El 16 de agosto, el presidente del Cerrejón, Guillermo Fonseca Onofre, emitió un comunicado en el cual rechazó la acción de nulidad contra la licencia ambiental otorgada a la empresa Carbones del Cerrejón para sus actividades de explotación en La Guajira. Alegó “graves consecuencias a la seguridad jurídica y al motor económico de la nación”.

Este pronunciamiento lo hizo después de que el Consejo de Estado admitiera la acción de nulidad presentada por comunidades afectadas, organizaciones de derechos humanos y varios congresistas, quienes argumentaron que el permiso ambiental otorgado al Cerrejón en 1983, pese a haber tenido cerca de 60 modificaciones, no agotó los procedimientos de participación y garantías para los afectados.

En 2005, una nueva modificación al permiso excluyó el estudio de impacto ambiental exigido por la legislación nacional. La demanda incluye los resultados de estudios científicos sobre la contaminación, afectaciones en la salud e impactos negativos en el ambiente por la explotación de carbón. También, hallazgos e informes oficiales como los de la ANLA (Concepto técnico CT 4698/17, que revisa el Plan de Manejo Ambiental según lo ordenado por la sentencia T-704 de la Corte Constitucional), que evidencian negligencia y falta de control y seguimiento con la que opera el proyecto.

La mina se ha expandido durante 40 años ocasionando una grave crisis humanitaria, pérdida de seguridad alimentaria y escasez de agua con graves consecuencias para la salud de sus habitantes y especialmente de niños y niñas. Constituye una clara posición dominante en relación con las demás actividades económicas y sociales del lugar.

Por otra parte, el desvío de ríos y arroyos ha sido una constante en el megaproyecto minero. Así, el Estado y la empresa pretenden explotar el cauce del arroyo Bruno para extraer 40 millones de toneladas de carbón de su subsuelo, destruyendo su acuífero y el bosque seco tropical junto con la flora y fauna que alberga.

Hace 18 años la comunidad afrodescendiente de Tabaco fue desalojada de su territorio, como muchas otras, para permitir la expansión minera. Y sigue sin ser reubicada. El resguardo indígena de Provincial está cercado por tajos y botaderos mineros, lo cual les obliga a soportar a diario las explosiones de dinamita. Se han incrementado las enfermedades especialmente de los niños y viejos, algunos de los cuales han muerto a causa de la contaminación y el entorno. Esta comunidad hizo un paro cívico denunciando la pérdida del agua potable, del transporte escolar para los menores y el deterioro de la salud. Además, su territorio está cada vez más devastado, dejando de ofrecer alimentos, y el trabajo se redujo a esperar un empleo, que la empresa asume como moneda de cambio por su resignación con la destrucción del territorio

Esta operación minera y sus graves daños en la vida de las comunidades y su territorio ha sido facilitada por el Estado colombiano, generando condiciones de privilegio que convirtieron al Cerrejón en un monopolio energético que actúa con flexibles controles. Como lo dijo Amilkar Acosta Medina, exministro de Minas y Energía, “el Cerrejón se agotará en poco tiempo, y de estos recursos solo quedará un ruinoso socavón sin beneficio para el país, pero sí para determinadas personas e instituciones que se harten de semejante festín” (El Espectador, edición de La Costa. 13 de octubre de 1979). Y nada más cierto. La minería del carbón alimenta las termoeléctricas que producen energía para otros países, especialmente de Europa.

Frente a este panorama y a propósito del debate de la crisis climática en el mundo, vale la pena preguntarnos como ciudadanía: ¿qué factores determinan la utilidad pública de una explotación minera que a todas luces destruirá la vida de personas, comunidades, ecosistemas, culturas, alternativas económicas, tejidos y procesos sociales? ¿Con qué legitimidad y responsabilidad el Estado da permisos, licencias y concesiones bajo el argumento de la remediación, cuando sabe muy bien que los daños son irreparables? ¿Cuánto valen una cultura, una lengua, una comunidad, la extinción de una especie animal o vegetal? ¿Cuánto vale un caudal, una montaña, un acuífero? ¿Cuánto vale la alegría? ¿Qué precio tiene la democracia? (‘Ese Santo nos traicionó. No se salvó él ni nos salvó a nosotros’. Dora Lucy Arias. 2019)

Si estos aspectos estuvieran en la mesa para la toma de decisiones sobre la explotación minera, no habría una justificación jurídica, ética o política para continuar por esta vía. La construcción de democracia es inviable si la locomotora minero-energética se sigue apropiando de lo inapropiable y sigue acallando, a través del terror, la voz de quienes denuncian estos daños irreparables al ambiente, y a los derechos de las presentes y futuras generaciones.

Llegó la hora de que como sociedad civil reclamemos que Colombia avance en procesos de transición energética a fuentes no convencionales de energías renovables y limpias. Que nos preguntemos ¿cuánta energía requiere el país?, ¿de dónde la obtendrá? y ¿cómo evitar injustas cargas sociales y ambientales?

Los efectos de la contaminación no son solo graves cuando se evidencian en Bogotá o Medellín. Volteemos la mirada hacia las venas abiertas de la Guajira y sus comunidades.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.