabastecimiento; y por último, el sufrimiento de los animales que nos comeremos, muchos de ellos tan inteligentes, y con un sistema nervioso tan complejo, como el nuestro.

 

 

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.