Mis amigos son personas estudiadas e informadas. Quiere decir que, como mínimo, tienen un título universitario y leen con regularidad las noticias que de verdad importan y sobre las cuales comentamos: en qué va la pandemia, cómo está el panorama político en Estados Unidos después de las elecciones y cuáles son las fotos de Shannon de Lima que están “encendiendo” las redes. Lo normal.

También es verdad que no son graduados con honores de la Universidad Johns Hopkins. Tampoco es que sean suscriptores de las revista Science y se vuelvan locos en Twitter cuando no les llega a la casa (“Un desastre el envío a Colombia de @ScienceMagazine. Nada que llega el último número y yo con estas ganas de leer el artículo sobre cómo los genes del salmón determinan si migra en primavera o en otoño. ¡Ah, pero para cobrar sí están listos! #ScienceSíPeroNoAsí”).

Yo aún no sé si la primavera es cuando salen las florecitas nuevas o cuando se caen. Y cuando hablan del otoño de lo que me acuerdo es de mi amigo Antonio, y de cómo les decíamos a las niñas del colegio: “Le tienen que dar un beso a alguno de los dos. Escojan. ¿Andrés o-Toño?”. Lo que sí sé, y lo saben también mis informados amigos, es que el coronavirus existe y que hay unas medidas que ayudan a reducir el riesgo de contagio. Sabemos que así lo ha dicho la OMS, y sabemos que “OMS” significa “Organización Mundial de la Salud” y no “Oiga, Marica, Severo”. Y aún así, mis siete amigos y amigas decidieron no usar tapabocas en una sesión de póker, sentados a menos de un metro de distancia los unos de los otros, tocando y repartiendo cartas y hablando y riendo en una jornada que superó las ocho horas.

Nunca cuestioné su comportamiento. Hasta me quité el tapabocas para una foto grupal. De lo que sí dudé fue de mi decisión de usar tapabocas. “Qué pena con ellos”, me dije. “Van a pensar que no confío en mis propios amigos”. Como quien se sube al carro de unas personas que han tomado alcohol, incluido el conductor, y se pone el cinturón de seguridad con algo de escrúpulo: “Qué pena con esta gente… Van a pensar que no confío en un borracho manejando”.

Decir: “Sí, claro, yo me cuido”, como si esa fuera una prueba de antígenos

Es muy extraño sentirse ridículo por hacer lo correcto. Como asistir a una fiesta en la que, por invitación, dan la instrucción de asistir con traje de pollo. Y uno, haciendo caso, como debe ser, hace la tarea, va y alquila un traje de pollo, que tampoco es tan fácil ni tan cómodo. Y cuando llega resulta que todos, TODOS, decidieron ir de ropa casual. Deberían sentirse mal los demás, por incumplir la regla, pero no, el que se siente como un idiota es uno, el que cumplió, el que fue serio, el que no le dio pena, el que está vestido y encartado con un traje de pollo. Como si en el colegio dijeran: “Mañana hay que traer tijeras”. Y uno, bien juicioso, bien sapo, bien imbécil, atendiendo lo que dice la OMS, lleva las tales tijeras, a diferencia de todos los demás. Entonces uno, automáticamente, se convierte en el petardo del paseo y los demás se ven más listos, más “cool”, más relajados, porque no perdieron el tiempo haciendo caso. Hasta la profesora comentará con los demás maestros: “OMS (Oiga, Marica, Si le contara…)… Ese Andrés es severo lambericas… severo zoquete… Dizque trayendo tijeras, solo porque yo dije”.

Pasaron tres semanas antes de que yo fuera consciente del acto de irresponsabilidad en el que incurrí: quedarme ocho horas en una reunión en la que nadie usó tapabocas. Les pregunté a mis amigos, en el grupo de WhatsApp, por qué ninguno lo utilizó. Unos dijeron que nos habíamos cuidado bien, con lavado de manos previo, constante desinfección de alcohol y porque compartimos en un espacio a cielo abierto. Todo es verdad, pero a menos de un metro de distancia, durante ocho horas y sin tapabocas. Como quien se siente tranquilo por sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, pero tala el árbol, malcría el niño y plagia el libro. O sea, borra con el codo lo que hace con la mano.

Otros dijeron que éramos un grupo de confianza. Que podíamos estar tranquilos sobre el nivel de responsabilidad de cada uno. Bastaba decir: “Sí, claro, yo me cuido”, como si esa fuera una prueba de antígenos validada por la OMS (Oiga, Marica, Serénese). De hecho, yo pensaba algo parecido: que podíamos fiarnos los unos de los otros, por ser personas como la prueba PCR (Pensantes, Conscientes y Reásperas), no como esa partida de irresponsables que andan por ahí, nadando en piscivolquetas. Pero, debo insistir, a riesgo de ser cansón, que me entraron dudas sobre el nivel de responsabilidad y autocuidado de mis amigos tras ser testigo presencial de cómo todos asistieron a una sesión de póker sin tapabocas. Como salir con una persona casada que, con la cama aún caliente, dice: “Sí, claro, yo soy fiel. No entiendo la desconfianza”.

“No comparto que pongan en riesgo mi salud… pero lo respeto”

Otro de mis amigos dijo que las probabilidades de contagiarse eran muy pocas y que, en todo caso, no consideraba un problema tener coronavirus. “Estoy que me contagio desde mayo”, afirmó sin sonrojarse, como quien habla de un inofensivo plan que ha debido aplazarse (“Estoy que voy a cine desde mayo”). Lloverían memes, por siglos, sobre cualquier figura pública que dijera semejante frase. No se salvarían del escarnio ni políticos, como María Fernanda Cabal o Gustavo Petro; ni periodistas, como Vicky Dávila o Félix de Bedout; ni caricaturescos personajes humorísticos como Suso el Paspi o Francisco Santos. Mis amigos, en cambio, se sumaron decididamente a los argumentos de quien confesó estar esperando contagiarse desde mayo. “Coincido 100 por ciento”. “Me adhiero”.

En su momento, me pareció tolerable. Pensé: “No comparto su decisión, pero la respeto”. Luego entendí que aceptar esa situación era más complejo. Era como decir: “No comparto que pongan en riesgo mi salud y la de mi familia. No comparto en absoluto que me respiren a menos de un metro de distancia, sin tapabocas, y que corramos el riesgo de terminar en una UCI o en una morgue. ¡No lo comparto!… pero lo respeto. Faltaba más. Ni que fuera un intolerante”.

Y así y todo, fui a almorzar con uno de ellos hace poco, con esa falsa ilusión que se siente cuando uno dice: “Vamos, pero cumpliendo con todos los protocolos de bioseguridad”. Sí, claro. Convencido yo. Fuimos a un espacio abierto, nos lavamos las manos, les echamos alcohol y, como no podría ser de otra manera, estuvimos una hora hablando encima de la comida del otro. Porque todavía no se han inventado un tapabocas con el que se pueda comer. Porque qué gracia verse para almorzar y no conversar, y botar babas, y contagiarse con el que está esperando contagiarse desde mayo.

Soy tan irresponsable como ellos. Lo tengo claro. Si no, me habría retirado de la sesión de póker desde el primer momento o habría evitado comer después con alguno. Mis amigos no pusieron en riesgo mi salud. Yo solito me puse en riesgo. En el fondo me encantaría nadar en una piscivolqueta, jugar a sumergirme hasta el fondo y rescatar escombros como si fueran tesoros. Eso sí, con tapabocas, cumpliendo con todos los protocolos de bioseguridad. Obviamente.

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